Opinión | GUERRA UCRANIA

La guerra instantánea

Nunca habíamos tenido tanta información a nuestro alcance ni tantos medios técnicos para transmitirla, pero tampoco había sido tan difícil separar lo falso de lo verdadero. 

Nunca habíamos tenido tanta información a nuestro alcance ni tantos medios técnicos para transmitirla, pero tampoco había sido tan difícil separar lo falso de lo verdadero.

Un grupo de militares pro-rusos en Mariupol, a 24 de febrero de 2022.

Un grupo de militares pro-rusos en Mariupol, a 24 de febrero de 2022. / AFP PHOTO/ ANDREY BORODULIN

Hubo un tiempo en el que los teléfonos no eran un apéndice de nuestro cuerpo. Entonces no solo salíamos a cenar sin comprobar constantemente en Twitter si el mundo seguía tal y como lo habíamos abandonado hacía escasos minutos; también veíamos las noticias cuando tocaba -es decir, a la hora del telediario- y la actualidad de los periódicos duraba casi todo el día. Las bombas caían en diferido, la vida no era una serie en la que cada dos minutos se producía un giro de guion.

Aunque hoy nos parezca lo normal, la narración de las guerras en tiempo real es un invento relativamente reciente. Los conflictos siempre han dejado huella en la música, la pintura, la literatura, el teatro o el cine, pero no fue hasta la primera guerra mundial cuando se generalizó el uso de una de las innovaciones más relevantes para el relato de la guerra. Llegaron las cámaras kodak, que costaban un dólar y cabían en el bolsillo de la chaqueta de cualquier uniforme militar. Y supimos, gracias a las instantáneas que captaron los soldados, que la tregua de la Nochebuena de 1914 realmente sucedió. Algunas autoridades, conscientes del impacto que podían tener las imágenes sobre los civiles, trataron ya entonces de censurarlas, pero el relato de las contiendas había cambiado para siempre.

En la guerra de Bosnia todavía no habían irrumpido en nuestras vidas internet y los teléfonos móviles. Los periodistas que vivieron el sitio de Sarajevo disponían de la suficiente autonomía para poder perder el tiempo en descubrir qué pasaba. Hoy los reporteros que se trasladan a las zonas en conflicto tienen que escribir piezas para la web, reportajes para el papel y, sobre todo, verificar que todos los vídeos e informaciones que otros vierten en la red son ciertos. Porque si están al alcance de todo el mundo, incluidos los jefes que se encuentran en una redacción a miles de kilómetros de distancia, ¿cómo es posible que se le escapen al periodista que está sobre el terreno?

Nunca habíamos tenido tanta información a nuestro alcance ni tantos medios técnicos para transmitirla, pero tampoco había sido tan difícil separar lo falso de lo verdadero. Desde que empezó la invasión rusa de Ucrania hay periodistas y analistas que se dedican en exclusiva a localizar y desmentir bulos. Su trabajo es tan importante como el de quienes van hasta allí a ver qué está ocurriendo para que nosotros, desde nuestras casas, también lo sepamos. Nos han intentado colar como información bombardeos que han tenido lugar en otros puntos del planeta hace años e incluso fragmentos de videojuegos. Conocer la verdad nos obliga a realizar un trabajo concienzudo y constante, y ni siquiera todo eso es suficiente garantía de que lo que creemos no sea fruto de la manipulación. 

Es posible que cuando regreses a Twitter se haya cumplido la profecía que tanto tiempo llevábamos temiendo: que el mundo se ha ido, definitivamente, al garete. Si algo hemos descubierto en los últimos años es que no hay nada seguro, y que el planeta está tan interconectado que lo que sucede a miles de kilómetros también nos atañe. La única verdad inamovible es que todo puede desaparecer en apenas unos segundos. Lo que hasta ahora leíamos en los libros de historia o en las páginas de Internacional de los periódicos -enfermedades, guerras- hoy nos ocurre a nosotros o a nuestros vecinos. Pero hay niveles y niveles de incertidumbre.

Que se lo digan a esos millones de ucranianos que, a pesar de todos los antecedentes, nunca pensaron que Vladimir Putin ordenaría a sus tropas invadir su país. O a todas las personas que también sobreviven inmersas en algún conflicto, aunque sus rostros y sus tragedias encuentren menos espacio en nuestros medios de comunicación. Esa sensación de que el presente ha dejado de existir no la puede captar ningún objetivo.