Opinión | VIOLENCIA MACHISTA

La fábrica del crimen

La condición más genérica para escapar de la ideología machista es el rechazo social: no legitimarla, no darle excusas, no negarla

Un grupo de personas asiste a una concentración contra la violencia machista en Jaén.

Un grupo de personas asiste a una concentración contra la violencia machista en Jaén. / EFE

Con estupor hemos asistido en esta última semana del año a un crecimiento de los casos de violencia machista. La tensión extrema es perceptible y algunos editoriales no han podido ocultar el shock. Los ministerios implicados y las autoridades concernidas se han reunido en una especie de gabinete de crisis para hacer frente al estado de alarma. Alguna directora de periódico ha llegado a decir que escribe desde la "frustración más absoluta". Todo ello es muy comprensible.

Los últimos casos referenciados son de crueldad y violencia estremecedoras. Matar a una mujer embarazada a punto de dar a luz, para que muera no solo ella sino su bebé, es un acto de villanía diabólica, de una radicalidad simbólica; como lo es dejar que una mujer agonice durante cinco días tendida en un pasillo, sin hacer nada. No son formas propias de un rapto de cólera. Se trata de algo diferente que no hemos logrado neutralizar. Y cuando vemos que la máxima responsabilidad de solucionar este asunto recae sobre el señor Marlaska, o leemos que debemos tratarlo como cuando estábamos unidos frente a ETA, se despierta en nosotros la ligera sospecha de que así no lo lograremos vencer.

ETA dejó de matar porque los terroristas cambiaron su comprensión de las cosas. Así, la sociedad no podrá librarse de la amenaza machista si su respuesta va por detrás de los criminales. Por supuesto, las medidas de protección de las víctimas están descuidadas. La mitad de las mujeres muertas había denunciado y sin embargo no alcanzó protección. El Sr. Marlaska tira balones fuera cuando nos exhorta a que como sociedad estemos atentos a defender a las mujeres. Si él no está lo suficientemente atento ni siquiera a las que habían pedido protección, ¿cómo vamos a estarlo los demás? ¿O es que ignora el Sr. Marlaska que muchas personas cercanas a las víctimas conocían y temían ese desenlace? ¿No escucha el Sr. Marlaska que las personas allegadas solo tienen una palabra en la boca, impotencia? ¿No se siente aludido por ella?

Es necesario mejorar lo que está fallando, que es proteger a las víctimas. Pero siempre iremos por detrás de los criminales si no detenemos la fábrica del crimen. De otro modo, perderemos la batalla. Si no podemos intervenir en esa fábrica, la palabra impotencia regresará a nuestra boca con frecuencia. Ahí es donde conviene afinar. No se trata de que soñemos la utopía de una sociedad perfecta.

Por supuesto, cuando conocemos la forma de vida de la víctima de Escalona, podemos preguntarnos con razón si la pobreza y la miseria favorecen la desesperación que facilita el crimen. Figuras respetadas de nuestros representantes vienen recordándonos que el estado psicológico de buena parte de la población es de un desequilibrio general y patológico. Pero los motivos psicológicos que inducen a crímenes tan horrendos no proceden de la pobreza o de la desolación. Si así fuera, el país ardería.

El motivo psicológico que induce a estas conductas procede de un conjunto de representaciones ideológicas que no son fruto de las situaciones dramáticas que sufre la gente. Estas circunstancias influyen, pero las representaciones anidan en los hombres en estado latente y, cuando los problemas afectivos estallan, llevan a interpretaciones que inducen a la desesperación, la violencia y el crimen. Por eso la fábrica puede ponerse en movimiento cuando menos se espera, en una escalada continua, que hace trabajar lo latente de forma no tanto virulenta y ciega, sino constante, llevando a los actores a una salida inflexible que con el tiempo acaba dominando sus vidas.

Esa ideología machista es resultado de una secular dominación sobre la mujer. Las formas más perturbadoras y dañinas de conducta están relacionadas con el hecho de esa dominación. Se trata de una representación cultural de superioridad, de poder. No es una dimensión biológica, sino cultural. Sin embargo, como toda ideología de dominio, inevitablemente subyuga también a sus portadores con férreas cadenas. Anida en ellos como una amenaza de destrucción y, cuando adquiere la intensidad máxima, coloca a sus portadores más allá de todo cálculo de autoconservación, temporalidad o futuro. Sin pauta que cierre la escalada, se hará imposible la vida, matarán lo que encuentren a su paso, e irán por delante de los agentes de la ley, de las amistades, de las instituciones protectoras.

La condición más genérica para escapar a esta ideología es el rechazo social. No legitimarla, no darle excusas, no negarla. Pero no basta. Si queremos detener la fábrica del crimen, hemos de convencernos como sociedad de que podemos detener la escalada en sus fases iniciales, cuando esa ideología no ha hecho del todo su trabajo, que consiste en imponer el reconocimiento del poder absoluto sobre una mujer como condición de que la vida siga. Esto no se consigue solo con recursos materiales. Son también necesarios recursos culturales, capacidades reflexivas, recursos afectivos y ayuda psicológica.

Las denuncias iniciales quizá no deban dar la voz de alarma sólo a la policía, sino también a los trabajadores sociales. El terrorismo solo se acabó cuando los potenciales asesinos entendieron que matar no era una solución. Si en los primeros estadios no somos capaces de convencer a los que actualizan la ideología machista de que sus vidas nos importan, será más fácil que ellos las consideren tan insignificantes como para destruirlo todo a su paso. Es la ideología la fuente del crimen y, mientras siga viva, encontrará brazos para matar. Sin recursos culturales, los encontrará más fácilmente en muchas almas dominadas por sus propia cadenas.