Centros de menores

La vida en un centro de menores: "Estoy bien, pero tengo ganas de salir"

El abordaje de estos delincuentes menores de edad resulta complejo porque acuden con heridas familiares, ausencia de límites a su actitud y un futuro sin expectativas

La vida en un centro de menores: “Estoy bien, pero tengo ganas de salir”.

La vida en un centro de menores: “Estoy bien, pero tengo ganas de salir”.

Daniel Domínguez

Miguel no se llama Miguel, pero no quiere que se conozca su identidad ni que acumula más de un año cumpliendo condena en el centro de menores Monteledo de Ourense por haber cometido un delito. En cuanto ve a fotógrafo y redactor el ambiente se tensa. “Estoy trabajando, me quedan cinco meses y ya tengo ganas de salir”, es de lo poco que concede a los intrusos en unas dependencias que en casi un cuarto de siglo no han recibido a la prensa para mostrar cómo es el día a día de los chavales que han cometido un delito de tal gravedad que el juez les ha impuesto una estancia en lo que antes se denominaba reformatorio.

Son las 11.15 de la mañana y Miguel trabaja en uno de los dos invernaderos del centro, situado a las afueras de la ciudad de As Burgas, en un monte elevado en el que comparten instalaciones Monteledo, otro centro de similares características y unas dependencias de prevención para menores que han sido, por ejemplo, víctimas de malos tratos o abusos.

La estampa se asemeja a la de un campamento de verano, pues Monteledo reproduce la organización de los albergues juveniles, con los citados dos invernaderos, una pista de fútbol, una piscina y varios pabellones en los que se dividen un taller para formar panaderos, las habitaciones y las aulas. Pero dista mucho de ser un recinto lúdico, como muestra el guardia de seguridad que en todo momento vigila a Miguel porque este trabaja con utensilios que podrían servir para dañar a alguien o autolesionarse incluso, así como las vallas de seguridad que rodean el perímetro. “Nunca están solos, es por protocolo”, comenta Purificación Vaquero, directora del centro, que evita concretar los motivos por los que este chaval, que ya es mayor de edad, perdió su libertad. “Me quedan cinco meses, después voy a sacarme el carné y a estudiar Carpintería”, concede él como última frase antes de volver a levantar la guardia ante los visitantes.

Tras su trabajo en una leira de la que obtienen todo tipo de verduras para destinar a las cocinas del centro, acude a una sala común a comer un bocadillo a media mañana. Antes de acceder al ala de descanso, donde también se encuentran las habitaciones, que son individuales y están cerradas con llave, el guardia de seguridad usa un detector de metales para comprobar que no lleve ningún apero encima. El recinto cuenta con tres trabajadores dedicados a estas tareas exclusivas de vigilancia y disuasión, así como tres vallas de seguridad hasta el exterior del recinto. Cada movimiento les es comunicado por radio. “Vamos con los periodistas para abajo”, será uno de los mensajes captados durante la visita.

Monteledo cuenta con un total de 37 plazas, pero actualmente residen en él 12 chavales a los que una sentencia les ha privado de su libertad. Alguno ya supera los 18 años porque le comunicaron el fallo ya cuando se convirtió en mayor de edad o porque lo hizo tras iniciar el cumplimiento de su pena. Combinan el régimen de semilibertad con el cerrado por completo.

“El perfil de los chavales que entran en el centro cambió desde hace unos años. Antes, procedían casi todos de familias desestructuradas y con muy pocos recursos, de entornos marginales. Ahora hay de todo, hay críos que proceden de familias de nivel medio alto”, explica Cecilia Pérez, subdirectora del centro a las puertas de dos de las aulas. En una, dos alumnos de 16 y 17 años reciben clases de 1º y 2º de Educación Secundaria Obligatoria (ESO). “En muchos casos, los niveles educativos son muy bajos, algunos ni iban a clase e incluso alguno no sabía leer cuando llegó”, comenta Vaquero a las puertas de un aula en la que los alumnos también trabajan en material sobre el 8-M, el Día de la Mujer Trabajadora.

El abordaje de estos delincuentes menores de edad resulta complejo porque acuden con heridas familiares, ausencia de límites a su actitud y un futuro sin expectativas. La mayoría ingresa, además, por robar y agredir. “El 48% de casos está aquí por robo con violencia”, especifica Vaquero, aunque también existen casos de trapicheo de drogas o agresiones incluso a familiares.

Ordenar su día a día resulta el primer paso del internamiento en un centro como este, de los que existen cuatro en Galicia en los que en estos momentos cumplen condena 64 jóvenes. “La mayoría carece de normas o disciplina, así que es necesario empezar por ahí”, cuenta Pérez.

El día a día de un chaval –solo una mujer cumple ahora pena privativa de libertad en Monteledo– en estos centros arranca a las 8.45 horas de la mañana. El aseo y el desayuno por turnos preceden al inicio de las clases adaptadas a cada nivel, que se inician a las 9.30 con docentes aportados por la Consellería de Educación y finalizan a las 13.00. En todo momento, los educadores comparten estancia en el aula con profesores y alumnos. No se despegan de ellos. “Muchos de los chicos no iban a clase antes de ingresar aquí y estar varias horas sentados delante de un profesor les cuesta mucho”, aclara Cecilia. A partir de las 13.00 horas, la comida se organiza por turnos para evitar que se mezclen, de estar lleno el centro, los 37 internos.

Luego, cada chico dispone de un tiempo de ocio y descanso en su habitación hasta que arrancan los talleres a las cuatro de la tarde, que pueden ser de panadería, hortofloricultura o mecánica, con los que también inician un camino que les permita conseguir un certificado laboral. También tienen que cumplir sus tareas de limpieza de sus cuartos y zonas comunes como el baño, cuyos turnos están fijados en un tablón de anuncios.

Con el buen comportamiento, ganan puntos, algo así como la moneda interna que les permite ir ampliando privilegios, como más tiempo de llamadas telefónicas –no pueden tener móvil y se lo facilita el centro– o salidas supervisadas cuando se encuentran en la recta final de su condena, que puede ser de privación completa de libertad o en semilibertad, incluso con estancias diurnas en sus domicilios; algunos incluso pueden pasar el fin de semana en sus hogares y regresar los lunes al centro. “Pueden ganarse ir al cine o participar en alguna excursión como una que acabamos de realizar a Manzaneda”, recuerda Cecilia Pérez. En algún caso, han sufrido intentos de fuga, pero son situaciones infrecuentes.

La adaptación

La primera noche es la más dura. “Tenemos un hogar de adaptación, que es donde pasan los primeros días, normalmente unos 15. Se trata de explicarles las normas, qué van a hacer. El aterrizaje es difícil porque pierden su libertad. Muchos vienen además de entornos familiares sin normas”, detalla Purificación Vaquero.

Superada esa fase, son trasladados a un hogar de socialización y luego disponen de su propio cuarto. En uno de ellos, una cartulina sostiene fotos de coches tuneados, amigos fumando y familiares. Son pequeños fragmentos de una vida paralizada hasta cumplir su estancia en el centro de internamiento. Una ventana al pasado y al futuro.

Cada chaval recibe también la atención del grupo de psicólogos del centro, además de un educador social que se convierte en su sombra, acompañándolos en cada momento. “A ver, todo está tranquilo, pero puede saltar en cualquier momento”, desliza un miembro de la plantilla del centro antes de que los visitantes abandonen Monteledo. En cinco meses, Miguel también lo hará y arrancará una nueva vida.

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Visitas de las familias cada fin de semanaMontedelo acoge a chavales de toda Galicia que semanalmente reciben las visitas de sus familiares. “Se les pagan los gastos de transporte”, aclara Mariano Benavente, director de centros y programas de Fundación Diagrama en Galicia, la organización que gestiona el citado recinto. “Tenemos buena relación con los padres y ofrecemos un programa de intervención”, añade Benavente, que niega la existencia de conflictos con los progenitores. “Se les apoya con la problemática de sus hijos”, finaliza sobre la ayuda para gestionar los conflictos o aprender a situar normas de convivencia.