TEATRO

'Todo lo que veo me sobrevivirá': un pozo, un parque de bolas, Bugs Bunny y un montón de epifanías

Raquel Alarcón dirige la última obra del ‘Tríptico de la vida’ con el que la Sala Cuarta Pared celebra su 40 aniversario, escrita por Pablo Remón, Lucía Carballal o Esther García Llovet

Una de las piezas breves que componen 'Todo lo que veo me sobrevivirá'.

Una de las piezas breves que componen 'Todo lo que veo me sobrevivirá'. / Javier Sánchez-Guerrero

Madrid

Una niña subirá al escenario, vestida de Bugs Bunny, y se quedará muda, incapaz de decirle a nadie de qué va disfrazada. Una cría verá a su padre discutir con su jefa sobre monedas de I Ching y escaleras mecánicas y, sorprendentemente, se dará cuenta de que él también necesita que lo cuiden. Un chaval querrá salir de su pueblo para estudiar interpretación, dejando atrás la música de verbena y a sus dos hermanos: uno, más bruto que un arado y otro, muerto al caer en un pozo. Una treintañera que trabaja en un parque de bolas se preguntará por la maternidad, la suya, mientras los padres de los niños a los que cuida se ponen ciegos de gin tonics. Una mujer recién jubilada emprenderá un viaje en BlaBlaCar que la llevará a su infancia. Y un autor aceptará el encargo de escribir una obra teatral de quince minutos, situada en un no lugar, con un personaje que ha de vivir una epifanía, igual que todos esos personajes que le preceden, escritos por otros autores y autoras que, como él, imaginarán una historia en la que su protagonista, de pronto, vivirá algo inesperado, se detendrá un momento, observará su vida y tomará una decisión casi sin darse cuenta.

Todos ellos son personajes de Todo lo que veo me sobrevivirá, montaje que cierra el Tríptico de la vida con el que la Sala Cuarta Pared de Madrid está celebrando sus 40 años de existencia y al que precedieron las obras Todas las casas, dirigida por Aldara Molero, y Murmullo, por Aitana Sar. Dirigida por Raquel Alarcón, que también firma el prólogo y el epílogo, Todo lo que veo me sobrevivirá se estrena este jueves y está compuesta por cinco piezas breves escritas por Lucía Carballal, Esther García Llovet, Roberto Martín Maiztegui, Pablo Remón y Mélanie Werder Avilés, interpretadas por Esther Isla, Puchi Lagarde, Jorge Mayor, Julio Montañana y las niñas Gilda y Viena Polo Camacho.

En escena, un espacio vacío que se irá llenando de objetos a medida que avance la obra: un microondas, una mochila llena de dinero, banquetas, sillas de camping, latas de cerveza, un suelo de colores, una jaula de pájaros y cuatro flightcases, esas cajas negras que usan los técnicos, de las que irá saliendo todo. “En la primera conversación que tuvimos con Javier García Yagüe, director de la Cuarta Pared, nos explicó a las tres directoras que estaba trabajando sobre la idea de hacer un tríptico a partir de un mismo tema, la vida, y nos propuso que cada una explorara e investigara sobre ello. Mi primera intuición fue generar una historia de historias, como si cada una de ellas fuera una variación de la misma idea, como si fueran todas las vidas posibles que podrías haber vivido si no hubieras tomado las decisiones que tomaste”, explica Raquel Alarcón a EL PERIÓDICO DE ESPAÑA.

Las pautas que la directora dio a los cinco autores y autoras a las que encargó un texto fue que cada historia debía estar protagonizada por un personaje de una edad distinta y “todos debían vivir una situación cotidiana en la que sucediera algo inesperado, porque a mí me interesaba captar ese momento en el que la vida te sorprende y eso te hace parar, ser consciente de algo que no querías mirar y cómo eso luego te modifica”.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'. / Javier Sánchez Guerrero

En su caso, esa epifanía vendrá de la mano de un conejo de dibujos animados, ese disfraz de Bugs Bunny con el que se quedó muda delante del micro cuando era una cría y con el que, hoy sí, toma la palabra. Porque Alarcón, que ha sido ayudante de dirección de Alfredo Sanzol, Pablo Remón o Lucía Carballal y que ha dirigido obras como Daniela Astor y la caja negra, 400 días sin luz o Sueños y visiones de Rodrigo Rato, nunca se había atrevido a firmar un texto teatral: “Me costó muchísimo escribir el prólogo y el epílogo de la obra y quise recoger ahí mi propio proceso dentro de este montaje, generar un vínculo muy directo con quien recibe la obra para que pudiera entender el viaje que yo estaba haciendo. Y apareció de forma recurrente esa anécdota real de infancia, que tenía mucho que ver con el gesto de dar un paso adelante y escribir, de tomar la palabra, que te pongan delante un micrófono y te atrevas a hablar. Yo me siento así, ocupando un lugar que no he ocupado nunca, y eso también me sirvió para generar una línea de dramaturgia que se refleja en las apariciones, a lo largo de la obra, de alguien que lleva puestas unas orejas de conejo y que siembra esa idea de que está intentando tomar la palabra hasta que, al final, dice sí, ya está, lo hice”.

“Yo acabo de cumplir 50 y estoy en un momento vital en el que, de repente, empiezo a mirar atrás como no lo había hecho nunca antes y, claro, te vas a la infancia para entender muchas cosas o para explicarte de alguna manera de dónde vienes”, añade Alarcón, y a ese mismo lugar se traslada también Mélanie Werder Avilés, que abre el montaje con un relato llamado Cara de mayor en el que una niña de nueve años “descubre que sus padres, de clase trabajadora, no mandan en todos los sitios”. Werder explica que le interesaba escribir sobre eso que pasa justamente después de un descubrimiento de tal calibre: “Cómo es luego tu relación con tus padres y, sobre todo, en qué momento empezamos nosotros a cuidar de ellos. Yo, que ahora tengo 30 años, noto ya que las tornas han cambiado, pero me pregunto cuándo empezó ese momento”.

La autora situará su historia en un supermercado, con esa niña que asiste aburrida a una discusión entre el padre y su jefa a propósito de un fallo en las escaleras mecánicas, salpicada de esa verborrea absurda y banal de las vibras y la exigencia de que todo fluya, “ese bombardeo total de la gente pija que nos da lecciones de vida todo el rato”, dice Werder.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'. / Javier Sánchez Guerrero

Un pozo, un parque de bolas, un coche y una higuera

Veinte años tiene el protagonista de Sierra de yeguas, 23 de agosto, de Roberto Martín Maiztegui, veinte años lleva en el mismo pueblo, soportando a su hermano mayor y al fantasma de ese otro que, siendo un crío, murió tras caer en un pozo. Martín Maiztegui, guionista de series como La ruta o Nos vemos en otra vida, coautor junto a Pablo Remón de Sueños y visiones de Rodrigo Rato y a punto de debutar como director en el CDN con su obra Los brutos, sitúa su historia en un polígono, en torno a la conversación entre esos dos hermanos y un pozo que no vemos pero sabemos que sigue abierto, tragándose el futuro, por el que nos vamos a caer todos, el panadero, el hijo del panadero, los Molina, todas las viejas del pueblo, las viudas, que viven solas y por eso hablan todo el rato, de todo el mundo, y no va a quedar ni una, ni una vieja va a quedar, le dice Francisco a su hermano pequeño mientras le anima a coger una mochila negra de Adidas y marcharse del pueblo. “Recuerdo que a lo primero que llegué cuando estaba escribiendo fue a esto del pozo y esa señora que aparecía y decía ‘yo soy José Manuel, el hermano que se os murió’. Eso lo recuerdo como, ah, vale, es por aquí, no sé lo que es, pero está muy bien. Para un autor, estas piezas cortas funcionan como una especie de tanteo donde probar cosas que no has hecho antes y a mí me pasaba que estaba ya trabajando en el texto de Los brutos, que es una obra con mucha narración y un tono muy distinto, y esto era como una escena de Sam Shepard, con un tono más áspero, más duro y con una risa de no saber muy bien por qué te ríes”, explica Martín Maiztegui.

“A mí me tocó escribir sobre un personaje en la treintena, —dice Lucía Carballal, autora y directora de obras como Los pálidos o La fortaleza— y situé el relato en torno a la decisión sobre la maternidad de un personaje femenino con esa edad”. Esa pregunta, que también late de manera importante en su última obra, Los nuestros, estrenada en el Centro Dramático Nacional, aquí se lanza vinculada a las condiciones económicas y materiales que la hacen posible o inviable. Su pieza se titula Multiaventura y habla de “hasta qué punto podemos seguir hablando de la decisión sobre la maternidad así, con mayúsculas, como un gran dilema vital, cuando las condiciones vitales y económicas de alguien son tan difíciles que la propia pregunta sobre la maternidad ya viene resuelta o respondida desde esa perspectiva. Por eso me interesó escribir sobre un personaje que tiene un trabajo precario, en un parque de bolas, en el que está permanentemente en contacto con niños, ejerciendo esa labor de cuidado que los padres no pueden o no quieren ejercer durante unas horas al día, y me apetecía poner en cuestión la vigencia de la palabra deseo en ese contexto”.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'.

'Todo lo que veo me sobrevivirá'. / Javier Sánchez-Guerrero

Además de Raquel Alarcón, también se estrena en la escritura dramática la novelista Esther García Llovet, autora de Spanish beauty, Sánchez o Gordo de feria: “Me parece tan raro que no he querido ir a los ensayos porque me quiero llevar la sorpresa. Y tengo mucha curiosidad porque no es lo mismo que alguien venga con tu libro y te diga que le ha gustado o no, a que veas un texto tuyo encarnado ahí, fuera de tu cabeza, yo creo que va a ser algo súper loco”. En su pieza, titulada Maserati, García Llovet construye una historia protagonizada por una mujer que se acaba de jubilar y comparte un viaje en BlaBlaCar con un joven de 30 años, al que dobla en edad. “La historia habla de comenzar de nuevo y no saber muy bien a lo que vas, porque parece que a partir de cierta edad tienes que saberlo todo, pero puede estar todo tan descosido como al principio y está bien”, explica la autora. Carmen, su protagonista, ha trabajado toda su vida en la barra de muchos bares, es “una mujer de quien todo el mundo se olvida, a quien nadie mira y de la que se olvidaron cuando era pequeña” y que decide volver al origen, a su pueblo, en un viaje en coche en el que le contará a ese joven que conduce que lo que más le gusta en el mundo son “esos perdigones de luces azules que tiran para arriba en la Puerta del Sol”. Todavía no sé cómo llegan tan arriba, zas, tan alto, zas, tan arriba, mira, mira, mira, se quedan ahí brillando, dice Carmen, y se ven desde todas partes, desde todas las calles, desde la ciudad entera, ahí girando. Como los planetas. Levantando el cielo. Azules.

Todo lo que veo me sobrevivirá se cierra con El encargo, de Pablo Remón, una historia que funciona casi como el furgón de cola que recoge todas las que han sucedido antes en escena y que habla, precisamente, del encargo que recibe un autor para que escriba una obra corta, de unos quince minutos, con un personaje de unos 45 años al que le sucede una epifanía: “Lo que yo me planteé era que esa epifanía que le sucede al personaje fuera escribir o, más bien, encontrar el propio texto que tiene que escribir. Es decir, hay una reflexión metateatral ahí sobre el proceso de búsqueda de un texto y cómo eso se relaciona con una epifanía”, explica Remón.

Su personaje intentará escribir esa obra durante un verano, en un pueblo de la Alpujarra granadina, y se sentará en la mesa con el hule de cuadros azules y blancos donde se sienta siempre que tiene que escribir y pensará que si mete un animal en la historia, zas, la epifanía aparece sola, pero tampoco vamos a ser tan facilones, así que quizá podría hablar de los maquis que se escondían en esas cuevas de la sierra que ve a lo lejos cuando sale a correr o de aquel año en que su tío, ciego de coñac, reventó la cena de Nochebuena. Y ese autor, que en el fondo se pregunta todo el tiempo por su propio oficio, descubrirá que eso que busca tiene el olor dulzón de aquellos higos que su padre recogía cuando él era un chaval, una imagen que se nutre, en parte, de la biografía de Remón: “Yo tengo una foto de mi padre cogiendo unos higos de una higuera, creo que en Grecia, y la cosa es que a él los higos le traían de vuelta al pueblo de Aragón donde nació y pasó los primeros años de su vida. Cuando estaba en algún sitio y de repente percibía ese olor, yo notaba cómo él brillaba con ese recuerdo que le traía algo de su infancia. A él le fascinaba ese sabor tan dulce de los higos, como si fueran una golosina, y mi padre se ha ido vinculando mucho con eso en mi cabeza, con ese recuerdo de la higuera, los higos, el olor…. y con algo que luego no estaba tan presente en su vida, la dulzura”.

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