DEPORTE EXTREMO
Correr 185 kilómetros en la nieve a 30 grados bajo cero: "Los organizadores van comprobando si se te ha ido la olla"
La vitoriana Begoña Alday ha completado una de las carreras más extremas del mundo... para preparar un 'ironman' en la Antártida: "Si el frío pasa a la sangre puedes tener congelaciones"

Begoña Alday. / Cedida
Hay una vitoriana que no se contenta con el frío que hace en su ciudad durante el invierno y busca cualquier otro rincón del mundo para hacer deporte en condiciones extremas. Begoña Alday, de 28 años, es una aventurera “de esas que se apunta a un bombardeo”. No le asustan temperaturas en torno a los 30 grados bajo cero a la hora de plantearse un reto. Ya ha participado en eventos que echarían para atrás a la mayoría de los mortales. El último fue inscribirse en la Classic 6633 Artic Ultra, una prueba que concluyó para ella el pasado 2 de marzo.
Se trataba de correr “de forma totalmente autónoma” una distancia de 185 kilómetros en cuatro días como máximo por las heladas tierras canadienses. Eso es solo parte del entrenamiento que lleva a cabo para tomar parte en un 'ironman' que se va a disputar en enero del año próximo en la Antártida. Dice que, si consigue superar ese reto, a los mejor se compra una casita en el bosque y se dedica a ser madre, “solo que cuando se lo comento a mis amigos ninguno me cree”.
Pese a su juventud, a Begoña Alday ya le ha dado tiempo a hacer muchas cosas. Con 18 años ingresó en la Academia General Militar donde alcanzó el grado de alférez. Estuvo solo cuatro años porque llegar a teniente exigía una mayor permanencia, así que pidió la baja voluntaria. “Quería hacer otras cosas”, indica.
Del Ejército a la ingeniería
En el Ejército consiguió alcanzar todos los objetivos que se había marcado: formarse, hacer cosas relacionadas con el deporte “que me flipaban” y que le pagaran la carrera “para no ir a una universidad privada y que mis 'aitas' (padres) estuvieran preguntándome por las notas“. Aprobó primero el grado de ingeniera de organización industrial. Como le convalidaban muchas asignaturas logró terminar en un solo año ingeniería náutica y más tarde cursó un máster en Portugalete (Vizcaya).
La vitoriana ha sacado tiempo hasta para realizar actividades con fines benéficos. Hace unos años tuvo la oportunidad de ir a Pakistán para ayudar a realizar un documental sobre alpinismo femenino que le habían encargado a Sebastián Álvaro. Sobre el terreno conoció a chicas que necesitaban el permiso de sus padres o de sus maridos para hacer cualquier cosa “y llegué a la conclusión de que, mejor que enseñarlas a escalar, era convencerlas para que fueran a la universidad porque eso significa que podrían salir de su pueblo y ver otra realidad”. Entre lo que aportó ella, y lo que recaudó después de hacer un 'crowdfunding' con un proyecto llamado '3.000 millas', obtuvo alrededor de más 15.000 euros.
Una idea que surgió en un velero
La idea de hacer un 'ironman' por la Antártida surgió mientras navegaba por la zona el año pasado como capitana de un velero. “Como me encantan los retos extremos y meterme en todos los líos…”, afirma. Al proyecto que le vino repentinamente a la cabeza lo bautizó como Ironhuman. Se dio un año para prepararlo, “o sea, que ahora ya solo me quedan nueve meses”. Su entrenamiento está dividido ahora en dos bloques: uno, “que sería el típico de estas pruebas que haría cualquier persona”, que es correr, andar en bici y nadar. El otro es hacerlo en condiciones extremas de frío.

Begoña Alday durante su travesía. / Cedidas
Indagó en Google dónde entrenar en latitudes por encima de los 60 grados de latitud “que presenten las mismas condiciones que la Antártida o parecidas”. Su primer destino fue Islandia. Allí permaneció el pasado mes de enero durante veinte días para hacer un 'half ironman' (un kilómetro nadando, 91 en bicicleta y 21 corriendo) en solitario. Su siguiente parada fue la provincia de Yukón, situada en el noroeste de Canadá. Solo la inscripción le costó 3.000 euros, a lo que luego habría que añadir todos los gastos de desplazamiento y manutención. Y todo para encontrarse en un lugar “con unas condiciones horribles”.
Antes de empezar la carrera estuvo dos días en Vancouver. Los organizadores sometieron a todos los participantes a simulaciones de frío extremo para que fueran conscientes de lo que se les venía encima. Además, comprobaron que llevaban en sus trineos toda la logística adecuada; y lo que es más importante, si sabían cómo utilizarla. Total, que el 27 febrero Alday se presentó en la línea de salida. En el grupo de unos treinta corredores ella era la única mujer. También era la más joven, porque el siguiente en orden de edad tenía 38 años.
La logística de la aventura
Si algo le iba a resultar imprescindible en los cuatro días siguientes era su 'track' con GPS que siempre llevaba encima “por si la cosa se ponía muy fea”. De esta forma la organización podía localizar al instante a cada participante caso de ser necesario. Lo que ocurre es que “si pulsas el botón de auxilio vienen a rescatarte y eso significa que quedas eliminada de la carrera”.
Muy pronto comenzó a notar en su cuerpo los efectos del intenso frío que hacía en la zona, “si bien lo peor es el viento y la sensación de humedad que provoca”. Como era plenamente consciente de lo que le esperaba, iba bien abrigada. Llevaba en su primera capa de vestimenta una camiseta de lana “lo más respirable posible”, y por encima varias más de ropa de abrigo. Como última prenda se enfundaba un anorak de plumas, el mismo tejido que su pantalón.
Para correr en el hielo usó unas zapatillas con clavo “que son como unas botas más ergonómicas que las que se usan en montañismo” y unas manoplas “parecidas a las que se llevan a las expediciones del Everest”. Por último, se colocaba en el rostro una máscara para filtrar el aire polar que le llegaba. “La sensación térmica era de unos 45 grados bajo cero, y si el frío pasa a la sangre puedes tener congelaciones por muy abrigada que vayas”.
El riesgo de las alucinaciones
Aunque Alday quería acabar los 185 kilómetros en cuatro días, al final lo consiguió hacer en tres en jornadas de 62, 50 y 73 kilómetros, respectivamente. Fue tal la dureza de la competición que solo llegaron a meta tres corredores. “A la mayoría les echaba la organización por seguridad”, explica. Algunos sufrían alucinaciones del tipo de andar en sentido contrario, “y otros caminaban en círculos porque pensaban que estaban bailando”. La vitoriana confiesa que a veces también estuvo “algo despistada”, eso sí, sin llegar a perder nunca la cabeza.
Durante el trayecto había intercalados tres 'check point' donde la organización comprobaba el estado de manos y pies de los corredores, “o si se te había ido la olla”. Si durante el día la cosa era muy dura, de noche empeoraba. Eran oscuras, sin luna, “aunque sí vimos alguna aurora boreal”. Además, dormir en esas condiciones resulta imposible: “Una cosa es que te metas en un saco buenísimo que te da calorcito, y otra que consigas pegar ojo”. Ella lo intentó en varias ocasiones pero siempre se quedó en una especie de duermevela. “Tienes que seguir intentándolo porque dormir diez o veinte minutos seguidos te da la vida”.

Begoña Alday, en varios momentos de la carrera. / Cedidas
Cuando regresaba la luz solar el panorama era siempre el mismo. Nieve, montañas y algún “bosquecillo”. No pasó por ningún poblado ni se tropezó con otra persona. Lo más parecido a la civilización que vio durante 72 horas fue cuando atravesó la 'ice road', la carretera que utilizan a modo de carretera los inuits en invierno con sus trineos que, en realidad, es el cauce de un río que está helado. Ella nunca dejó de perder de vista al suyo.
Un hornillo y agua hirviendo
Begoña tenía en su trineo un hornillo que le servía para hervir comida deshidratada. Para beber la organización les facilitaba en cada 'check point' agua hirviendo que guardaba en termos y que luego no llegaba a congelarse. Cuando bajaba la temperatura del agua la almacenaba en unos 'flashes' que llevaba pegados al cuerpo para que no perdieran todo el calor y le metía sales y polvos de puré de patatas con lo que conseguía comer algo “que sabía a mierda”.
La soledad no le agobiaba. Tampoco tenía miedo a ser atacada por algún animal, ni siquiera por los alces que suelen ser bastante peligrosos. “La verdad es que solo vi algún que otro zorro ártico”, asegura. Y es que durante el invierno los osos polares están hibernando “mientras que los marrones están muy tranquilos en una especie de duermevela y es rarísimo verlos”. En cambio, sí pudo oír a lo lejos los aullidos de los lobos que no le alteraron lo más mínimo. “Es que no tuve la sensación de que quisieran atacarme porque no te hacen nada salvo que tengan muchísima hambre”, añade.
Para matar el rato no podía hacer uso de su móvil para escuchar música o para hacer cualquier otra cosa. “Si lo tienes con la batería cargada al cien por cien y quieres sacar una foto a una aurora boreal se te vacía en menos de cinco minutos por el frío”. Así que todo el tiempo estaba dándole vueltas a la cabeza para seguir adelante: “Haces cálculos mentales de supervivencia, casi de una forma obsesiva, para saber cuándo tienes que descansar o cuántos kilómetros te quedan”.
Su siguiente reto
Los peligros eran “constantes” en un ambiente “hostil”. Por ejemplo, sabía que si de repente el viento le lleva uno de sus guantes, es más que probable que se pudiera perder la mano, “salvo que aprietes el botón de ayuda y vengan a ayudarte pronto, lo que automáticamente también significaría tu descalificación”.
Ya de vuelta a casa está empeñada en buscar financiación para su 'ironman' en la Antártida, una prueba que hasta la fecha solo ha conseguido concluir un hombre, el danés Anders Hofman. “Es que es muy dura y resulta carísima”, se queja. Por si la encuentra, de momento continúa con su preparación. Este lunes viaja a Finlandia para hacer buceo en apnea bajo el hielo y en mayo tiene previsto desplazarse a Groenlandia. Si todo va bien y recibe apoyo institucional “o de alguna empresa energética muy grande” en verano tiene pensado ir a la Patagonia.
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