DEPORTE E HISTORIA

Cuando el Che Guevara jugaba a rugby y le llamaban 'El Pelao' y 'Fuser'

Siendo un adolescente, el balón ovalado se cruzó en la vida de Ernesto Guevara y, a pesar de sus problemas médicos, le acompañó durante gran parte de su vida

“Al rugby y al fútbol aquí nadie juega. Salvo alguna que otra partidita de ajedrez o ir a pescar, no tengo evasiones”, dijo por carta a su madre poco después de triunfar en 1959 la revolución cubana

El Che, primero por la derecha, junto a sus compañeros del Atalaya

El Che, primero por la derecha, junto a sus compañeros del Atalaya

La vida de Ernesto Guevara (1928-1967) está repleta de historias o imágenes icónicas que provocan repudio a sus odiadores o admiración a sus seguidores. Todo es blanco o negro. Es como si los matices grises nunca hubieran existido en sus 39 años de existencia. De lo que no cabe ninguna duda es de su pasión por el rugby. Poco después de triunfar en 1959 la revolución cubana con la llegada al poder de Fidel Castro y su “ejército de barbudos”, le contó en una carta a su madre Celia de la Serna lo mucho que echaba de menos algunas cosas durante estancia la isla. “Al rugby y al fútbol aquí nadie juega y el béisbol no me gusta. Salvo alguna que otra partidita de ajedrez o ir a pescar, no tengo evasiones”, se quejaba.  

Son innumerables las anécdotas que hay en torno a su vida, unas más verosímiles que otras. Hace bien poco apareció otra habladuría sobre él bastante curiosa. Por su puesto, sin confirmar. Un medio israelí publicó que el Che era de origen judío por parte de madre. El caso es que la señora de la Serna, al parecer, vivió durante su infancia en el barrio judío bonaerense del Once y, cuando se mudó, borró de todos sus documentos el apellido Sharon. De ser cierto, el Che sería, de facto, familiar del ex presidente israelí Ariel Sharon, un político con una ideología política frontalmente opuesta a la suya.

Rosario Central

El pequeño Ernesto nació en Rosario porque sus padres estaban allí de forma casual. En realidad, la familia vivía en Buenos Aires. Ese vínculo con la ciudad situada en la provincia de Santa Fe, le hizo convertirse en un ferviente seguidor del Rosario Central. Al menos, era lo que decía siempre en público. Cuando apenas había aprendido a hablar, a los dos años le detectaron un asma. Eso le marcó para siempre como deportista. La enfermedad provocó que la familia Guevara-De la Serna tuviera que trasladarse a un lugar con menos humedad. El destino elegido fue Alta Gracia, en la provincia de Córdoba. Sus padres alquilaron una casona amplia de estilo inglés que, tras su muerte, fue declarada bien patrimonial por la Municipalidad de Alta Gracia y, en 2002, se convirtió en el Museo Casa del Che Guevara.

El asma, unido su tendencia a contraer la gripe, le permitió cursar sus estudios de primaria en casa, pero en su etapa de secundaria acudía a diario a la capital, Córdoba. Allí trató de paliar los efectos de su enfermedad con la práctica de varias deportes como el tenis junto a su hermano Roberto, la natación a la que también era su madre aficionada, el golf y, cómo no, el fútbol. Duró poco de futbolista. Los esfuerzos físicos le pasaban factura y solo le quedaba jugar de portero. En la capital sus gustos futbolísticos cambiaron y de la noche a la mañana pasó a ser hincha de Sportivo Alta Gracia, un club con muchos menos seguidores de la misma provincia como Talleres o Belgrano.

'El Pelao' y 'Fuser'

Fue a los 14 años cuando el rugby se cruzó en su vida. Por aquel entonces era bastante delgado y de estatura media. Daba igual, a Guevara aquello le encandiló en un abrir y cerrar los ojos. De hecho, a los pocos días empezó a entrenar en Estudiantes de Córdoba, un equipo que luce una camiseta arlequinada de cuadros blancos y negros. Un buen día se presentó a los entrenamientos con el pelo muy corto, así que sus compañeros no tuvieron que estrujarse mucho la sesera para que empezara a conocerse dentro del grupo como El Pelao. Le pusieron a jugar de delantero, un duro oficio para alguien de cuerpo liviano, hasta que las lesiones y el asma le desplazó al puesto de ala donde los contactos son menos frecuentes. El inhalador ya era parte de su protocolo de cosas que debía llevar al campo.

De El Pelao, semanas más tarde empezó a darse a conocer con el mote de Fuser. Era la forma apocopada de las palabras furibundo, por su manera de jugar, con de la Serna, por el apellido materno. Cinco años duró con el equipo cordobés, que más que un club era un grupo de amigos que se habían desvinculado de otro histórico club llamado El Tala, y donde le entrenaba su amigo Ernesto Granados. Allí quiso forjarse como medio melé pero el míster ya tenía asignado el puesto a otra persona y le desplazó a la posición de ala.

En 1947 la familia hizo de nuevo las maletas y se trasladó a Buenos Aires para para que Fuser pudiera estudiar medicina. Eso sí, sin abandonar el rugby. Se enroló en el San Isidro Club (SIC). No fue una casualidad. Su tío Martín Martínez Castro era el presidente y, además, había sido uno de sus fundadores en 1935 junto a sus otros tíos, los hermanos María Luisa y Roberto Guevara Lunch. El padre de Ernesto siempre estuvo preocupado por la salud del chaval durante su etapa como deportista. No lo podía remediar. En su libro “Mi hijo, El Che”, Ernesto Guevara le describe como un deportista polifacético pese a sus afecciones, al tiempo que detalla cuáles fueron sus preferencias. “Le encantaba el rugby, era su deporte favorito”.

Aun así, Guevara padre hizo todo lo posible para que el SIC le rechazara. No podía soportar verle agotado después de cada partido, respirando con dificultad y siempre con el inhalador en la mano. Era demasiado sufrimiento. “Los médicos me habían dicho que ese deporte para Ernesto era simplemente suicida porque su corazón no podía aguantarlo. Una vez se lo dije y me contestó: 'Viejo me gusta el rugby y aunque reviente, voy a seguir practicándolo'”. Es como si su mente se hubiera adelantado unos años a su etapa revolucionaria donde fue conocido por sus arengas antes de la batalla. “La única lucha que se pierde es la que se abandona”, solía repetir. Y, por supuesto, no abandonó el rugby.

La traición de su tío

Tuvo que ser su propio tío Martin quien le sacara del equipo, algo que el Che siempre consideró una especie de traición porque lo hicieron a sus espaldas. De repente, se vio obligado a dejar atrás un club donde le recolocaron como centro, aunque alguna vez también lo hizo de ala, y donde siempre será recordado por sus placajes o por ser el único jugador que llevaba orejeras protectoras sin ser delantero. Hoy en día es más frecuente verlo en jugadores tan ilustres como el galés Leigh Halfpenny o el sudafricano Cheslin Kolbe.

Su espíritu combativo le llevó a llamar a las puertas de un nuevo club: el Ypora. Era el año 1948 y a Ernesto Guevara aquello de jugar una Liga Católica no le debió de convencer mucho, así que cambió de aires junto a su hermano Roberto para enrolarse en el Atalaya, pero no de los colores de su camiseta, porque ambos vestían a cuadros marrones y amarillas. Una de las personas que más siguió las evoluciones del Che en el mundo del rugby con sus frecuentes ataques de asma fue el periodista Diego Bonadeo. “Cada quince o veinte minutos tenía que salir hacia fuera de la cancha, por ejemplo donde estaba el juez de línea, y allí estaba yo con el inhalador, se lo daba, pegaba unas aspiraditas y podía seguir jugando”, comentó en el diario Sur. A las tareas de ayudante de enfermero también colaboraba su hermano dentro del terreno de juego. Entre ambos tenían que suministrarle el Asmopul que conseguía calmarle un poco su respiración dificultosa. Y es que el autor de la famosa frase de “Hasta la victoria siempre” que le dijo a Fidel Castro cuando abandonó Cuba, las pasaba canutas durante los 80 minutos del partido.

"No era ninguna maravilla"

En el Atalaya, un club de rugby que desapareció en 1968 y que en la actualidad subsiste como una entidad dedicada al polo, el Che también chupó banquillo. El entrenador solo contaba con él para sustituir a los lesionados. Se convirtió en un jugador del montón y a lo mejor aquello le frustró. De todos modos, nunca arrojó la toalla. Sus compañeros decían que “no era ninguna maravilla, pero jugaba bien”. La patada que le dieron en el trasero para que saliera del SIC nunca llegó a olvidarla. Una de las personas encargadas de recopilar datos biográficos de Fuser comenta que cuando se enfrentó con el Atalaya a su ex equipo y consiguieron vencer 6-3, casi llega a las manos con Mario Dolán, la persona que mirándole a los ojos le echó del club.

Entre los años 1949 y 1950, según cuenta William Gávez en su libro “Che deportista”, el aspirante a médico jugó dos campeonatos de seven con su equipo e incluso se impuso en el último. En esa etapa de su adolescente fue cuando conoció a María del Carmen “Chichina” Ferreyra, la hija de una de las personas más acaudaladas de la provincia de Córdoba. Le pidió matrimonio en dos ocasiones y, según las malas lenguas, en ambas fue rechazado porque los padres de la joven no le aceptaban. Después del segundo “no”, el despechado Che le remitió una carta en la que le anunciaba su adiós: “Sé lo que te quiero y cuánto te quiero, pero no puedo sacrificar mi libertad interior por vos; es sacrificarme a mí, yo soy lo más importante que hay en el mundo”. Sin embargo, ninguna de las dos mujeres que le dieron el “sí quiero” tenían nada que ver con su amor de juventud. La peruana Hilda Gadea le introdujo en los movimientos políticos de izquierda, mientras que la cubana Aleida March era hija de unos campesinos bastante pobres con ideas revolucionarias.

La afición por el rugby comenzó a diluirse cuando le dio por viajar. En su mente ya deambulaba la idea de pasearse junto a su amigo y antiguo entrenador Alberto Granados por buena parte del continente a lomos de “La Poderosa”, la mítica motocicleta Norton 500 del año 1939. Pero aún le faltaban algunas cosas por hacer, incluida la de obtener su licenciatura en medicina, algo que no llegó hasta 1953, y una profesión que nunca llegó a ejercer salvo para tratar a sus compañeros heridos en combate durante sus aventuras revolucionarias. Dos años antes había sacado a la calle la revista Tackle. Salía los sábados y el Che Guevara comentaba en sus páginas los partidos de Primera y Segunda División de la liga de Buenos Aires. Él mismo se encargaba de imprimir la revista en su casa y, junto a un grupo de amigos, también de repartirla.

Comentarista

Su afición por el periodismo tuvo su continuidad durante su etapa revolucionaria en plena Sierra Maestra en un medio llamado “El Cubano Libre” donde firmaba como “El Francotirador”, e incluso antes, cuando cubrió para Agencia Latina los IV Juegos Panamericanos. Como comentarista de partidos de rugby duró menos de cuatro meses: de 5 de mayo al 25 de julio de 1951, el tiempo suficiente para sacar a la calle once números. Firmaba con el pseudónimo de Chang-Cho. ¿Por qué? El nombre tiene relación con otro de los motes con que el Che era conocido en el Atalaya: El Chancho, debido a la forma que tenía de esquivar duchas y el jabón. Las cuentas no le salían porque la publicidad no entraba, así que decidió echar el cierre a la publicación y, de paso, a su actividad dentro del rugby.

A su hermano Roberto le fue mejor en el plano deportivo. No sólo como integrante de la primera plantilla del San Isidro Club donde jugaba de zaguero, sino porque también fue seleccionado en más de una ocasión en la selección provincial de Buenos Aires. Tras su regreso de su primer viaje motero por buena parte del continente decidió colgar las botas. Uno de sus amigos relata que durante el verano de 1952 el Che se reunió con gente del rugby y del colegio en la ciudad costera de Miramar. Allí, después de degustar un buen asado y de algún que otro trago de cerveza, comenzaron a hablar de sus cosas hasta bien entrada la noche. No sin antes entonar todos juntos “Zamba de mi esperanza”, una canción que fue prohibida años más tarde durante la dictadura argentina y que Jorge Cafrune se encargó de inmortalizarla.