CRÍTICA

Claus Guth e Ivor Bolton firman en el Teatro Real un brillante 'Mitridate', la ópera que Mozart escribió con catorce años

Con los peros de ser una obra creada por un autor todavía adolescente, la versión que se ha podido ver en Madrid cuenta con una propuesta escénica que funciona muy bien y unas interpretaciones solventes por parte de orquesta y voces

Un momento de 'Mitridate, re di ponto', ópera de Mozart que se representa estos días en el Teatro Real.

Un momento de 'Mitridate, re di ponto', ópera de Mozart que se representa estos días en el Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

Madrid

Las comparaciones son odiosas, sobre todo, para el que las pierde. Con catorce añitos, Mozart recorría Italia arrastrado por su padre, que seguía empeñado en exhibir a su criatura en todas y cada una de las cortes europeas. Al pasar por Milán, al joven Wolfgang le ofrecieron la oportunidad de escribir una ópera sobre la historia de Mitrídates VI, un bárbaro que había guerreado contra los romanos y que, cazado por Pompeyo, había tenido que darse matarile. El personaje se había popularizado por una obra de Jean Rancine, que, traducida al italiano, había despertado el interés de los poetas.

La historia, tal como la narra Cigna-Santi en el libreto, no pasa la más mínima revisión histórica, pero si quieren rigor no vengan al teatro. Mitridate, rey del Ponto, ha ido a guerrear contra los romanos, y como es más malo que un dolor, ha fingido su muerte para ver cómo sus hijos se pelean por la vacante. Farnace, el más osado, trata de camelarse a Aspasia, la reina viuda, para solventar la transición con un bonito casamiento. El problema es que la madrastra bebe los vientos por el otro hermano, Sifare. Montado el cirio, aparece el temible padre, deseoso de descubrir traiciones. Para sobrevivir, los hermanos pactan silencio, pero el acuerdo dura un tris: Mitridate viene del brazo de una tal Ismene, prometida de Farnace, quien al descubrir que su pretendiente la ha cambiado por otra decide destapar las negociaciones secretas que el susodicho estaba manteniendo con los romanos. Viéndole los dientes al lobo, el chico decide tirar de la manta y descubrir que la madrastra y su hermanito se gustan, porque en esta época se ve que conspirar para vender tu país al enemigo y los líos de bragueta empatan en el marcador.

Así las cosas, Mitridate, el pirómano, se lamenta del incendio: tiende una trampa a su esposa para que confiese el edípico pastel y, acto seguido, entona un aria larguísima sobre lo cruel que será su venganza. El primogénito, reo de muerte, reflexiona en las mazmorras sobre las dificultades de ser una rata traidora; acorralados, los amantes tontean con el pacto suicida (que eso afianza cualquier relación) que se va al traste cuando Pompeyo ataca la ciudad. En el lance, nuestro protagonista se hiere mortalmente y eso le endulza el carácter: lo siento mucho, me he equivocado, no volverá a pasar. El resto del elenco finge amnesia y se conjura para arrasar Roma entonando un quinteto antimperialista ("Siempre guerra y nunca paz tendrá de nosotros el genio altivo que pretende al mundo entero privar de su libertad"). Después, cae el telón.

El tenor Juan Francisco Gatell, en el papel de Mitridate.

El tenor Juan Francisco Gatell, en el papel de Mitridate. / Javier del Real | Teatro Real

Como verán, el libreto tiene todos los convencionalismos de la ópera seria: personajes históricos (o mitológicos), amores cruzados, ardor guerrero y final (más o menos) feliz. Considerando al protagonista de la ópera, un padre inflexible y temible, los psicoanalistas les dirán que nuestro querido Amadeus estaba sublimando sus tensiones particulares. Como fuere, el estreno en 1770 obtuvo un gran éxito, tanto que se mantuvo veintitantas funciones en cartel. El joven Mozart también logró algunas victorias internas: la más jugosa, vencer el orgullo de la prima donna de la ocasión (una tal Antonia Bernasconi), que se negaba a cantar las arias de aquel muchachito hasta el punto de pedir que se las cambiasen por otras escritas por su compositor de confianza sobre el mismo libreto (esto, no se crean, era relativamente común en la época). Según parece, en algún instante airado, la señora pidió las partituras del mozo barbilampiño y, al leerlas, dio calabazas a su compositor postizo.

La versión que puede verse estos días en el Teatro Real cuenta con dos intérpretes muy conocidos por el respetable. En el foso, Ivor Bolton, autoridad en este periodo histórico, que cierra su etapa como director titular del teatro madrileño. Sobre las tablas, Claus Guth, experimentadísimo director de escena y de quien los aficionados locales recordarán un Parsifal, una Rodelinda, un Lucio Silla, un Don Giovanni, unas Bodas y un Orlando. En esta ocasión, Guth regresa con todos los recursos marca de la casa: ámbitos (psicológica y espacialmente) compartimentados, escenarios que giran y materializaciones de los conflictos internos a través de sucesos extraños. No es un reproche, funciona muy bien. La escena nos plantea dos localizaciones principales: un espacioso salón (decorado al estilo moderno, de modo que uno no sabe si está en la casa de un nuevo rico o en el recibidor de un tanatorio) y una sala cóncava creada por una pared clara plagada de agujeros. En la primera, la acción transcurre de un modo verosímil (ya me entienden) mientras que en la segunda los personajes se desdoblan en un sinnúmero de reflejos, sombras y apariciones, y donde son acechados por unos espectros inquietantes (actores vestidos de riguroso negro a los que se les ha velado el rostro envolviéndoselo en tul) que se mueven con una cadencia pesadillesca en una lograda coreografía de Sommer Ulrickson. Amén de otras, hay que celebrar la decisión de concretar el peso de la acción en las tensiones psicológicas de los personajes (caracterizados aquí como aristócratas indolentes y ambiciosos, como sacados de Succession), prescindiendo de las tramas políticas y de las chucherías historicistas.

Uno de los grandes aciertos de esta propuesta es la engrasada simbiosis entre la orquesta y la propuesta escénica, que logra dinamizar los larguísimos parlamentos de los personajes trufándolos con acciones discretas (algún gesto, alguna exclamación) en la medida en que lo permite la partitura. También, el modo en que están tratadas las arias da capo, en las que se recalca el doble juego de los protagonistas distinguiendo muy marcadamente las distintas partes de la estructura (que, como saben, por norma general tiene la forma de a, b, a’). Para aliviar la incómoda extensión de la ópera (con el descanso, el espectador debe invertir tres horas y media), en esta versión se han acortado algunas arias y se han suprimido algunos recitativos, que son sustituidos por cartelas proyectadas sobre el telón al comienzo de cada segmento. Al respeto al libreto tampoco ayuda la sucinta traducción de los sobretítulos, en los que se ha sustituido el verso por la sinopsis. Volviendo a la orquesta, Bolton ofrece una interpretación enérgica, atenta a la plasticidad melódica y cuidadosa en los recitativos que tan bien resuelve el excelente bajo continuo de Simon Veis (violonchelo) y Roderick Shaw (clave). En la orquesta, me llamó la atención la pulcritud de las flautas y de los metales ya desde la apertura, intuición que quedó confirmada con el solo de trompa, llevado al escenario, que ejecuta Jorge Monte de Fez.

Clara Navarro (bailarina), la soprano Sara Blanch (Aspasia) e Iván Delgado (bailarín).

Clara Navarro (bailarina), la soprano Sara Blanch (Aspasia) e Iván Delgado (bailarín). / Javier del Real | Teatro Real

En el capítulo de voces, destacan las sopranos. Muy bien Sara Blanch en el papel endiablado de Aspasia, plagado de sobreagudos. También excelente el Sifare de Elsa Dreising (a falta de castratos, lo canta una doña), papel extenuante, y la Ismene de Marina Monzó. Juan Francisco Gatell hace un Mitridate muy correcto y bien resuelto en lo actoral, a veces un poco estrangulado en las sucesiones de agudos. El Farnace de Franco Fagioli me resultó un poco antipático en las bajadas a los graves (el cambio de volumen era notable) y sus 'caras' mientras canta me distrajeron en más de una ocasión. Más que bien el Marzio de Juan Sancho en su única aria e irritante el Arbate (creo que es la idea en esta producción) de Franko Klisović.

A Mitridate se le notan algunas costuras, porque, por muy brillante que fuese Mozart, la adolescencia no hace prisioneros. Comprenderán que no me ponga puntilloso. Le doblo la edad con algo de holgura y no he escrito ni un minueto. El que sabe, hace, y el que no, reseña.