Crítica de 'Blancanieves': Versión tierna y almibarada

Disney continúa revisando en imagen real sus grandes éxitos del cine de animación. Tras Cenicienta, La sirenita o Cruella, ahora le toca el turno a la fantasiosa historia de Blancanieves y los siete enanitos. A la joven asesinada con una manzana envenenada y a la malvada madrastra que pone el veneno en la fruta las encarnan Rachel Zegler, demasiado dulzona, y Gal Gadot, poco siniestra. Los siete enanitos son digitales y destacan el narcoléptico Dormilón y, sobre todo, Mudito, a quien Blancanieves empodera enseñándole a silbar.

El cazador que le perdona la vida a la princesa es de raza negra. En vez de un príncipe, es un apuesto proscrito el que se enamora de Blancanieves y la devuelve a la vida con un beso. La primera mitad del bosque tiene árboles vivientes, la segunda es un edén de cervatillos y luciérnagas. El espejo que utiliza la madrastra para que le diga quien es la más guapa del lugar adquiere la forma de una máscara griega. Los colores de la película son puro pastel y hay unos seis o siete números musicales. Ningún cambio digno de mención, ninguna aportación que ponga de relieve el cuento en pleno siglo XXI. Es más, el filme lima todas las asperezas, apenas hay tensión, lo tenebroso es demasiado breve, la bruja no inquieta y el almíbar flota por todo el metraje.