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Euskadi y el mundo se encuentran en Amets, alta cocina con espíritu de bar en Conde Duque
La 'gastroteka' de Diego Sánchez, un chef que se ha recorrido el mundo trabajando en los fogones de restaurantes, yates y casas privadas, se ha hecho ya un lugar entre vecinos y visitantes del barrio madrileño

El restaurante Amets, en la zona de Conde Duque. / ALBA VIGARAY

Antes de abrir su restaurante Amets en el número 15 de la angosta calle del Limón, en la zona de Conde Duque, Diego Sánchez se hizo una vuelta al mundo laboral. El chef madrileño de origen vasco trabajó en restaurantes de Londres, de Glasgow o de Alba, la pequeña ciudad piamontesa que es la capital mundial de la trufa blanca. Pero también en casas particulares o en yates repartidos por algunos de los rincones más lujosos del planeta: Saint Tropez en la Costa Azul, St. Moritz en los Alpes, St. Barths en el Caribe o rincones de Tailandia como los que aparecen en la nueva temporada de The White Lotus.
"He tenido duchas que eran más grandes que mi casa en Lavapiés, bañeras con siete hidromasajes que no sabía ni utilizar. Una vez fui a comprar unas verduras en un Ferrari", recuerda divertido el cocinero, que se ha pasado alguna que otra temporada laboral viviendo en una villa para él dentro de las inmensas propiedades de sus jefes. Casi ha viajado más en jet privado que en aerolíneas comerciales, y sabe mejor que nadie lo que es la temporada de esquí y la temporada de playa. Es lo que tiene trabajar para millonarios o mil millonarios: alguno de estos también ha tenido como jefe.

Diego Sánchez y su plato de rape en alga nori con pan de gambas. / ALBA VIGARAY
Lo de ser chef privado debe de dar para una novela, pero cuando Sánchez es discreto y no cuenta demasiado. Solo dice que entre los super ricos hay, como en todas partes, buenos y malos jefes. Y que estos, al final del día, se acaban tomando unas cervezas como usted y como yo, pero las compran a 15 euros la lata. El caso es que todo ese periplo le sirvió para varias cosas, más allá de poner en práctica sus conocimientos y habilidades culinarias. Por ejemplo, para contaminarse de unos cuantos sabores y tradiciones de diferentes rincones del mundo que ahora incorpora, sin excesos, a su cocina teóricamente vasca. Y sobre todo, para ser consciente de lo mal que se paga en España el trabajo en hostelería.
"Antes de montar mi propio local estuve buscando trabajo en restaurantes de Madrid. Pero hacer 80 horas a la semana por 1.200 euros, para realizar el sueño de otro, no me compensaba", explica. En Londres, dice, te pagan como ayudante de cocina más que aquí como jefe. Por eso la vuelta definitiva a su ciudad solo se produjo cuando encontró este local que era antes un restaurante mexicano y que estaba en perfecto estado, con la licencia conseguida y por el que no pedían traspaso. No podía decir que no. Se lió la manta a la cabeza, pidió ayuda a su padre y a su tío para que le echasen una mano con el bricolage y terminó por bautizarlo Amets, que significa sueño en euskera.
Madrileño de raíz vasca
Diego se crio en Tres Cantos, pero tanto su familia materna como la paterna son vascas. Después de intentar ser músico de punk, algo que casi nunca da para vivir, trabajó un tiempo en el Corral de la Morería, el tablao con restaurante, cuando este no era todavía el gastronómico que sería después. Allí había mucho espectáculo, mucho flamenco y mucho famoso de visita. El ritmo era intenso. "El chef que hacía de jefe de cocina y de sala era como una especie de rockstar. Me dije: yo quiero ser esto", recuerda. Convenció a su familia para que le ayudasen económicamente y se matriculó en el Basque Culianary Center de Donostia, que acababa de echar a andar. Cuando terminó de estudiar, puso en práctica lo aprendido en algunos restaurantes de aquella ciudad, luego en el Remigio de Tudela y en el Zaranda de Palma de Mallorca. Después dio el salto al Piazza Duomo de Alba (Italia), que consiguieron colocar como 19 del mundo "trabajando muy duro". Y de ahí a Glasgow, a un bar de tapas del chef asturiano triestrellado Nacho Manzano. Desde allí empezó su periplo por hoteles, casas y yates de lujo antes mencionado.

La sala de Amets, con espacio para unos 20 comensales. / ALBA VIGARAY
Con sus paneles de hierro oxidado a lo Chillida mostrando bucólicos dibujos de caseríos y traineras, Amets es un restaurante de cocina vasca... ma non troppo. Él lo ha llamado gastroteka y dice partir de la memoria culinaria de sus abuelas o de lo que comía en los bares de pintxos que regentaban sus amigos en San Sebastián, pero también reconoce que no hace cocina tradicional de Euskadi. "A veces viene una persona mayor y me dice: 'Oye, esto no es cocina vasca'. Pues... no, no lo es. Sí que está influenciada, porque hago una espuma de porrusalda con verduras a la parrilla y un huevo a baja temperatura que podría ser vasca perfectamente -explica-. Pero luego le pongo por encima una ceniza de la parte verde del puerro que potencia demasiado el ahumado. Y eso a cierta gente...".
Las pistas de cocina vasca en la carta a veces hay que buscarlas con ahínco. Otras se nos aparecen más a la primera. Por ejemplo: uno de los pocos pintxos que prepara es una gilda (3 €). Nada más vasco en su día, aunque ahora la brocheta de encurtidos se haya convertido en un fenómeno global. Él la ha llevado al terreno de la alta cocina. "La presento sobre un pan de pecorino que tiene forma de raspa de sardina, y que al final tiene el mismo sabor umami que la anchoa. Luego le hago un tartar de piparra con tomate y pongo aceituna negra deshidratada. Las anchoas las hace de extraperlo una señora de Cantabria". Aunque hayamos probado ya las mil y una gildas que dan vueltas ahora mismo por Madrid, esta sí que supone un viaje diferente, una sorprendente explosión de sabores que solo de lejos recuerda a sus primas hermanas.

La gilda de Amets. / ALBA VIGARAY
Alta cocina sin esnobismos
Con Amets, Diego Sánchez ha querido plantear un restaurante de alta cocina pero asequible. Un pequeño bistró (ese sería el formato del local, sin manteles y con un máximo de entre 20 y 25 comensales) en el que vas a comer platos sofisticados pero donde en lugar de gastarte 200 euros en un menú degustación, explica el chef, puedes pagar unos 50, probar lo que te apetezca de la carta y comer muy bien. "Sería como bajar el esnobismo de la alta cocina a un bar de toda la vida y que la gente pueda disfrutarlo tranquilamente, con un ambiente más familiar".
En los casi cuatro meses que lleva abierto, dice que ya se ha hecho amigo de muchos vecinos, a los que hace algunas ofertas especiales para que pierdan el miedo a entrar y se conviertan también en clientes. Por ahora cierra los lunes; de martes a jueves solo abre por las noches, y los viernes, sábados y domingos también para comer. Tiene una barra con varias plazas, aunque la concibe más para tomar algo entre horas, quizá un rato antes de que empiecen las comidas o cenas, que para comer o cenar en sí. En esos ratos, prefiere concentrarse en atender a las mesas, con los clientes bien sentados.
Como se ha dicho, en la carta Diego Sánchez ha incluido "algunas cosas de mis viajes, ingredientes que se salen un poco de la norma". El bacalao, por ejemplo, lo confita con leche de coco y cardamomo (16 €). La berenjena ahumada la hace con adobo filipino, y la panceta a baja temperatura la prepara con teriyaki (16 €). "Pero en general busco que la gente venga a comer rico y que los sabores sean confortables. No quiero sorprender por sorprender, aunque tampoco hacer lo mismo que hacen todos".
Uno de sus platos (platillo en este caso) estrella es la crème brûlée de calabaza (5 €). "Asamos la calabaza hasta quemarla para potenciar los amargos, y después la caramelizamos para devolverle el dulzor. Luego la terminamos con la crème fraîche y las pipas de calabaza tostadas: es un plato a la vez amargo, ácido, dulce y salado", dice. Otro de los más demandados es el ravioli abierto de setas de temporada (16 €). "Al principio lo hacía con las que me traían del campo. Ahora, como no hay de campo, cojo unas de cultivo ecológico del sur de Madrid. Hago una espuma de setas, luego unas setas salteadas con espinacas, lo cubro con una pasta de ravioli y acabo con Idiazábal. Pero como ya no lo encuentro artesano, estoy usando Mahón curado". Aprovecha aquí para hacer una declaración de principios: "Tiro siempre de productos artesanos: sigue habiendo Idiazábal, pero para qué comprar uno industrializado con un ahumado falso si puedo encontrar un Mahón increíble que me hace una familia en Menorca".

Amets hace gala de su propuesta informal y distendida. / ALBA VIGARAY
Si insiste en buscar la cosa vasca encontrará en la carta txuleta, pero con un brioche de rabo de toro y tonkatsu (20 €). También hay un rape, pero viene envuelto en alga nori, con una bullabesa y un pan de gambas exquisito acompañado de un alioli de ajo asado y miel más exquisito todavía (18 €). En los postres, no están los de moda: ni reinvenciones de la tarta de queso ni juegos con las violetas. Para qué complicar las cosas cuando se puede triunfar con un chocolate negro de alta calidad con azafrán y aceite de oliva (8 €). ¿Los vinos? La carta no es corta para un local de estas dimensiones. Solo en el apartado 'burbujas' hay cinco referencias, tiene sección biológica y también la hay de dulces. Una copa de Txakoli Nezakari sale por 6 euros, la botella por 34. "Todos son de pequeños productores o de pequeñas producciones dentro de bodegas mayores", sostiene. Las cervezas son todas artesanas y empiezan en 4€.
Amets es una incorporación más al barrio de Conde Duque, zona gastronómica al alza donde han abierto recientemente locales más bulliciosos como Casa Tabacos, con su carta castiza, o Fluid, la segunda coctelería en Madrid de Marc Álvarez, titular del Sips barcelonés que fue elegido mejor bar del mundo en 2023. El restaurante-gastroteka de Diego Sánchez es un rincón tranquilo, apartado de las calles más transitadas. Justo lo que el chef necesita para trabajar en calma (aunque nunca hay calma en una cocina) y salir a la calle a fumar y charlar con los vecinos. Ganárselos ha sido su primer objetivo, pero no se va a quedar ahí.
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