CRÍTICA DE ÓPERA

'La vida breve' y 'Tejas verdes', juntas y revueltas en el Real

Dos obras de muy diferente cariz, un clásico de Falla ambientado en Granada y una creación nueva de Jesús Torres con el trasfondo de la dictadura chilena, ligan mal en una propuesta en la que solo brilla la ejecución musical

María Marín (Cantaora), Carmen Mateo (Carmela) y Coro Titular del Teatro Real en una escena de 'La vida breve', de Falla.

María Marín (Cantaora), Carmen Mateo (Carmela) y Coro Titular del Teatro Real en una escena de 'La vida breve', de Falla. / Javier del Real | Teatro Real

Madrid

Programa doble en el Teatro Real: La vida breve de Manuel de Falla y Tejas verdes de Jesús Torres. Y no solo juntos, ¡también revueltos! En pocas ocasiones uno empieza por el Sacromonte y termina en un campo de concentración chileno.

Permítanme, no obstante, que vaya por partes para no atragantarlos. En la Granada de Falla, los gitanos bregan en la fragua, los andaluces pronuncian entrecortado mientras cantan a la italiana y la orquesta ilustra las callejuelas del Albaicín en modo frigio. Todo tipismo es poco para los próceres de los nacionalismos musicales, empeño muy de finales del XIX en el que cada país ponía a sus maestros a componer una música auténticamente patria. Falla, como se sabe, se entregó a la causa con fervor, hasta el punto de que, apenas una década después del estreno de La vida breve, se vio implicado en la organización del Concurso de Cante Jondo. La operita (drama lírico en dos actos, para ser exactos) narra las desdichas de Salud, joven gitana que espera la llegada de Paco, el señorito que la corteja. Completa el cuadro su abuela, confidente y voz de la sensatez, y el tío Sarvaor (sic), que querrá darle matarile al tal don Francisco al descubrir que tiene previsto casarse, a la noche siguiente, con una joven de su misma condición.

Sobre el tema de "la gitanilla burlada", Falla construye una sucesión de estampas locales a caballo entre el verismo (esas óperas, como La Bohéme, que cuentan los dramas de las gentes sencillas), la zarzuela y la tentativa del leitmotiv wagneriano (concretado en el soniquete ceñudo del "Malhaya quien nace yunque, en vez de nacer martillo"). Finalmente, Salud acude a la boda de su amado y destapa el pastel. Publicado el engaño, muere de pena y cae el telón.

El argumento de Tejas verdes (a cuyo estreno absoluto asistimos anoche) no tiene mucho que ver: basada en la obra homónima del dramaturgo Fermín Cabal, a la que se le han añadido versos del Cancionero y romancero de ausencias de Miguel Hernández, cuenta la historia de una desaparecida durante la dictadura de Pinochet, narrada en parte por la propia víctima y en parte por el resto de agentes (la delatora, la médica del campo, la enterradora, sus deudos) involucrados en el acontecimiento. Aquí, el planteamiento huye de las alegorías y la ópera explicita los detalles más escabrosos del secuestro, la tortura y el asesinato. La música, entre frenética y violenta, resulta por momentos realmente agobiante, sensación a la que contribuye, por ejemplo, la decisión de añadir una buena dosis de luces centelleantes.

A Rafael R. Villalobos, responsable de la dirección escénica de ambas producciones, hay que elogiarle la audacia de querer unir dos obras tan dispares bajo un mismo universo teatral. Por desgracia, el empeño sale mal. Para conseguir vincular las fatiguitas de Salud y los brutales padecimientos de Colorina (que así se llama la protagonista de Tejas verdes), Villalobos nos plantea una ciudad de casas grises y estructuras tubulares que se velan con un telón traslúcido que reproduce una obra de Soledad Sevilla (también el muro de flores rojas de una de las casas está sacado de una de sus obras). Por este espacio inverosímil circulan los gitanos, los señoritos, un grupo de fascistas de camisa negra con transparencias (este hallazgo en la ciencia del vestuario creo que merece un artículo aparte) y bailarines que fusilan apuntando con los dedos. La descripción suena confusa, pero menos que el espectáculo.

Natalia Labourdette (Colorina), Alicia Amo (Delatora) y Coro Titular del Teatro Real en 'Tejas verdes'.

Natalia Labourdette (Colorina), Alicia Amo (Delatora) y Coro Titular del Teatro Real en 'Tejas verdes'. / Javier del Real | Teatro Real

Los espectadores que abandonaron el teatro en el entreacto no lograron comprender la propuesta escénica, porque solo cuando comienza la segunda obra entendemos quién es esa muchacha andrajosa que pulula por el Albaicín. Con todo, ni llegando al final de la obra a uno le queda claro por qué Susana está embarazada y resucita para dar a luz, qué pretenden las coreografías y por qué hay señores que llevan parche. A la Andalucía de cartón piedra de Falla (llena de olés y ayes, con gitanos que juran por "la crú donde murió Jesú" y donde las soleares suenan como fandanguillos destemplados) no le convienen más capas de irrealidad.

Finalmente, lo mejor de la noche fue la dirección orquesta de Jordi Francés, que supo reforzar los momentos más vanguardistas de la partitura y permitió que la orquesta se gustase en los pasajes sinfónicos. En la segunda parte, hay que elogiar la ímproba tarea de los percusionistas y el tino rítmico y expresivo de la orquesta.

En el capítulo de voces, destacaron, en un reparto indudablemente coral, la Salud de Adriana González y la Colorina de Natalia Labourdette. Ana Ibarra, que hace de La Abuela en Falla y de la Doctora en la ópera de Torres, cantó ambas de manera nasal y tremulante. El Paco de Eduardo Alardré, un tanto gritón y plano.

Pensando en Tejas verdes (y en la cercanía, en esas mismas tablas, de una ópera como La pasajera) quizás conviene preguntarse si la ópera es un instrumento adecuado para según qué denuncias, más cuando la estetización y la inverosimilitud propias del género pueden hacer que el tiro salga por la culata.