QUEMAR DESPUÉS DE LEER

Walker Percy, el escritor como tormentoso oficinista

'El cinéfilo', el clásico del autor que descubrió a John Kennedy Toole, es quizá el mejor ejemplo de lo que podría llamarse novela de oficinistas, tipos corrientes que jamás lo tendrán todo porque su trabajo es alienante y lo único que pueden hacer al salir es huir de todo

El escritor Walker Percy.

El escritor Walker Percy. / Sara Martínez

Laura Fernández

Laura Fernández

Walker Percy nació en Birmingham en 1916. Birmignham es la ciudad más grande de Alabama. ¿Creció Percy en Alabama? No, Percy creció en el Mississipi. Estudió medicina. Contrajo la tisis un día, en el laboratorio, trasteando con probetas y muestras. Pasó mucho tiempo en cama. Todo el tiempo estuvo leyendo a Dostoievski. Cuando se recuperó, decidió que ya había tenido suficiente vida de doctor, y que iba a dedicarse a aquello que había hecho Dostoievski: escribir. No brilla su nombre con la suficiente intensidad en la historia de la literatura norteamericana, aunque consiguió que una de sus novelas, la más redonda, la por primera vez en español El cinéfilo (Hermida Editores) se alzase con el National Book Award en 1961, después de que lo hicieran John Cheever, William Faulkner y Saul Bellow.

El cinéfilo contiene todo eso que podría considerarse un género en sí mismo, el género oficinista, un género que me apasiona y que la literatura norteamericana producía, en la década de los 60 y los 70, sin descanso, como había producido antes. Piensen en El hombre del traje gris, de Sloan Wilson (en Libros del Asteroide), que se había publicado en 1955. Y en mi favorita, El demonio, de Hubert Selby Jr. (Huacánamo), de 1976. Lo que hay en la primera es desorientación y desarraigo, esto es, más John Cheever —alguien compadeciéndose de lo alienante de su vida en los suburbios, de su propia vida—, mientras que en la segunda hay perversión y tormento, una acción, en cierto sentido, retorcida y macabra que es consecuencia de la despersonalización —demoníaca— del oficinista.

Se diría que el clásico de Percy anticipa la oscuridad de Hubert Selby Jr., pues su protagonista, Binx Bolling, no tiene la vida aparentemente ideal de Tom Rath, el oficinista deprimido por esa aparente vida ideal que centra la acción en El hombre del traje gris, sino que es alguien fuera de lugar, en perpetua huida. Se mete en salas de cine —toda su vida es cine, lo que la pantalla proyecta es otro mundo que habitar mientras se habita inevitablemente éste— y tiene aventuras con sus secretarias, aventuras que colecciona como si fuesen botes salvavidas, en una Nueva Orleans que nada tiene de mágica, y sí, mucho, de confortablemente desalmado —o descarriado— rincón del mundo al que traerle sin cuidado, como le trajo a John Kennedy Toole.

La mención no es en vano, puesto que el autor de La conjura de los necios no sólo ambientó su famosísima novela póstuma, como Percy, en Nueva Orleans, sino que, en parte, quizá sin la existencia del propio Percy jamás habríamos tenido la oportunidad de leerla. Porque, aunque la madre de John Kennedy Toole, la monstruosa Thelma —lean Una mariposa en la máquina de escribir, la imprescindible biografía de Cory MacLauchlin (Anagrama) y descubrirán por qué—, llamase a todas las puertas de todos los editores que habían rechazado el manuscrito de su hijo antes de que este se suicidara —por ese motivo— fue, se dice, la insistencia de Percy, por entonces ya un autor reconocido que había leído fascinado la historia de Ignatius J. Reilly, la que consiguió que se publicase.

He aquí algo que no he dicho. No he dicho que el padre de Percy se suicidó cuando él tenía 13 años. Corría el año 1929. Ajá, el año de la Gran Depresión. Que Binx Bolling, el protagonista de El cinéfilo sea corredor de bolsa tal vez esté tratando de decirnos algo en ese sentido. O tal vez no. Lo que tampoco he dicho es que la madre de Walker Percy murió dos años después de que lo hiciera su padre. Se despeñó con el coche, sola, en plena excursión de la familia —madre, Walker, y sus dos hermanos pequeños— al parque natural de Deer Creek. El escritor tenía entonces 15 años. Debió de impresionarle sobremanera que Toole se hubiese suicidado por no ver publicada su novela. Apuesto a que el concepto de "extrañamiento" que introdujo su literatura nació en aquel acantilado de Deer Creek.

"El hombre es más que un organismo, es un caminante y un peregrino que ha de encontrar, pese a todo, su propia salvación", dijo Walker Percy —que, por cierto, escribió otros ocho libros, y murió de cáncer en 1990—, y define, o da forma, o mejor, respuesta, a eso que atormenta a los protagonistas de las novelas de oficinistas. De Nathanael West —Miss Lonelyhearts— a Michael Frayn —autor de una de las mejores novelas de no tanto oficinistas como periodistas de redacción de la historia, 'Al final de la mañana' (Impedimenta)— pasando por las entonces futuras Luces de neón, de Jay McInerney, y Microsiervos, de Douglas Coupland —la oficina como colectivo—, no hacían otra cosa que buscar algún tipo de redención.