ANÁLISIS

Los 00, la década de MySpace y del cambio de paradigma en la música a la que no supimos poner cara

Todo lo que ocurrió entre la caída de las Torres Gemelas y el colapso financiero de Lehman Brothers marcó culturalmente a una generación que se anticipó a muchas de las cosas que vivimos hoy en día

Arctic Monkeys, actuando en el Festival de Benicassin en 2007.

Arctic Monkeys, actuando en el Festival de Benicassin en 2007. / Miguel Lorenzo

Es difícil identificar las señas estéticas de una época hasta que no pasa un tiempo. Se precisa la perspectiva que impone la distancia. Si hablamos de los años noventa, ahora cualquiera de nosotros piensa en la irrupción de la telebasura, los VHS, los chándales de colores chillones, el bakalao de extrarradio, los fastos del 92, el cine Dogma o el de Tarantino y la música trip hop, el grunge, el britpop o el primer indie español. Resulta sencillo. Pero no lo era en su momento. Ahora hay decenas de series y películas que explotan el filón. Hay hasta festivales de música pop orientados a exprimir la nostalgia milenial noventera.

Pero las cosas se complican mucho más cuando el tema de conversación son los 00: la década sin nombre, la que parece que nunca haya existido, esa que los anglosajones bautizaron como los noughties (literalmente, 'los cero') porque de algún modo había que distinguirla. La inmediatamente posterior al fin de la historia preconizado por Francis Fukuyama. Sabemos qué hacíamos entonces, pero no tenemos tan claro cómo calificarlo ni – sobre todo – divisar una identidad y calibrar unas consecuencias que son mucho más evidentes de lo que nos parecen. Desde la atalaya post pandemia, desde el desasosiego de estos años veinte que tienen muy poco que ver con los locos veinte del siglo pasado, las cosas se empiezan a ver más claras.

El último tiempo sin conexión 24/7

Ya sabemos que los tiempos históricos no siempre se corresponden con los que marcan estrictamente las celdillas del calendario. Y los noughties son, en esencia, todo lo que ocurrió entre los atentados de las Torres Gemelas el 11 de septiembre de 2001 y el crack financiero de Lehman Brothers el 15 de septiembre de 2008. Década corta, pues. Lo explicó muy bien el ensayista argentino Agustín Berti en el libro colectivo Mumblecore: Exploraciones sobre el cine independiente norteamericano (Libros Walden, 2023): “un imperio veía crujir sus tres pilares como no sucedía desde la crisis de 1973”. Enumeraba tres grandes cracks, que podían cifrarse en “la quiebra de la hegemonía norteamericana tras la caída del muro de Berlín, la crisis de la cultura de masas en modo analógico y la crisis del modelo neoliberal tras la caída de Lehman Brothers”.

Durante los 00 existía internet, pero no nos tenía acogotados durante 24 horas, todos y cada uno de los días de la semana. Los cineastas de la generación mumblecore (Andrew Bujalski, Lynn Shelton, Joe Swanberg o Greta Gerwig), por ejemplo, plasmaban en sus películas las vivencias de una clase social urbana media – alta que trabajaba mayoritariamente en compañías dependientes de las nuevas tecnologías, pero en un momento en el que los teléfonos aún no eran inteligentes. No había smartphones. El móvil servía para hablar y poco más. Aún no eran necesarias las cláusulas de desconexión digital en los trabajos.

Greta Gerwig y Ben Stiller en 'Greenberg', película emblemática del 'mumblecore' dirigida por Noah Baumbach.

Greta Gerwig y Ben Stiller en 'Greenberg', película emblemática del 'mumblecore' dirigida por Noah Baumbach. / ARCHIVO

Lo mismo plasmaban series como The Wire (David Simon, 2002 - 2008), en las que el teléfono móvil era un elemento imprescindible pero muy alejado del uso que le damos hoy en día. Aquel cine, heredero de Cassavettes o Soderbergh, pero también de Richard Linklater, Hal Hartley o Kevin Smith, mostraba el desasosiego de una generación que vivió el viejo modelo analógico (en su infancia o adolescencia) y el nuevo modelo plenamente digital (en su madurez), pero quizá llegó demasiado pronto para sacarle todo el jugo a lo primero y demasiado tarde para vivir plenamente de lo segundo.

Una generación que, tal y como sugirió Chuck Klosterman en su libro Los noventa (Península, 2023), ha vivido entre ambos paradigmas, pero a diferencia de las precedentes generaciones X y boomer, lo hizo demasiado emparedada entre ambas épocas como para extraerle todo el rédito. Son las consecuencias, en cualquier caso, de un periodo liminal, tanto o más que los viejos noventa. Una década de contornos borrosos y rastros culturales difuminados. A veces tan espectrales como el witch house o tan vaporosos como el pop hipnagógico, surgidos cuando esta ya boqueaba, anticipando las sombras de nuestro presente.

También en la música

Lo liminal es una zona de paso, una puerta de entrada, el origen de una ambigüedad en la que algo deja de ser lo que era, para potencialmente poder transformarse en otra cosa. No lo digo yo, lo dice San Google cuando lo tecleo. Y los 00 son liminales. Una transición de contornos difusos. Me dio hace poco por repasar revistas musicales de la época y prácticamente todos los mejores discos españoles fueron de músicos emblemáticos de los noventa que solo habían mudado ligeramente de piel. No es hasta 2008, cuando el crack de Lehman Brothers obliga a José Luis Rodríguez Zapatero a pronunciar la palabra que tanto había esquivado en la campaña electoral de marzo que le dio su reelección (“crisis”) y Vetusta Morla publican su primer disco (Un lugar en el mundo, de éxito impredecible e inesperado), que comienza a forjarse también un nuevo paradigma en la música popular española.

Vetusta Morla, actuando en Barcelona en 2009, cuando todo empezó a cambiar.

Vetusta Morla, actuando en Barcelona en 2009, cuando todo empezó a cambiar. / Alvaro Monge

Algunos de los discos más laureados por la crítica en los 00 son los de Sr. Chinarro, Los Planetas, Mercromina, Fernando Alfaro o Nacho Vegas, este último reformulando mejor que nadie el rol del cantautor patrio. En el fondo, la vieja guardia del indie de los noventa adaptándose – muy bien – a los nuevos tiempos. Incluso de antes: Josele Santiago sentando cátedra. La escena de grandes festivales clónicos no existía: recordemos que la comidilla del verano de 2008 fue la pugna casi fratricida entre el FIB y el fulgurante Summercase, que hizo coincidir su fecha de celebración y propició su autodestrucción. El indie en inglés wachuwei era solo un recuerdo, pero aún estábamos lejos de que proliferasen los escenarios híper patrocinados, los coros onomatopéyicos, las camisas de piñas y los estribillos épicos para ser cantados por decenas de miles de personas. Era tierra de nadie, en cierto modo.

Internet asomaba sus fauces, pero lo hacían aún de un modo tan benévolo que, tal y como recuerda el geógrafo y periodista valenciano Vicent Molins en su libro Ciudad Clickbait (2025), provocó que la revista Time desechara por primera vez en su historia a una celebridad como personaje del año y escogiera directamente a la gente. A toda la gente. “Sí, tú. Tú controlas la era de la información. Bienvenido a tu mundo”, rezaba su portada, dirigida al lector. Fue en 2006. Se empezaba a hablar de “periodismo ciudadano”. Comenzaban las redes sociales, aunque fuera en estado embrionario. Resulta sintomático que fuera precisamente durante aquel mismo año, 2006, cuando emergió la última banda de rock de guitarras que podemos adscribir al viejo paradigma, la última con repercusión global: los Arctic Monkeys. Prácticamente los últimos de Filipinas. También parece una coincidencia que Spotify nazca en 2006.

La generación perdida

Parecía que MySpace y Tumblr iban a cambiar las reglas del juego. Pero hoy en día son un cementerio de elefantes. Una de las consecuencias de la rápida obsolescencia digital de aquella época, cuando aún ni Facebook, ni Twitter, ni Instagram ni TikTok eran herramientas de uso casi obligatorio, es que hay un montón de proyectos que han quedado sepultados por el tiempo porque su huella apenas es detectable en la red, aunque Internet fuera de uso común. Solamente en mi ciudad, Valencia, hay unas cuantas bandas de rock que actuaron ante decenas de miles de personas en el MTV Winter, un festival de acceso gratuito que se celebraba en la Ciudad de las Artes y de las Ciencias a finales de los 00, y de las que casi nadie se acuerda. Son Fuzzy White Casters, The Welcome Dynasty o Polock. Su presencia en la red, como la de Twelve Dolls y otros grupos que seguían la estela de los Strokes o los Arctic Monkeys, apenas es detectable. Y me temo que lo mismo ha pasado en otras ciudades españolas. La generación MySpace es como una generación perdida.

Muchos de esos grupos, a lo largo y ancho de todo el estado, lo dejaron antes de que el hip hop, el reggaetón, el trap y demás músicas urbanas coparan la atención del gran público. Si hubieran aguantado el tirón, quizá su historia sería muy distinta hoy en día. No es casualidad que el reciente impulso que han cobrado las guitarras eléctricas en toda España coincida con la reivindicación de Els Surfing Sirles en Catalunya, donde se les ve como una sombra omnipresente, concretada en un disco de tributo (No som res però fa de mal dir. Els amics canten Sirles) en el que participan Joan Colomo, Pascal Comelade, Edi Pou, Biscuit o Guillamino. O que haya sido tan excepcionalmente acogida la vuelta a los escenarios de Standstill, precursores – sin querer – durante los 00 de gran parte del indie masivo de los 10.

Hay también un substrato en Madrid que ahora demanda visibilidad: el de El Pardo, los primeros Alborotador Gomasio, Humbert Humbert o los primeros Juventud Juché. Lo mismo puede decirse de los murcianos Lidia Damunt o Klaus & Kinski o de los valencianos Estrategia Lo Capto! o Zener (entre los tropecientos proyectos impulsados por los hermanos Junquera y Jose Guerrero). No todo el mundo puede tener la constancia (o la continuidad, que no es exactamente lo mismo) de Los Punsetes, Triángulo de Amor Bizarro, La Habitación Roja o El Columpio Asesino. Y haberlo dejado antes de que los 00 terminaran ha penalizado a muchos. Lo liminal también genera cierta pátina de olvido.

Cuando las redes parecían hermanitas de la caridad

Cuando irrumpieron el 15M y las revoluciones árabes en 2011, las redes sociales eran vistas como una oportunidad ciudadana. Una alternativa a la jerarquía establecida. Un contrapoder ante los desmanes de los gobiernos. Hoy en día, basta echar un vistazo a la ceremonia presidencial de Donald Trump para ver de qué lado están. Sin ellas no se entendería el auge de la extrema derecha en todo el mundo. Han sido su principal aliada. Pero durante los noughties no vislumbramos que acabaríamos viviendo a merced de una tecnocracia. En un tiempo como el actual, donde quienes detentan las plataformas de la tecnología y la información amenazarían con tener más poder que los propios gobiernos, pero no para ponerlo al servicio del pueblo, sino de sus propios intereses. Tampoco que estarían a partir un piñón con esos neopopulismos que tampoco vimos venir, pese a que Francia nos venía avisando desde 2002. Durante los 00 teníamos una idea muchísimo más ingenua de las redes sociales.

Los capos de las tecnológicas, Bezos, Pichai y Musk, en la toma de posesión de Trump.

Los capos de las tecnológicas, Bezos, Pichai y Musk, en la toma de posesión de Trump. / Abel Cobos - EFE

Para los propios artistas, ya sean músicos, cineastas, escritores o artistas plásticos, las redes sociales se han convertido, como las plataformas de streaming, en una herramienta de promoción que deviene esclavitud. Nada que ver con aquellos inocentes tiempos de MySpace, Tuenti, Fotolog y Tumblr. Les generan una tecnoansiedad de difícil solución, ya que difícilmente se consigue destacar en medio del maremágnum digital sin recurrir a ellas. Suponen un círculo vicioso. Ni con ellas ni sin ellas.

Y tres cuartos de lo mismo cabe decir de la festivalocracia musical y la brecha que generan en España esas dos velocidades a las que discurren el pop y el rock: la de quienes se suben al carro de los grandes recintos (y escriben sus canciones teniéndolos entre ceja y ceja) y la de todos los demás. Es otro factor que hace de parteaguas entre los 00 y los 10. Que visibiliza las crecientes desigualdades y que nos recuerda que no se trata tanto de que cualquier tiempo pasado tenga que ser mejor (a ver si ahora vamos a desenterrar los discos de Britney Spears, Lady Gaga o Justin Timberlake, por mucho que nos gusten, o dejar de reconocer los avances del feminismo y de las reivindicaciones raciales) como de reconocer que la semilla de algunos de nuestros achaques colectivos ya estaba plantada entonces, en aquella década sin nombre.