CRÍTICA
'Eugenio Oneguin': amoríos en la Rusia presoviética, campesinos contra urbanitas y amigos retándose a muerte
Con estos mimbres, tomados de la famosa novela en verso de Pushkin, Piotr Ilich Chaikovski armó su obra: anoche, en el Teatro Real se estrenó una singular versión de esta ópera, firmada por Christof Loy

Un instante de 'Eugenio Oneguin'. / JAVIER DEL REAL
Amoríos en la Rusia presoviética, campesinos contra urbanitas y amigos del alma retándose a muerte. Con estos mimbres, tomados de la famosa novela en verso de Pushkin, Piotr Ilich Chaikovski armó su Eugenio Oneguin. Anoche, en el Teatro Real, entre sonoros vítores y atronadores abucheos, se estrenó una singular versión de esta ópera, firmada por Christof Loy.
Chaikovski estrenó sus "escenas líricas" en 1879, interpretadas por alumnos del Conservatorio de Moscú. El compositor dejó escrito que no quería montajes grandilocuentes, "ni reyes, ni revoluciones, ni marchas […]. Necesito un drama íntimo y profundo, basado en conflictos vividos por mí mismo o que haya podido observar y me conmuevan". Su obra, aseguraba, no era ningún "rompecabezas". Es cierto que la partitura huye de la artificiosidad de la gran ópera francesa, tan de moda en su época, construyendo la acción dramática mediante confrontaciones simples pero eficaces. En el argumento, Tatiana y Olga, hijas de terratenientes, se enamoran de Eugenio Oneguin y Lenski, dos sofisticados urbanitas. Olga, mezzosoprano, tiene un carácter voluble e irreflexivo, mientras que su prometido Lenski, tenor, es un intensísimo poeta. Lo mismo sucede en la pareja protagonista. Tatiana, soprano, es una alegre lectora de novelas románticas (de las que prometen amores eternos y apasionados), mientras que Oneguin, barítono, es el perfecto cínico que está de vuelta de todo. A esta disparidad de caracteres y registros (la ópera está llena de convenciones y lo habitual es que la soprano se enamore del tenor y la mezzo del barítono) hay que sumar la caracterización musical del rural (canciones populares y soniquetes ortodoxos) y los salones burgueses (mazurkas y polonesas).

Christof Loy profundiza en Eugenio Oneguin. / JAVIER DEL REAL
La sencillez que tanto ansiaba Chaikovski duró poco. El zar Alejandro III mandó que se estrenase en el Boshói con el aparataje digno de la plaza y de ahí a la fama: hoy es la ópera rusa más representada en el mundo. Según leemos en el programa de mano, Christof Loy ha querido ajustarse a los deseos del compositor, huyendo de personajes impostados (a Chaikovski le molestaba, por ejemplo, que las edades de los intérpretes no se correspondiesen con las de los personajes) y utilizando una escenografía tirando hacia lo minimalista. Su propuesta divide los tres actos y siete cuadros originales en dos partes. La primera sucede en el caserón de la familia de las muchachas —concretado en una estancia amplia de techos altos y poco mobiliario— por el que desfila un numeroso personal de servicio. El trasiego es importante: aquel es un espacio poroso, menos rígido de lo esperado, donde tan pronto se puede se desencadena la fiesta y se da rienda suelta al erotismo. La tensión causada por deseo se filtra por las rendijas de la esperable placidez vida campestre, donde lo mismo se embotan mermeladas que se narran matrimonios forzados.
Loy enfatiza, quizás con más ahínco del necesario, que la ópera está compuesta por escenas; y la manía de bajar el telón una y otra vez para retornar al mismo espacio (que sí, que ya) termina resultando agotadora. En esta primera parte sucede gran parte del argumento: Tatiana se enamora de Oneguin, al que envía una carta confesándole su amor. Él la rechaza con la cantinela del "eres demasiado buena para mí, te haría daño" (los cretinos han cambiado poco en este siglo y pico) y aprovecha la celebración de la onomástica de su rechazada para coquetear con su hermana, a la sazón, prometida de su mejor amigo. Como el honor se lava con sangre, se fija fecha para un duelo.
La segunda parte está ubicada en un estrecho corredor blanco, solo interrumpido por una puerta por donde entran y salen los personajes. Aquí estamos dentro de las soledades de nuestro irritante protagonista masculino y todo se vuelve onírico e irracional. En los prolegómenos del envite, el director de escena hace aparecer un afecto hasta entonces desconocido (se juega con la pulsión homoerótica, que tantos críticos han visto en los personajes deseantes y frustrados de Chaikovski), en algo que no se sabe si es una ensoñación o un fingimiento. Lo que debía ser un duelo se convierte en un abrazo, que Oneguin aprovecha para volarle los sesos a su queridísimo compadre. De ahí, descenso a la locura, resurrección del muerto, alegorías de la violencia sexual y reencuentro, muchos años después, con Tatiana, ahora princesa consorte. Él intenta reconquistarla con artes seductoras aprendidas, imagino, en el frenopático. Ella lo rechaza: ese amor es de una vida que ya no es la suya. "Vergüenza, tristeza, oh destino cruel", brama Oneguin. Quien siembra vientos, recoge tempestades.

Chaikovski estrenó sus "escenas líricas" en 1879. / JAVIER DEL REAL
Yendo al apartado musical, en el foso, Gustavo Gimeno (próximo titular del teatro madrileño) nos ofreció una sobresaliente interpretación de la partitura de Chaikovski, a mayores, perfectamente empastada con la propuesta escénica. La orquesta, sobre la que descansa la declamación de muchos de los sentimientos de los personajes, hizo gala de una plasticidad admirable; habilidad incuestionable cuando se debe saltar, una y otra vez, entre las canciones y las danzas. También brillante el coro, protagonista de algunos de los momentos más hermosos de la noche.
En el capítulo vocal los méritos están bien repartidos, aunque es justo destacar la excelente labor de la pareja protagonista, la Tatiana de Kristina Mkhitaryan y el Eugenio Oneguin de Iurii Samoilov. Me sorprendió la belleza con que canta Bogdan Volkov, que hace del poeta Lenski. Maxim Kuzmin-Karavaev hace el bello soliloquio final del príncipe Gremin (el amor no sabe de edad, etcétera) y completan el notable elenco coral la Olga de Victoria Karkacheva, Katarina Dalayman en el papel de madre, la estoica aya de Elena Zilio y el simpático Trinquet de Juan Sancho.
Al caer el telón, un nutrido grupo de espectadores dio la espantada. Otro, que se quedó para abuchear al equipo del director de escena, tuvo que competir con no pocos vitoreos entusiastas. Ya pasó en Barcelona y en Oslo y, así que todos íbamos prevenidos. Puede que los momentos más oníricos de la propuesta de Loy caigan en el ombliguismo teatral. Sin embargo, la profundidad de su planteamiento y las muchas capas que logra aflorar en una historia que podría leerse con la mayor de las simplezas (un donjuán zarista, una tonta enamorada) merecen algo más de respeto. Mala cosa ir al teatro a que le enseñen a uno lo que ya se sabe. Ya dicen nuestros amantes, al reencontrarse al cabo de los años: la felicidad estaba tan cerca y no la supimos ver.
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