Opinión | AVANCE EDITORIAL

David Lynch: Agria o dulce atracción del misterio, qué más da

Llevaba Lynch aterrorizando mis días y noches desde la primera juventud en cineclubs y ahora lo tenía sola para mí

David Lynch en la alfombra roja del Festival de cine de Roma en 2017.

David Lynch en la alfombra roja del Festival de cine de Roma en 2017. / EFE/EPA/LUIGI MISTRULLI

Es importante imaginar la escena. Estoy sentada “a la mesa” en el comedor hoy vacío de la Fundación Cartier para el Arte Contemporáneo en París, una sala diáfana y en penumbra, encerrada en paredes de cristal porque así es como Jean Nouvel ha querido preservar la historia de este edificio neoclásico frente al cementerio Montparnasse. Sobre la mesa, un almuerzo frugal. Frente a mí, David Lynch, único comensal. Ni un solo camarero transita la estancia: han dejado todo preparado para que la entrevista suceda en el silencio. Y una allí frente al vacío, la cabeza repleta de misterios que me gustaría dilucidar. Le pregunto por el miedo, por la angustia, por la violencia, por la vida de los insectos y su significado en el universo subreal. Sólo en cuestión de insectos, a los que siempre he temido en un extremo fóbico, consigo relajarme y compartir una sonrisa con él (*premonición). Él insiste en que le fascina la laboriosidad de los insectos.

El resto es enigma.

Llevaba Lynch aterrorizando mis días y noches desde la primera juventud en cineclubs y ahora lo tenía sola para mí, peleándome por sostener el cuchillo y seguir escribiendo, todo con la misma mano; por tragar sin atropellos y poder hablar al tiempo; mirarle a los ojos, dispersos, y creer lo que estoy escuchando: el gran creador de la violencia más absurda jamás en la historia del cine, y por tanto la más humana, del misterio y el horror más viscerales, me está hablando de paz y meditación trascendental, campo unificado, océano de pureza, conocimiento total (sic); moviendo al compás sus 10 dedos tal que pulsaran un teclado invisible suspendido en el aire, la mirada entornada y los brazos extendidos con la chaqueta del traje colgando de sus codos en jirones; como un predicador iluminado. ¿Veis la escena?

Una y otra vez le susurro preguntas para entender de dónde surgen las percepciones de vértigo que tan magistralmente contagia; las atmósferas claustrofóbicas de sus estancias, la locura y la lucidez, y el absurdo de sus personajes. Y por toda respuesta recibo mensajes de paz universal y meditación védica, felicidad mística. Apenas consigo que me explique, entre cucharadas de vichyssoise y bocados de brie fundido, que de niño vivía en Brooklyn y cuando su madre le llevaba a rastras a la gran ciudad, Nueva York, sentía un terror telúrico, en el metro, en sus inmensas y lineales avenidas: un paisaje que para él configuró la imagen del infierno. El mismo que imaginaba contemplando las casas desde el exterior de sus muros, cualquier casa y a la luz del día, intuyendo historias terroríficas en su interior. La historia de las vidas particulares, y ahí conseguí fundirme con su miedo.

Cuando ahora releo aquella entrevista, entregada yo misma a la práctica sanadora de la meditación (de nuevo el misterio de la consciencia), por fin logro entender sus mensajes. Pero no entonces, y menos aún cuando al colofón de nuestro encuentro le pregunto por qué lleva un traje de chaqueta roto y zarrioso, y me cuenta la mentira que transcribo: “Tengo dos chaquetas iguales, de lino negro y de esta marca, que me encanta; una de ellas está en buen estado y la otra, pues ya ves, rota. Cuando preparé mi maleta para venir, vi la chaqueta colgada de frente y me dije, ah, esta es la buena. Pero me equivoqué, simplemente”. Y su risa rompe el espectral silencio. Fin de la escena.

Pero la vida da vueltas inadvertidas y al poco tiempo estoy de nuevo sentada en una sala en penumbra y esta vez tengo frente a mí a una mujer vestida en la piel de un gato. Se llama Isabella Rossellini y se parece mucho a Isabella Rossellini; de hecho, lo es, hija dos enormes iconos del cine (Roberto Rossellini e Ingrid Bergman), ex esposa de Martin Scorsese y ex pareja de David Lynch; icono ella misma, Isabella Fiorella Elettra Giovanna Rossellini. Habla con la sencillez de la elegancia innata enfundada en su pelaje animal porque ha venido a Barcelona a representar Link-Link Circus junto a su perrita Pam, y el director del Teatre Akademia me ha llamado para que la entreviste.

Ahora sí, Isabella, todo aliento y compasión, va a responderme al enigma jamás descifrado en torno al cine de David Lynch y aquel almuerzo desconcertante. “Yo entendí gracias a mi padre qué es un autor: alguien que tiene un punto de vista muy diferente, y lo que busca no es un estilo sino expresar algo que nadie ha dicho hasta entonces. Para David (Lynch) ese algo es el misterio, y cuando le acusan de no tener coherencia narrativa y de que sus películas no se entienden, él contesta: ¿Y tú entiendes la vida? Un día me lo explicó así: 'Cuando entras en una habitación la atmósfera dicta tu comportamiento, y para mí lo interesante es capturar ese misterio'". Estancias. Lo ilustra la bella Isabella con un pasaje de la infancia del cineasta. Volvía del colegio David Lynch niño junto a su hermano y vio una mujer desnuda caminando por la calle; en lugar de sentirse atraído, se asustó muchísimo, empezó a llorar y echó a correr, porque entendió que algo terrible le había ocurrido. La intuición del misterio.

Veo la luz. Entiendo el vértigo de sus imágenes y entiendo al fin, sí, esa agridulce emoción que contagian sus películas.

PS. Premonición: ahora que medito en la (in)consciencia, adoro a los insectos e imagino películas sobre sus fatigosos días.

*Este texto forma parte del libro colectivo ‘American Friends’, que publicará próximamente la Editorial Bandini