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Adelanto de 'Orbital', la novela con la que Samantha Harvey ganó el premio Booker
Anagrama publica la "pastoral espacial" con la que la británica Samantha Harvey ganó el último premio Booker

Samantha Harvey, tras ganar el Booker de 2024. / ARCHIVO
Samantha Harvey
'ÓRBITA 5. ASCENSO'
(Fragmento del capítulo octavo de Orbital, en traducción de Albert Fuentes)
Es la hora de comer y en la cocina Pietro da cuenta de unos macarrones con queso. En fin, a eso lo llaman macarrones, y a eso lo llaman queso. Antes de partir de la Tierra, su hija quinceañera le preguntó: ¿Crees que el progreso es una cosa bonita? Sí, sí, le dijo él, sin tener que pensarlo. El progreso es bellísimo, Dios mío. Pero ¿y la bomba atómica? ¿Y esas estrellas de mentira que van a lanzar al espacio, con la forma de logotipos de empresas, y los edificios que piensan imprimir en la Luna utilizando como material el polvo de su superficie? ¿Necesitamos edificios en la Luna?, dijo ella. A mí la Luna me encanta como está, dijo. Sí, sí, había respondido él, a mí también, pero todas esas cosas son bonitas porque su belleza no proviene de su bondad, no me has preguntado si el progreso es bueno, y alguien no es bello porque sea bueno, es bello porque está vivo, como un niño. Está vivo y es curioso e inquieto. Lo bueno no pinta nada aquí. Alguien es bello porque tiene luz en los ojos. A veces esa luz es destructiva, o hiriente, a veces es egoísta, pero aun así es bella porque está viva. Y con el progreso pasa lo mismo, porque está vivo por naturaleza.
Vale, perfecto, pero ese día no había pensado en la versión espacial lista para comer de los macarrones con queso, que no es buena ni bella, y que no puede contener ni un solo ingrediente que haya tenido deseos de vivir. Una vez intentó darles vidilla aprovechando una cabeza de ajos frescos que había llegado con el vehículo de abastecimiento. Calentó unos dientes mezclados con aceite en un sobre gastado de bebida, pensando que conseguiría preparar así una pasta aceitosa que luego podría añadir a otras cosas. Pero el sobre se calentó demasiado y derramó su contenido, y el horno, la cocina, las cabinas donde duermen, los laboratorios, todo apestó a ajo quemado durante días, que de hecho fueron semanas. De hecho (adónde van los olores en una nave sellada de aire infinitamente reciclado) seguramente todavía huele a ajo.
Le llega casi inaudible el sonido de la radio. Dicen algo sobre Orion, hermano de Artemis, la nave de los astronautas lunares para su viaje de tres días y su desembarco en la Luna. Artemisa, la diosa de la Luna, la diosa de la caza, la lanzadora de flechas. Curioso que tanta tecnología punta lleve el nombre de dioses y diosas míticos. Pero qué más da, ¿a quién de ellos no le gustaría estar a bordo de esa nave homenaje a una diosa trastornada? Hollar un cuerpo rocoso que no sea la Tierra; ¿se da necesariamente el caso de que cuanto más lejos estés de algo mejor sea la perspectiva que tengas de ello? Seguramente es un pensamiento infantil, pero intuye que si pudieras alejarte lo suficiente de la Tierra, finalmente podrías llegar a entenderla, verla con tus propios ojos como un objeto, un pequeño punto azul, una cosa misteriosa y cósmica. No entender su misterio, sino entender que es misteriosa. Verla como un enjambre matemático. Ver cómo se desprende y cae la solidez que la envuelve.
En su pausa para el almuerzo, Roman intenta hacer funcionar la radio por paquetes, pero se encuentran ahora sobrevolando las desiertas regiones centrales de Australia, donde no hay nadie, y mucho menos un hombre o una mujer con un equipo de radioaficionado. Se sorprende cuando le llega un crepitar en la radio, pero no se oye nada discernible. ¿Hola?, dice. ¿Zdraste? Enganchada con velcro a una pared en la cocina de los rusos, tienen una foto de Serguéi Krikaliov, el primer ruso en la primera misión a la estación espacial, el hombre que ayudó a construirla, el hombre que, antes de eso, fue enviado al espacio por la Unión Soviética y estuvo orbitando en la Mir casi seis meses más de lo previsto porque, durante su estancia, la Unión Soviética dejó de existir y no había forma de volver a casa. Durante todo un año estuvo hablando con una mujer de Cuba utilizando la radio por paquetes, y ella le enviaba a diario las últimas noticias sobre el hundimiento de su país. El héroe de Roman, Krikaliov. Su ídolo. Un hombre sin fama, pero discreto, inteligente y bueno.
No se puede tener todo en esta vida, piensa Pietro, mientras limpia el tenedor con una servilleta. No hay muchos condimentos en órbita y echa de menos el pan fresco, y el experimento con el ajo le salió por la culata, y en cualquier caso tiene el gusto y el olfato triturados, y hay una euforia que te asalta con un sigilo de terciopelo, te encuentra en el momento más anodino, y entonces puedes sentir las estrellas del hemisferio sur a través del cascarón metálico de la nave. Sin tener que mirar siquiera, las sientes abundantes y arracimadas. Y su hija hace bien en preguntarle por el progreso, y le sabe mal haber clausurado la pregunta con tanta seguridad y sofistería, ya que la pregunta procedía de una inocencia mental y reclamaba lo mismo en su respuesta. Tendría que haberle dicho: No lo sé, tesoro. Y habría sido verdad. Porque ¿quién puede contemplar el asalto neurótico del hombre sobre el planeta y encontrarlo bello? La arrogancia infinita del hombre. Una arrogancia tan poderosa que solo encuentra rival en su estupidez. Y estas naves fálicas arrojadas al espacio son sin duda la cosa más arrogante que haya hecho el hombre, los tótems de una especie que ha perdido el juicio de tanto narcisismo.
Pero lo que quería decirle a su hija – y lo que le dirá cuando regrese– es que el progreso no es una cosa, sino una sensación, una sensación de aventura y crecimiento que empieza en la barriga y sube paso a paso hasta el pecho (y tantas veces termina en la cabeza, donde suele torcerse). Es una sensación que Pietro tiene de forma casi permanente cuando está aquí, tanto en los momentos más importantes como en los más humildes, este conocimiento que va de la barriga al pecho sobre la profunda belleza de las cosas, y sobre la incierta elegancia que lo ha lanzado aquí arriba, entre las estrellas. Una belleza que siente mientras pasa el aspirador de mano por los paneles de control y los conductos de ventilación, cuando comen por separado y luego cenan juntos, cuando amontonan sus desechos en el módulo de cargamento, antes de lanzarlo de vuelta a la Tierra, en cuya atmósfera arderá hasta que no quede nada, cuando el espectrómetro inspecciona el planeta, cuando el día se convierte en noche y la noche rápidamente en día, cuando las estrellas aparecen y desaparecen, cuando los continentes se deslizan por debajo en sus infinitos colores, cuando caza al vuelo un pegote de pasta de dientes con el cepillo, cuando se peina el pelo y luego, agotado, se mete en su saco de dormir sin engancharlo, y queda suspendido ni del revés ni del derecho, porque aquí no hay un estar derecho, circunstancia que el cerebro termina aceptando sin rechistar, mientras se prepara para dormir a cuatrocientos kilómetros de distancia de cualquier tierra firme, durante una noche falsamente impuesta mientras, fuera, el sol sale y se pone a espasmos. Eso es lo que le gustaría explicarle a su hija o, mejor todavía, compartirlo con ella (cómo le gustaría que pudiera subir y estar los dos juntos); ese suave y abierto presenciar que todo va bien, que le ha acompañado en sus dos misiones. Sí, es posible que su respuesta fuera demasiado categórica, pero ¿qué otra respuesta iba a darle estando precisamente aquí, en esta breve pero esforzada comarca del hombre, donde no cabe negar la belleza del progreso?

'Orbital'
Samantha Harvey
Anagrama
200 páginas | 18,90 euros
Fecha de publicación: 22 de enero
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