Flamenco
Rocío Molina vuelve a deslumbrar con una magistral interpretación de su trilogía en un mismo día en el Festival de Nîmes
La bailaora se encierra en el teatro y recorre las cuatro horas y media que abarcan sus tres obras dedicadas a la guitarra junto a unos Rafael Riqueni, Óscar Lago y Yerai Cortés en estado de gracia

Rocío Molina y Rafael Riqueni en 'Inicio (Uno)', la primera obra de su trilogía de la guitarra. / Marie Julliard / Hans Lucas / Festival de Flamenco de Nîmes
Para describir el baile de Rocío Molina (Málaga, 1984) empiezan a faltar los superlativos. La ganadora del León de Plata de la danza de la Bienal de Venecia en 2022 ha alcanzado un grado de madurez en su baile que verla sobre el escenario es una experiencia incomparable. Si además, lo que acomete, en tres obras representadas a lo largo de un mismo día, es el proceso de crisis y resurgimiento que ha vivido en los últimos años, una trilogía en la que reflexiona sobre qué le llevó a bailar en primer lugar, o las etapas entre la escucha, la quietud y el gozo por el gozo en su baile, la experiencia puede ser una de esas que acompañan al espectador por el resto de su vida.
El pasado domingo Molina se encerraba en el teatro Bernadette Lafont, en el marco del Festival de flamenco de Nîmes, Francia, que comenzó el pasado jueves, para interpretar, en el mismo día, las tres obras que conforman su trilogía de la guitarra -Inicio (Uno); Al fondo riela (Lo otro de uno); y Vuelta a uno-. Era la segunda vez que lo hacía (la primera fue en 2022 en el Teatro Central de Sevilla) porque, como confesaba en el encuentro con el público que tuvo lugar en el mismo teatro un día antes de su actuación, aunque las obras no nacieron en origen pensadas para conformar una trilogía, "tiene mucho sentido hacerlo así, para mí es mucho más fácil emocionalmente".
Desde ellas once de la mañana el público abarrotaba un teatro que se había quedado sin entradas para la jornada -con capacidad para cerca de 800 asistentes-, muchos de los asistentes, además, con la intención de acompañarla a lo largo de las alrededor de cuatro horas y media totales de baile. Respetuoso y cálido, el público francés de todas las edades (con algunos niños y niñas concentrados en la bailaora también) acompañaba a una Rocío Molina que a la salida del teatro, ya de noche, confesaba que su energía había ido creciendo a lo largo del día y que se había sentido especialmente emocionada en su interpretación.
A pesar del frío glacial que el fuerte viento de mistral característico del invierno de la ciudad del sur de Francia, dentro del teatro se respiraba calor: admiración, entrega y acompañamiento a una artista que vive un momento de plenitud y transitó de la fragilidad y la dulzura del arranque al exceso y el gozo del final plena de expresividad.

Rocío Molina baila con bata de cola en 'Al fondo riela (lo otro del uno)', segunda parte de la trilogía de la guitarra, durante su presentación en un sólo día en el Festival de Flamenco de Nîmes. / Sandy Korzekwa / Festival de Flamenco de Nîmes
Resultado de una crisis
La trilogía arrancó de una crisis. Y esa crisis es, probablemente, la que ha permitido a Rocío Molina alcanzar la madurez de la que goza hoy, que se refleja, gracias a esta trilogía, se en una mayor sencillez que no hace, sino ampliar la solemnidad, la emoción, la ternura, y la belleza en fin.
En el mejor momento de su carrera, cuando era artista asociada al Teatro Nacional de Chaîllot, en París, reconocida en todo el mundo por su audacia y calidad como coreógrafa e intérprete, ella describe que sintió que había construido una estructura tan aparatosa en torno a su baile que "un día te das cuenta que te metes al estudio solo para mantener un edificio de hormigón pesado". Esto se unió a su maternidad, en 2018 -documentada en su obra A grito pelao-, una experiencia tremendamente demandante en el plano físico con un fuerte impacto en su forma de acercarse al baile.
Desde la creación de su compañía propia, su baile siempre ha buscado, en cada nueva creación, trascender sus propios límites físicos "para encontrar lugares como de alteración" y llegar a la belleza a través incluso de la violencia con su propio cuerpo. Tras la maternidad, su propio cuerpo le pedía un cambio. "Necesitaba encontrar un cuerpo nuevo".
Y entonces apareció Rafael Riqueni. "Riqueni es el guitarrista de mi vida", confesaba la cantaora al público en la previa. Lo demostró en el escenario. La primera de las obras de la trilogía, Inicio (Uno), estrenada en la Bienal de Flamenco de Sevilla de 2020, es la más sencilla. Con la única presencia de guitarra y baile sobre el escenario, Molina escucha, acompaña y envuelve la interpretación de un guitarrista excepcional, frágil y dolienteEstar con él en el escenario realmente es algo fuerte porque llevo deseándolo casi 20 años", admitía.
La puesta en escena es sencilla: la caja escénica está prácticamente vacía, tan sólo con un tapiz en el suelo que refleja el blanco de los focos. La pureza del agua y el juego con dos abanicos que Molina utiliza como pequeñas aves que aletean a su alrededor son los elementos usados para mostrar esa fragilidad y la búsqueda del cuerpo nuevo, plástico, centrado en movimientos sencillos y contenidos.
En la fría mañana nimeña, algunos momentos quedarán fijados para siempre en la memoria de los asistentes: la dulzura con la que la Rocío Molina, encarnando a la niña que escuchó por primera vez al guitarrista y decidió que le acompañaría para siempre, le miraba, le atusaba el pelo y le besaba la cabeza como una madre besa a un hijo a quien quiere proteger. También la gigante soleá construida desde la sencillez de la emoción o la imprescindible Amarguras, en la que el tapiz blanco del suelo se transformaba en un manto que, cual Virgen de palio de la Semana Santa sevillana en la que se enmarca la pieza, daba peso y solemnidad al gesto de la bailaora.
Esa característica melodía de la Amarguras, una marcha de Semana Santa creada en 1918 por Manuel Font de Anta que se ha convertido en una de las piezas imprescindibles en la interpretación de Riqueni, recorrería las tres piezas de la trilogía, con homenajes de los otros dos guitarristas en cada una de las piezas posteriores.
Con ellos, confesaba Molina, Riqueni también estaba presente. "Todas mis creaciones nacen de una escucha de Riqueni", explicaba. "Lo primero que hago siempre es reunirme con el guitarrista en mi casa, con una botella de vino, para escuchar a Riqueni hasta terminar llorando y empezar a crear desde ahí", decía la jornada anterior a su actuación.
Contraste y contención
Si la primera obra de la trilogía es dulzura y quietud, la segunda explora la incomodidad y la contención. Para hacerlo, Rocío Molina quiso contar con dos guitarristas excepcionales: Eduardo Trasierrra, con quien ha colaborado en infinidad de ocasiones a lo largo de su carrera, y el joven guitarrista de moda (no tanto entonces, en 2019, cuando le propuso participar en la obra), Yerai Cortés. Le interesaba confrontar dos maneras de trabajar: la del primero, un guitarrista con un universo creador muy rico -"su capacidad armónica es infinita", describía la cantaora-, metódico y formal; la segunda, de una creatividad desbordante fundamentada en la improvisación. "Juntarlos era duro y conflictivo y me interesaba mucho la incomodidad".
En Nîmes, Trasierra, creador de la música junto a Cortés, era sustituido por un joven casi desconocido para el público, Óscar Lago que, en el segundo pase de la trilogía, a las tan poco flamencas tres de la tarde, sorprendió por su apabullante dominio técnico, con una interpretación pulcra y veloz, pero a la vez por su gran capacidad expresiva en un interesantísimo diálogo con la guitarra de Cortés. La más densa de la trilogía, el público aplaudía con entusiasmo cada intervención de una Molina que despliega aquí la expresividad de un baile contenido hasta el final, más voluptuoso y plástico, con mucho énfasis en el movimiento de sus manos. "Hay una rendición muy bonita como de decir: esto es una parte de mí, pero no es todo, y si navegas en esa oscuridad hay un tipo de placer incómodo", confesaba sobre la obra.
La ovación fue incluso mayor que el cálido aplauso de la última de las tres obras de la trilogía, que subía al escenario a las ocho de la tarde, ya noche cerrada en la fría Nîmes. Era la que mayor espacio de tiempo necesitaba para empezar tras finalizar la segunda, por un mayor montaje técnico, espacio que la bailaora aprovechaba para contar en su perfil de Instragram -"hago este vídeo para mantenerme ocupada y concentrada", confesaba- que se había duchado y había comido, pero que la energía estaba intacta y la concentración y la emoción también. Ya cerrada la trilogía añadiría que el secreto, además del arropamiento y la calidez del público asistente y el impecable trabajo del equipo del festival y el teatro, había estado en una pequeña poción que su hija, que en otras ocasiones le había acompañado a actuar en este festival al que Rocío ha venido muchas veces, le había preparado para la ocasión.
Junto a Cortés, en Vuelta a uno, Molina cierra su trilogía entregándose al exceso, con una presencia magnética en el escenario, en el que juega con el guitarrista, baila y come chucherías y llega hasta a chupar el azúcar que ha derramado antes por el escenario. Todo era juego y diversión, por tangos, serrana o taranto, con abanicos, pañuelos o un pequeño cambio de vestuario, con una naturalidad y una precisión abrumadoras. "Chema, yo esto ya no lo hago más", decía entre bromas desde el escenario interpelando a Chema Blanco, director artístico del festival. "Yo le digo que pare y no para, y yo ya no puedo más", bromeaba como parte de una obra que profundiza en el deseo inmediato y superficial.