CRÍTICA DE ÓPERA

Maria Stuarda en el Real: una función correcta y sin sorpresas

La ópera belcantista de Donizzetti está algo desaprovechada por el director de escena David McVicar, pero brillan la dirección musical y la interpretación vocal de Lisette Oropesa

Aigul Akhmetshina (Elisabetta), Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y el Coro Titular del Teatro Real.

Aigul Akhmetshina (Elisabetta), Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y el Coro Titular del Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

Las tiranteces entre Isabel I de Inglaterra y María Estuardo han dado mucho combustible a las artes: obras de teatro, películas y, por supuesto, algunas óperas, como la que este sábado se estrenó en el Teatro Real. Maria Stuarda es una de las tres obras que Gaetano Donizetti ambientó en la dinastía Tudor (el conjunto lo completan Anna Bolena, estrenada cinco años antes, y Roberto Devereux, compuesta dos años después) y tiene un libreto basado en una obra de Schiller.

Empecemos por el argumento que, como en toda ópera belcantista que se precie, no da para mucho. Isabel ha encarcelado a su prima, un poco para asegurarse la corona y un mucho porque a ambas les gusta el mismo galán: el apuesto conde de Leicester. ¿Las disputas religiosas? ¿Las pretensiones legitimistas? ¿Las conjuras cortesanas? Quita, quita, si son dos señoras la cosa no puede pasar de un ataque de celos. Varios nobles intentan persuadir a la reina para que resuelva el conflicto. Talbot y Leicester para que la indulte (no se manche usted las manos de sangre, majestad) y un tal Guglielmo Cecil, par del reino, para que le recete una dosis de hacha contra las migrañas. Aprovechando una cacería, las doñas en disputa se entrevistan en el castillo de Fotheringay, donde María está recluida. Lo que pretendía ser un acto de conciliación acaba como el rosario de la aurora, porque a las altas damas les da por dedicarse insultos impropios de su clase. Finalmente, Isabel decide firmar la sentencia de muerte, más por fastidiar a Leicester que por zanjar el conflicto dinástico. La ópera termina con los prolegómenos de la ejecución, en los que María se despide de sus partidarios y sube al cadalso con gran dignidad, sabiéndose inocente de los crímenes que se le imputan. Cuando el verdugo levanta su arma, cae el telón.

Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y el Coro Titular del Teatro Real.

Lisette Oropesa (Maria Stuarda) y el Coro Titular del Teatro Real. / Javier del Real | Teatro Real

David McVicar ubica la acción en el periodo isabelino (al menos, en lo que en los teatros de ópera se entiende por eso): la soberana cargada de bordados, pelucones y brilli brilli; señores con calzas de terciopelo, floretes en la cintura y abrigos con peletería. En el escenario, algunos elementos simbólicos, como el mosaico de ojos y orejas que hace de fondo a las estancias de palacio, el muro remachado que encierra el patíbulo o el orbe que preside toda la función y que termina hecho añicos (la metáfora, digamos, es un poco pedestre) antes de la ejecución. No me entusiasman estos planteamientos tan conservadores, pero no podemos exigir propuestas arriesgadas todo el rato (más cuando, en muchos casos, el riesgo consiste en desubicar la trama y poco más). Me crispa, sin embargo, que McVicar haya desperdiciado los pocos momentos de verdadera tensión dramática que podría ofrecernos en la función: a saber, el violento duelo entre las reinas y el episodio de la confesión con Talbot. El otro gran defecto de esta propuesta ­—por lo demás, correcta— es la pobre dirección de los actores. Gente que pulula alrededor de una mesa para manifestar cualquier sentimiento, personajes contrariados que caminan una y otra vez hasta el extremo del escenario para, entonces, fruncir el ceño y rehacer el camino andado; señores que, cuando se enfadan, no saben más que llevarse la mano a la empuñadura.

Yendo al capítulo de las voces, como imaginarán, el éxito de esta función depende, esencialmente, de la calidad de las dos cantantes protagonistas. Anoche, en el estreno, el rol de Isabel lo encarnó Aigul Akhmetshina, una mezzosoprano de voz poderosa y gruesa que viene que ni pintada para interpretar a la iracunda reina inglesa. Ancha en los graves y un poco limitada en los agudos, hace de compañera perfecta de Lisette Oropesa, la otra prima donna de la velada. La soprano, bien conocida por la afición madrileña, posee un registro que, sobre el papel, no parece el más indicado para el personaje de María. Con todo, lo resuelve admirablemente, pese a las dificultades que tuvo para mostrar el ímpetu vocal que, en ciertos momentos de la partitura, su personaje parece necesitar. Sin embargo, la hermosura de su timbre, la delicadeza en los pianos y la plasticidad de su interpretación parecieron convencer al público, que la aplaudió con entusiasmo.

Un momento de 'Maria Stuarda', que está en cartel en el Teatro Real hasta el 30 de diciembre.

Un momento de 'Maria Stuarda', que está en cartel en el Teatro Real hasta el 30 de diciembre. / Javier del Real | Teatro Real

Completan el elenco los roles masculinos, ya de por sí ingratos en esta partitura, y, para colmo, resueltos con lo justo. Ismael Jordi hace un conde de Leicester pésimamente actuado y vocalmente muy limitado. El Talbot de Roberto Tagliavini es un poco mejor, pero en ningún momento nos queda claro si siente o padece alguna de las cosas que están sucediendo en la escena. Andrzej Filonczyk hace un Lord Cecil funcionarial, que supongo que ya es bastante, porque la ópera siquiera deja claro por qué tiene tanto empeño en finiquitar a la Estuardo. Remata el elenco la Anna Kennedy (dama de compañía de la soberana depuesta) de Elisa Pfaender, que tiene un buen desempeño en su discretísima aparición. Cerrando lo vocal, hay que dedicar un par de elogios al coro del teatro, cuya interpretación de unos pasajes casi verdianos es de lo mejor de la velada (aunque los hayan vestido de aldeanos y resulte un poco desconcertante que unos paisanos estén al tanto de la política interna angloescocesa).

En el foso lleva la batuta José Miguel Pérez-Sierra, que hace un trabajo excelente en la dirección de esta ópera belcantista: a saber, adecuar el papel un tanto insulso de la orquesta (las culpas, al compositor) al mayor lucimiento de los cantantes. Al terminar, el respetable aplaudió entusiasmado a todos los involucrados. También, al director de escena y a su equipo. Pasadas las navidades, veremos un Eugenio Oneguin minimalista de Christof Loy: veremos si gusta tanto.