QUEMAR DESPUÉS DE LEER
De James Salter a Geoff Dyer: Viajar, y cómo contarlo, en el siglo XXI
En un mundo en el que turismo se ha popularizado hasta el extremo de quedarse sin ideas, y abarrotar ciudades porque han sido escenario de la serie del año, ¿qué sentido tiene escribir libros de viaje? ¿Por qué iban a leerse cuando cualquiera puede viajar a él y volver con su propia opinión?
La primera vez que Geoff Dyer subió a un avión tenía 23 años. Sus padres no llegaron a hacerlo nunca. Creció, Dyer, conocido hoy por sus crónicas de viaje y por el clásico Amor en Venecia, muerte en Benarés (Random House), el clásico sobre lo que un lugar puede hacerte, por más que no pretendas otra cosa que visitarlo —el yo turista dejándose llevar, perforar, destruir y reconstruir por la ciudad invadida—, en una pequeña localidad británica. Aunque Cheltenham es hoy una ciudad balenario ligeramente chic, no debía serlo a finales de los 50. Dyer creció en una familia obrera —su padre trabajaba en una fábrica de chapa, y su madre era cocinera en un colegio—, para quien la idea del viaje era sinónimo de un montón de dinero desperdiciado quién sabía exactamente en qué.
¿Cómo fue que apareció en él no sólo el deseo de viajar sino también el de escribir sobre viajes? No lo sabe con exactitud, pero se lo pregunta una y otra vez. Se pregunta por qué viajamos, y por qué lo hacemos a determinados sitios. En su caso, siempre son sitios atravesados por algún tipo de obra de arte. Ya sea una pieza de art landscape—como el Campo de Relámpagos de Walter de Maria, los 400 postes instalados, desde 1977, en una colina de Nuevo México en la que las estrellas te rozan los tobillos—, o lo que alguien pintó, o escribió, allí. Como la Riviera Francesa —en la que Francis Scott Fitzgerald primero vivió y luego ambientó Suave es la noche— o el Tahití en el que Paul Gauguin pintó un cuadro titulado precisamente ¿De dónde venimos? ¿Quiénes somos? ¿A dónde vamos?.
La idea de una ciudad es también pura narrativa. Dice Dyer —lo dijo la semana pasada, en Barcelona, a donde acudió para hablar del turismo en el siglo XXI, de la multitud que atestó este verano Atrani, la localidad en la que se ambientó el último Ripley, simplemente por eso, por resultar instagrámicamente irresistible— que no es que el escritor de libros de viaje deba defender la esencia cultural, histórica, social de una ciudad con su mirada —y sus palabras— hoy, cuando viajar es sobre todo coleccionar escenarios y checks. No. Lo ha sido, en realidad, desde el principio. Porque lo que sabemos de un lugar, lo sabemos porque alguien lo ha contado, y el cómo lo ha hecho determina cómo vamos a verlo, y cómo lo hemos visto desde el principio.
En parte, ese lugar existe de la forma en que lo hace porque sobre él se posó la mirada de alguien que decidió fijar aquello que veía. Pero ¿qué sentido tiene escribir libros de viaje en este siglo XXI, en el que son muchos, y no unos pocos, los que pueden posar su mirada en casi cualquier parte, y opinar por sí mismos? El mismo, dice Dyer. Porque una opinión no es un relato, y los lugares no existen —o lo hacen sólo en el presente, y no en el imaginario colectivo— sin un relato de sí mismos. He aquí la diferencia entre el turista y el viajero, pienso. El viajero trata de leer la ciudad, el turista sólo la observa. El primero trata de superponer su mirada a las que ha acumulado hasta entonces. El segundo mira con los ojos de otro, y cierto descuido.
James Salter, el escritor, fue piloto de caza y combatió en la Guerra de Corea. Viajó mucho, en misiones, cuando era muy joven. Recorrió el mundo. La vida era una aventura entonces. ¿Nació así su afición al viaje? "Supongo que plantó una semilla", se dice, en el adictivo En otros lugares (Salamandra), un compendio de sus escritos viajeros. "Vamos a lugares de los que hemos oído hablar", confiesa, refutando la teoría de Dyer. "Yo fui a Tánger después de leer a Paul Bowles", dice, y también, "No vi su Tánger, por supuesto; vi una ciudad insalubre; hasta la arena de la playa parecía sucia". Buscamos el paraíso, diría Dyer. O simplemente estar en otra parte. Una mejor, o una que existe como relato. Conquistar. No quedarnos. Salir. Ver mundo.
La manera en que cada viajero que ha escrito de la experiencia transformadora del viaje —Dyer es un experto en el asunto, sus crónicas son metacrónicas, es decir, se psicoanalizan a sí mismas— ha permitido entender la necesidad del mismo, y a la vez, la parte del mundo que se desplegaba en ese momento, desconocido, extraño, y por eso, hermoso, valiosísimo, único, a su alrededor. Salter dice dos cosas inolvidables en su libro. La primera es que la soledad purifica todo viaje —y que ni se te ocurra quedarte en la habitación del hotel por más solo que te sientas, porque "ése es el único lugar donde eres vulnerable"—. La otra es que en los viajes hay "algo ya impreso en nosotros que buscamos inconscientemente". Y se añade, y estoy de acuerdo, "a veces no tan inconscientemente".
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