Opinión | Quemar después de leer

Existe un instrumento que suena sin que lo toques

Basta con suspender tus manos sobre el theremín para que éste suene, pero no es fácil componer una melodía con él; el intérprete debe intuir dónde está la música, y en eso comparte algo con el revolucionario escritor que acaba de dejarnos: Robert Coover

El escritor estadounidense Robert Coover

El escritor estadounidense Robert Coover / SARA MARTÍNEZ

Existe un instrumento musical que no se toca y que, sin embargo, suena. Lo único que el músico debe hacer para que suene es colocar sus manos sobre él y esperar a que ocurra la magia. La magia —el sonido, un sonido, literalmente, marciano— ocurre cuando en el camino de esa mano se cruzan ondas sónicas, por supuesto, invisibles, que chocan con el único artilugio que parece salir de esa especie de teclado sin teclas, un tubo o cilindro de metal, un mástil, que permite a las manos del músico dirigir una especie de orquesta inexistente. El nombre de ese instrumento es theremín, y fue creado por un científico ruso llamado León Theremin. Su más ilustre discípula, y pariente, Lydia Kavina, pasó por Barcelona hace unos días, y obró, en directo, el milagro.

Kavina, una de las masters de tan singular otro mundo —creánme, realmente lo parece, observar cómo toca el vacío y cómo del vacío surge un sonido de ciencia ficción es asistir a un truco de magia en el que todo está pasando ante ti sin que puedas verlo—, que colaboró con Danny Elfman en la banda sonora de Mars Attacks!, el clásico de Tim Burton —el tema central de la película en la que unos pequeños marcianos con el cerebro a la vista invaden la Tierra está interpretado con ese peculiar instrumento, y Kavina ofreció una muestra de cómo—, acaba de componer un largo tema inspirado en aquello que de musical tienen los planetas. Ajá, el espacio. Porque cada planeta suena de una manera distinta. Y Mercurio es, por cierto, el que lo hace de forma más interesante, más compleja.

Antes de interpretar tan curiosísima pieza ante un auditorio perplejo, Kavina repasó la historia del instrumento. Contó cómo fue que, trabajando en el desarrollo de un sistema de alarma inalámbrico, León Theremin —todo un visionario, alguien que creía posible casi cualquier cosa—, dio con las bases del primer instrumento musical electrónico. Porque sí, toda la música electrónica está inspirada en aquello que oímos cuando las ondas chocan contra algo. Ocurrió, contó, en 1920. Y dos años después, con el artilugio desarrollado — sus modelos más elaborados parecen cómodas con botones, y mástiles, casi un robot armario, algo retrofuturista—, lo presentó ante nada menos que un Lenin convertido ya —en 1922— en primer y máximo dirigente de la URSS.

El desconocimiento, o simplemente el paso inadvertido de tan revolucionario instrumento ya más que centenario, no sólo tiene que ver con su origen —en un país comunista, no dado a industrializar el consumo de nada que no fuese estrictamente necesario—, sino con lo extravagante y raro, rarísimo, del sonido que produce, y la imposibilidad de que nadie que no esté altamente dotado para la música —un oído absoluto— pueda siquiera soñar con tocarlo. En la sala, un reputado músico se dirigió a la audiencia asegurando que, aunque parecía sencillo lo que Lydia hacía, no lo era en absoluto. Él mismo tenía un theremín en casa, y no era capaz de sacar de él sonido alguno. Porque el intérprete debe, de alguna forma, sentir, intuir, dónde está la música.

Supongo que la literatura de Robert Coover tiene algo de eso. Nadie puede intentar expandir una historia —conseguir que avance en todas direcciones y en todas a la vez— de la manera en la que lo hacía él, si no está, de alguna forma, dentro de ella, accionando hasta la última palanca en forma de palabra capaz de destapar una posibilidad múltiple. El más divertido, valiente y encantador de los escritores posmodernos norteamericanos, esos que en los años 60 hicieron saltar por los aires toda convención sobre cómo debía contarse cualquier cosa, murió el pasado 5 de octubre, rodeado de su familia, a los 92 años, en Warwick, Inglaterra. Con él se fue un tipo de encantamiento que trató, incansablemente, de llevar al ser humano, ese animal narrativo, tan lejos como le fue posible.

Ha dicho de él Ben Marcus —uno de sus más aventajados y sesudos discípulos— que Coover escribía sobre un tipo de vida que no era la vida corriente. Escribía sobre la vida que vivía en su cabeza lectora. Todo en él eran narrativas. Y formas de destruirlas. Para que nada se impusiese ni pudiese llegar a controlarle. La realidad le traía sin cuidado, estaba tocando, como cualquier intérprete de ese instrumento marciano —que también es la vida—, aquello que no se ve pero nos da forma. "Existir es ser hechizado", dice el narrador todopoderoso de ese cuento suyo que contiene a su vez todos los cuentos posibles y que se escribe mientras se lee: El hurgón mágico. Un truco de magia hecho de palabras en el que el hechizado eres tú. Larga vida al maestro, y a su lucha. Para siempre ya del otro lado de la página. Ese en el que, en realidad, siempre quiso estar.