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El niño en la comisaría, o el origen de Hitchcock

Leytonstone, el barrio londinense en el que creció el director de 'Los pájaros', organiza tours por las calles que recorrió de niño, cuando sus padres regentaban una tienda de comestibles, y dieron, sin querer, una razón a su hijo para edificar su pictórico cine

El cineasta Alfred Hitchcock.

El cineasta Alfred Hitchcock. / Sara Martínez

Laura Fernández

Laura Fernández

El túnel que lleva a la estación de metro del barrio londinense de Leytonstone, un túnel sinuoso y maloliente, a menudo repleto de mendigos, está decorado con murales, hechos de diminutos azulejos, que representan algunas de las escenas clave de los clásicos de su vecino más ilustre: Alfred Hitchcock. Por ejemplo, la escena del campanario en Vértigo, o la de la ducha en Psicosis. En este último, el director contempla de cerca a esa versión de cerámica de Janet Leigh desde su propia condición de collage. Pasé junto a él el pasado 13 de agosto, cuando se cumplieron 125 años del nacimiento del tipo que creció encima de la tienda de comestibles de sus padres, situada a escasos metros del hoy pub más famoso del lugar, llamado no casualmente The Birds. Es decir, Los pájaros.

Nada de lo que estaba en pie en la época en la que Hitchcock caminó por esas calles sigue en pie hoy. De hecho, en el número 517 de High Road, donde se encontraba la tienda de comestibles de sus padres —que luego, cuando se mudaron, abrieron un fish and chips en ese otro barrio al que se mudaron—, hay hoy una gasolinera. Y sin embargo, existe la Alfred Hitchcock of Leytonstone Society, que ofrece charlas en The Birds, el pub, que además de con una extensa y curiosa carta de cervezas artesanales —se oferta incluso cerveza de melocotón—, cuenta con sofás, una recreativa, y pájaros, obedientemente silenciosos. Parecen hechos de papel maché. Imitan el aspecto de un cuervo, y descansan en las estanterías, junto a los juegos de mesa.

Fascinada por la sensación de que su figura estaba, de algún modo, presente —como no lo estaban la de Damon Albarn y David Beckham, el otro par de ilustres vecinos de un barrio en extremo tranquilo, y sin embargo, ligeramente oscuro, de pequeñas casas de dos plantas con patio trasero—, revisioné Vértigo y descubrí que el personaje de Midge, la amiga dibujante, aún enamorada, de John (James Stewart), no sólo representaba a Alma Reville, la mujer de Hitchcock —siempre, como aquí, en segundo plano respecto al objeto del deseo, y obsesión, de su marido—, sino que había sido escrito por ella misma, pues Alma formó parte del proceso creativo de su marido desde el principio, y sin embargo, como Midge, desapareció después, sin que se diese una explicación.

Otra de las cosas que descubrí, revisionado esta vez Los pájaros, con casi vistas al pub del mismo nombre, fue que el guión era obra de uno de mis escritores cómicos favoritos: Ed McBain. El creador de la divertidísima comisaría del Distrito 87 —con sus detectives llamados Meyer Meyer, y el ridículo villano apodado El Sordo, un señor duro de oído que siempre llama por teléfono y no entiende nada de lo que se le dice— tenía distintos seudónimos. Supongo que su nombre era demasiado italiano para la industria del momento: Salvatore Lombino. El caso es que uno de ellos era Evan Hunter, el nombre con el que firmó el guion de Los pájaros. Y pese a ser una adaptación, hay algo de su humor absurdo en el asunto de los periquitos, y en la extravagante osadía de Tippi Hedren.

Le contó Alfred Hitchcock a François Truffaut en su famosa entrevista, la entrevista que centra el documental Hitchcock/Truffaut, una anécdota terrorífica que deja claro en qué consiste, y cómo da comienzo, la obsesión de un creador. La anécdota es la siguiente. De niño, un día, Hitchcock hizo algo que a su padre le pareció horrible. El niño Hitchcock no recuerda qué fue. Tampoco lo recordaba en ese momento. El caso es que el padre, con la intención de darle una lección, le pidió al jefe de policía de su barrio que lo encerrase en el calabozo durante diez minutos. Pero no se lo pidió directamente. Hizo ir al niño Hitchcock, que por entonces tenía tan sólo cinco años, con una carta hasta comisaría. Al leerla, el jefe de policía lo encerró. El resto, como suele decirse, es historia.

Lo que el niño Hitchcock sintió en ese calabozo, la sensación de ser culpable de algo horrible que ni siquiera podía imaginar —¿Qué podía haber hecho que fuese tan condenable? ¿Por qué no era capaz de recordarlo?—, se convirtió en aquello que daría forma a su cine, repleto de culpables que no saben por qué lo son. Su cine podría entenderse como una manera de revivir, una y otra vez, desde hasta la última posibilidad encontrada —porque el adulto Hitchcock se convirtió en un buscador de historias de culpables sin culpa—, aquellos eternos diez minutos. Tal vez, el responsable de los modestos Hitchcock Tours de Leytonstone se detenga, a falta de comisaría, ante el pomposo Sir Alfred Hitchcock Hotel, y lo recuerde.

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