Opinión | ESPEJO DE PAPEL

La historia insólita de Abrasha Rotenberg

El periodista argentino de origen ucraniano, padre de Cecilia Roth y Ariel Rot, engarza su periplo vital y sus exilios de la Unión Soviética y de la dictadura de Videla con los relatos de ficción de su nuevo libro

El periodista y escritor Abrasha Rotenberg.

El periodista y escritor Abrasha Rotenberg. / José Luis Roca

Abrasha Rotenberg tiene 97 años, los cumplió en Madrid el último cuatro de mayo, y los celebró con sus hijos, Cecilia y Ariel, que son, por cierto, Cecilia Roth, actriz, y Ariel Rot, músico, cofundador de Tequila con Alejo Stivel.

Es escritor, novelista, y fue uno de los grandes periodistas argentinos. Se exilió en España cuando la dictadura militar de Videla cerró su periódico y lo arrojó a él, entre otros muchos, al exilio. En Madrid vivió, en esa situación, durante 37 años. Y a Madrid vuelve desde su reencuentro con Argentina, muchas veces a estar con sus hijos, pero también para presentar, como ahora, los libros que escribe.

Este último es El moscovita desesperado (Nagrela Editores), del que dio cuenta en numerosas presentaciones madrileñas, a las que acudió siempre fresco, desafiando una edad que, obviamente, a él no le pesa. A esta conversación llegó puntual, antes que el periodista, la asumió como parte de su autobiografía, y no paró de contar hasta que se le hizo la hora de otro encuentro.

Su forma física es similar a la consecuencia de su escritura: parece salir de la pluma de un joven autor que cuenta su vida. Casi todo lo que dice, metáfora o no, tiene que ver con su propia historia de niño nacido en Ucrania, criado en la Unión Soviética y sometido primero al exilio al que lo mandó el estalinismo y, mucho más tarde, al que tuvo su origen en la Argentina de Videla. Lo encontramos en el Hotel Santo Mauro de Madrid. Al cabo de dos horas de conversación ya había seducido a los que estaban alrededor, visitantes casuales de un lugar de lujo, porque todo lo que decía parecía ser de otro mundo. El mundo de Abrasha.

Su libro es La historia de otros, todos ellos relacionados con el imperio soviético, en el que nació, Y nada es mentira, pues escribe novelas para contar la realidad de lo que le ha ido pasando. Por ejemplo, el primero de los cuentos de este nuevo volumen de sus historias tiene que ver con un soviético que va desde Moscú a Buenos Aires a vender sus sellos de enorme valor, o eso es lo que cree. Se encontró allí, después de un trayecto de fábula, en que aquella riqueza que había acumulado en Moscú no valía sino unos cuantos pesos.

En realidad esa fue una historia que tuvo otro desarrollo en la realidad, pero la fantasía es la materia en la que Abrasha envuelve su enorme capacidad de historiar lo que le pasó a el mismo, o a su familia. Hay que leer ese cuento, y todos los demás, para calibrar hasta qué punto realidad y ficción (lo que Mario Vargas Llosa llamó La verdad de las mentiras) se juntan en la mente, y en la escritura, y en la biografía, de este hombre tan singular.

“Una vez que el libro está impreso”, me dijo, “todo es verdad”. Y no importa “de dónde viene esa verdad, porque lo que está escrito es para el lector, y para el autor se transforma en la verdad”. En concreto, el cuento que le da título al libro y que representa a ese hombre poderoso al que la realidad (al llegar a Nueva York) se le diluye, pasó en otro lugar, pero le sirve a él para explicar la metáfora de la destrucción a la que el estalinismo sometió a la Unión Soviética. Él habla de ello, que sucedió cuando era un niño, pues fue testigo infantil de aquel principio de ruina estalinista, como si lo estuviera viendo, aún hoy, con unos ojos que parecen nacidos para estar eternamente ahí, mirando.

“El título”, dice, “podría dar la impresión de que hablo de Putin… Pero es la historia, todo el libro, del fracaso de la Unión Soviética… Suceden en la época de Brezhnev, cuando la Unión Soviética ya no era el sueño de Lenin sino la pesadilla de Stalin. Ese país se fue aplastando cada vez más. Como dice uno de los personajes, 'soy un ingeniero de bosques especializado y gano menos que un portero de Nueva York'. Es la época del desencanto. Ya el comunismo dejaba de ser el sueño para transformarse en la pesadilla. El personaje del primer cuento busca un futuro, pero no en la gran revolución, sino en el capitalismo decadente del que le hablaron siempre: Nueva York. Y él se da cuenta que eso que era tan negado y denigrado es para él la salida de un comunismo opresivo”.

Él nació en Ucrania, "y mira lo que está haciendo allí el actual dictador", así que su visión de la vida allí, como de su vida después en Berlín o en Buenos Aires, es nostálgica. Nació en una aldea, Teofipol, fue trasladado a Moscú a los ocho años, en su familia se alternaban fanáticos comunistas y anticomunistas. “En la casa de mi abuelo se hablaba en voz baja, en la de mis tíos se hablaba con alegría, porque éstos creían que Stalin iba a sacarnos de la indigencia, que se iba a instaurar el hombre nuevo”.

Luego tuve “la enorme experiencia de vivir en una ciudad modelo de Stalin que se llamaba Magnitogorsk, la primera o la segunda ciudad más contaminada del mundo. Cuando se hizo la revolución en lo que fue luego la Unión Soviética, esa era una revolución contra natura. Rusia era un país agrícola ganadero, que todavía tenía resabios del medioevo. Stalin quiso en diez o veinte años transformar esa Rusia agrícola, también algo ganadera, en una Rusia industrial. Proceso muy difícil. Pero Magnitogorsk era el símbolo de eso. Vivíamos en barracas, una vida horrible. Pero que a mi madre le dio el derecho de obtener una visa para Moscú. Y ahí tuve una maravillosa experiencia, porque vivía en una casa colectiva frente al Kremlin. Eso me dio ocasión para asistir de niño a los maravillosos espectáculos que había allí. Gente de todos los colores, todos en fila para visitar la tumba de Lenin”.

Estuvo muchas veces ante la tumba de Lenin. Después de “la Ucrania ambienta” allí parecía haber oro, pero no había. “El hambre era muy duro, el hambre no te deja pensar. Comíamos patatas, siempre patatas, o verdura. Jamás en los ocho años que viví en la URSS comí carne, ni un trozo de carne”.

Pero la madre se las arregló para viajar a Berlín. Allí el adolescente alcanzó a ver cómo Hitler armaba su ejército, también el ejército de los jóvenes nazis que entonan en la película Cabaret aquel himno escalofriante, Tomorrow belongs to me (El futuro me pertenece). Abrasha tuvo la oportunidad, en el tren, de encontrarse con un tipo gordo que llevaba un reloj de oro, y a él se le ocurrió gritarle “¡burgués!”, porque ese tipo de apariciones le recordaban las enseñanzas soviéticas: un personaje así es odioso más allá del telón que él había cruzado.

“Yo dije esa frase”, dice, “porque burgués era el enemigo de ese país en el que crecí… Pero ni Lenin ni Stalin fueron capaces de transformar el país que heredaron… Una experiencia muy impactante fue Berlín. ¡Aquellos chicos marchando! Me dejó fascinado eso por contraste. Porque el comunismo ruso era triste. El comunismo cubano era irresponsable. Y el nazismo se lo tomaron muy en serio y llegaron a la tragedia sin darse cuenta. Ellos pensaban que era una fiesta”.

Luego vino Nueva York. Y después vino Argentina, alternada con una época en Israel, quizá su momento más feliz, cuando se estaba haciendo, en 1952, el Estado de Israel. Escucharle hablar de todas esas épocas es como abrir un atlas del mundo, pero de ninguno de esos episodios, cuando los cuenta, desaparece Ucrania, su cuna. La evoca “con mucho dolor”. En primer lugar, “porque tengo familia todavía allí, en una zona bombardeada cerca de Dnieper, donde estaba el famoso Dnieper Petrovsky, que era una usina eléctrica muy importante. El río estaba en la ciudad que en ruso se dice Zaporiyia, una zona industrial donde se fabricaban los coches, que se llamaban zaporozhye, una especie de Fiat viejos, muy mal terminados y que había que esperar años hasta que te dijeran la cuota para que pudieras tener un coche… La historia de mi familia en la Unión Soviética está escrita en un libro mío, Última carta de Moscú. Es una historia donde el azar juega un papel muy dramático…”

Después vino Buenos Aires, y allí asentó Abrasha su peripecia de mal asiento, hasta que Videla y los suyos acabaron con su carrera de periodista (escritor, periodista, empresario) y abrazó un exilio que aquí, en España, duró 37 años, hasta que la vida lo devolvió a la que ahora es su tierra, después de haber conocido, y padecido, y disfrutado, tantas que le fueron esquivas o propicias. ¿Y ahora, Abrasha, de vuelta a Argentina, tras presentar parte de su historia en España, cómo está ese país que lo adoptó y que ahora es suyo también?

“Buenos Aires era, cuando mi padre llegó allí, el futuro… Eran los años cuarenta. Y a mí me contaron que las calles de Buenos Aires no eran de adoquines, eran trozos de oro. Era una leyenda falsa. Apenas hablé con mi padre porque se enfermó de un cáncer muy agresivo de pulmón. Ser un extranjero judío en la Argentina no era fácil. Yo vivía lo que era ser judío, porque digamos, no se hablaba. Me hice amigo de todos porque aprendí castellano rápido, por la radio”.

Abrasha se hizo argentino.Fue el azar, el azar, el azar. A los 14 años empecé a trabajar en un aserradero y me pagué las vacaciones. Cuando se estableció el Estado de Israel, en la Argentina, en el 48, necesitaban personal y como yo había estudiado hebreo, me contrataron. De ahí conseguí una beca para la Universidad de Jerusalén. Yo estudiaba economía y me fui a estudiar. Muy interesante experiencia. Israel 1950. Entonces mi papá entró en una crisis con su cáncer de pulmón y eso me hizo volver. Yo tenía 23 años. Y me dijeron que fuera a hacerme cargo de su pequeño negocio de impermeables y paraguas. Yo tenía un hermano diez años menor que yo. Y volví como para hacerme cargo”.

En Buenos Aires, de nuevo, conoció a la mujer de su vida, Dina, chilena, cantante, “ella tenía dieciocho años, yo tenía veintitrés. Setenta años juntos”. Se le quiebra la voz al Abrasha que venía contando su vida como si fuera a caballo por la Pampa, pero llega hasta su época como periodista, al frente, con Jacobo Timermans, de La Opinión, masacrada por Videla. “Fue terrible”.

Sus países, Ucrania, Argentina. ¿Cómo los ve ahora? “Ucrania es un dolor. Porque, aunque yo nací en Ucrania y me crié en Ucrania, también tengo metido a los rusos adentro. Putin cree que es Pedro el Grande, o Stalin… Y Rusia vive ahogada, vive mintiéndose. Los rusos están convencidos de que en Ucrania son todos nazis. Pero la manipulación es tal que muy pocos están en contra de Putin. Hasta ahora, porque el bolsillo les avisará del desastre…”

P. ¿Y Argentina, Abrasha?

R. La Argentina es un dolor, una herida abierta difícil de cerrar. Es el caos, es la mentira política y la mediocridad de la política. Yo, aun viendo a España o la discusión, me place escuchar. Hasta los insultos tienen más nivel acá, son más refinados, son insultos cultos, aunque digan palabrotas en España, en Argentina no tienen formación. Los políticos yo los veo en mucho más puestos en ideas, en preconceptos que en verdades vividas profundamente de acuerdo con lo que la época dice. Y la época dice que hay que tener los ojos muy abiertos porque todo lo que parece no es, no es, no es. Estamos viviendo con muchas mentiras y con muy pocas posibilidades de encontrar un buen camino. Pero ni pan tienen asegurado, ni pan.

P. Ha cumplido 97 años. ¿Qué significa la edad para usted?

R. He cumplido 97 y te voy a decir lo que yo siento. Siento que tengo años, pero no tengo vejez. Así me siento.

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