QUEMAR DESPUÉS DE LEER

Hablemos de maternidad gótica: el caso de 'El papel pintado amarillo', por Laura Fernández

Contado a la manera en que H. P. Lovecraft contaba sus historias, el relato construye una cárcel mental para la protagonista, que fue una cárcel real para su autora: la que le impuso un supuesto médico, para quien la única manera de curar el brote de histeria que le diagnóstico consistía en no volver a tocar un lápiz

Charlotte Perkins Gilman.

Charlotte Perkins Gilman. / ARCHIVO

Laura Fernández

Laura Fernández

No ocurre a menudo que un escritor hable bien de otro. Mucho menos, que un escritor escriba sobre otro. Que le conozca tan bien, que tan íntimamente haya explorado su obra, que se sienta capaz de dedicarle no únicamente unas palabras de elogio, sino incluso un libro entero. Ocurrió con Vladimir Nabokov. El autor de Lolita y Pnin, de Pálido fuego y La verdadera vida de Sebastian Knight, escribió un divertidísimo ensayo biográfico y literario sobre Nikolai Gógol. Lo publicó el año 1944. Es decir, casi un siglo después de la muerte del autor de la descacharrante, inacabada y casi un género en sí misma Las almas muertas. Nikolai Gógol, el genio ruso que lo esquivó casi todo, incluida su propia fama, había muerto en 1852, a los 42 años.

En Nikolai Gógol (Anagrama), Nabokov da rienda suelta a su pasión por la traducción -señalando los imperdonables errores en cuantas traducciones de Gógol ha leído, y traduciendo él mismo sus pasajes favoritos para que digan, por fin, en inglés, y en el resto de las lenguas, lo que en realidad dicen-, y entre innumerables anécdotas que casi parecen sacadas de una de sus novelas con escritor dentro, habla maravillas de la madre del autor de La nariz. Como si en vez de la madre de un escritor fuese, María Gógol, un personaje, dice de ella que iba por ahí contándole a todo el mundo que su hijo era el autor de cualquiera de las novelas con las que se cruzaba, ¡y era siempre una obra maestra! También decía que había inventado las locomotoras y los buques de vapor.

Entusiasta hasta el delirio, y parecida en extremo a su propio hijo hasta el punto de creer en la misma clase de horrendo infierno -inventado por ella misma-, María Gógol es un extraño tipo de madre de creador, similar al que fue el padre del pintor J. M. W. Turner, que vivía para comprarle a su hijo lienzos y pigmentos, y creía en él tantísimo que, cuando murió, el pintor quedó huérfano en más de un sentido. En el otro extremo de ambos ejemplos se situarían la madre de John Kennedy Toole, que trató a su hijo como un juguete, y la inevitablemente desesperada madre de Charlotte Perkins Gilman. Lo que ocurrió con la madre de Charlotte Perkins Gilman es que, como contó en su autobiografía, sólo se mostraba afectuosa con ella cuando creía que estaba dormida.

¿Maternidad o tortura?

Charlotte Perkins Gilman, feminista pionera -nació en 1860, e involucrada en las luchas por los derechos civiles de las mujeres entre finales del siglo XIX y mediados de la década de 1920-, y pionera también en la fundación de una pretérita ciencia ficción -sus relatos no se parecían a ningún otro porque se alejaban hacia un futuro utópico en el que todo era, por fin, posible-, es autora del gótico y terrorífico relato El papel pintado amarillo (Alpha Decay). En El papel pintado amarillo una mujer sin nombre acaba perdiendo la cabeza -en plena depresión posparto, la propia Gilman dijo que la maternidad nunca encajó con ella, que su bebé sólo le provocaba sufrimiento-, encerrada como ha sido en un cuarto de paredes forradas de un monstruoso papel pintado amarillo.

Contado a la manera en que H. P. Lovecraft contaba sus historias, con a la vez, ese algo hipnótico y poderosamente cercano -el propio Lovecraft dijo de él que se elevaba al nivel de los clásicos-, el relato construye, en muy pocas páginas, una cárcel mental para la protagonista, que fue una cárcel real para su autora: la que le impuso un supuesto médico -al que no teme citar, como hizo Anna Starobinets en Tienes que mirar (Impedimenta), su memoir sobre lo terrorífico de un embarazo malogrado en el atroz laberinto de la burocracia sanitaria rusa- para quien, la única manera de curar el brote de histeria que le diagnóstico consistía en no volver a tocar un lápiz -ni hacer otra cosa que cuidar al bebé- el resto de su vida.

Relato absorbente

Maggie O'Farrell, la autora de la celebradísima Hamnet, y de, también, El retrato de casada (Libros del Asteroide), ha escrito sobre el impacto que le supuso leer El papel pintado amarillo cuando tenía 16 años. Había pedido como regalo de Navidad un volumen titulado The Oxford Book Of Gothic Tales, una recopilación de cuentos de terror. Se metió en la cama, aquella misma Nochebuena, a leerlo, y estaba a punto de apagar la luz, cuando dio con el inicio del relato de Gilman y, de repente, fue como si el cuento la succionara. Ocurre cada vez. Leer a Gilman tiene algo de iluminación macabra. Desapareces ahí dentro, y apareces al final del relato preguntándote qué ha pasado, y dónde está el papel amarillo, ¿has logrado, tú también, escapar, como todas esas otras mujeres?

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