CONGRESO DE LA LENGUA ESPAÑOLA

"Es la hora del español, con todos sus acentos y matices"

En una inauguración en la que también participaron el escritor nicaragüense exiliado Sergio Ramírez y el alcalde de Cádiz, 'Kichi'; Elvira Lindo, Luis García Montero o Soledad Puértolas, el Rey puso tarea a los académicos: el siglo XXI tiene que ser el del idioma

El Rey Felipe VI, en su discurso de inauguración del IX Congreso de la Lengua Española de Cádiz.

El Rey Felipe VI, en su discurso de inauguración del IX Congreso de la Lengua Española de Cádiz. / Jorge Zapata - EFE

Juan Cruz

Juan Cruz

Sentimiento, rabia e información. Sergio Ramírez y Elvira Lindo, aquel como nicaragüense desposeído de su nacionalidad, pero no de su lengua, por el sátrapa que gobierna su país, y su colega española, gaditana de raíz, se encargaron de dar el grito personal con el que arrancó en la mañana de este lunes el IX Congreso de la Lengua Española.

Fueron, con Luis García Montero, poeta que dirige el Instituto Cervantes, los que apelaron al sentimiento (en el caso de Ramírez, a la rabia también) para explicar la lengua, la que hablan, la que escriben, la que cuidan y comparten, como vehículo de la vida y como regalo irrenunciable hasta la muerte.

La información estuvo a cargo de la académica Soledad Puértolas, que desgranó la importancia que la palabra mestizaje ha tenido a lo largo de la historia posterior a los descubrimientos. El asunto va a ser central en estos debates académicos, y ella ilustró a sus colegas sobre la importancia que hoy tiene, en el mundo, el respeto al diferente que no lo es, o que no nunca debió serlo.

La otra parte de la información, dicha con paciencia y buen ánimo, como si estuviera delante de un auditorio de colegas, la aportó el rey Felipe VI. El monarca, que venía de Santo Domingo, de un encuentro de la política, afrontó su compromiso académico con la calidad de un periodista, algo que no le debe costar pues tiene periodista en casa.

Explicó el rey, como un reportero que conociera uno a uno los distintos retos que tiene la lengua española, común en tres continentes, las distintas instancias que han vivido los sucesivos congresos de este carácter. Desde que comenzaron tras la Exposición Universal de Sevilla, en 1992, hasta este que se celebra en Cádiz y que tuvo que haberse producido en Arequipa (Perú), de donde “las circunstancias” habidas en aquel país desaconsejaron hacerlo debido “a la situación”.

Entusiasmo del alcalde anfitrión

El pistoletazo de salida, antes de estos otros parlamentos, corrió a cargo del alcalde más intrépido de España, José María González Santos, al que apodan 'Kichi', que habló desde el gaditano que es, como si estuviera reproduciendo las palabras autóctonas que estos días adornan casas y plazas de esta ciudad a la que también llaman Tacita de Plata. 'Kichi' echó mano de esas palabras que son sólo gaditanas, las mezcló con virtudes civiles propias del lugar (identidad, carácter, humor) y, dicho con estas palabras, se encontró “entusiasmado, muy entusiasmado, de su llegada”. Lo aplaudieron como si hubiera prolongado la música (El amor brujo) que había sonado en el auditorio Manuel de Falla justo antes de que él se dirigiera a los Reyes y a los académicos para explicarles (“Señores y señoras, niños y niñas”, eso dijo) por qué Cádiz es una ciudad feliz.

Luis García Montero, el director del Instituto Cervantes, trajo otra vez el sentimiento, el eco inacabable de Rafael Alberti, su maestro. “El mar. La mar / El mar. ¡Sólo la mar! / ¿Por qué me trajiste, padre, a la ciudad?” El exilio de Alberti, el exilio de Sergio Ramírez (Gioconda Belli, la poeta, también recién desposeída por Ortega, contemplaba desde un palco la crónica de su propio drama), el exilio republicano, fueron en las palabras del poeta granadino para trazar una crónica general de los destierros.

Contra las satrapías también está la lengua, el buen uso de la lengua para la libertad. De eso se va a tratar, dijo, en este Congreso, del “mestizaje y la interculturalidad, el mar o la mar por medio”. Esos elementos “nos ayudan a tomar conciencia desde la lengua y la cultura de todos los debates fundamentales heredados del siglo XX y ensanchados con la transformación digital del siglo XX”.

Luego le pondría más tareas el Rey, pero así terminó el responsable del Cervantes su vadamecum poético a favor de la palabra, echando mano del gusto de 'Kichi': “Si hablamos de multiculturalidad y lengua, me gustaría que este Congreso hiciese suya una de las consignas más populares del Cádiz Club de Fútbol: 'La lucha no se negocia'. Que así sea”.

Elvira Lindo hasta tarareó en el escenario, después de que García Montero evocara, como una figura gramatical de Andalucía, aquella imprecación de Lola Flores, “si me queréis, irse”. La escritora, que nació en Cádiz, se fue con músicos andaluces por La Habana para dar naturaleza al sonido que acompaña a estas dos ciudades que tanto se parecen.

Ella evocó a sus padres (el padre, tan joven), que la recibieron aquí como si fuera un regalo de Reyes. En Cádiz aprendió el gracejo que nunca ha perdido (y que está en su modo de decir y en sus libros). La hicieron incluso, dijo, “hija predilecta”, y con esa realidad gaditana anda por el mundo desde 1962. Es de Cádiz, “y ser de aquí” es su identidad, hija de una ciudad “a la intemperie” en la que la pureza no existe. “¡Y por qué no la harán a Cádiz”, exclamó, “patrimonio inmaterial de la humanidad!”.

Discriminaciones y exilios

Una sociedad mestiza desde hace rato, como diría enseguida Soledad Puértolas sobre el resultado que ha tenido la lucha de siglos contra la discriminación, batalla que, como dijo a mediados del siglo XX el cubano Gastón Baquero, “no condujo a la confrontación sino al acopio de riqueza”. La riqueza, dijo la académica, es la diversidad. “Asumir nuestro mestizaje es nuestra vida”.

El discurso de Sergio Ramírez fue piel y alma, a las dos condujo su palabra. Lanzado al exilio por Daniel Ortega, soslayó ese nombre propio porque lo juntó con otros dictadores que, como éste, han sido en la Nicaragua que ama, cuya lengua es la de esta patria común que ahora, por ejemplo, comparte en España, trabajando desde aquí para seguir diciendo “lo que los tiranos no quisieron oír y quisieran prohibir”.

En la estela de otros desterrados, los perseguidos por los nazis, los maltratados en Polonia, los que huyeron de quienes hicieron de Rusia una patria peor para los suyos, los exiliados de España y de América Latina, dicen con él, esto dijo, para acabar: “Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en la boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La lengua que nadie puede quitarme de la que nadie puede desterrarme. La lengua, que es mi patria”.

En el balcón de enfrente el periodista alcanzó a ver los ojos solidarios de Gioconda Belli.

Luego el director de la Academia de la Lengua, y presidente de sus colegas hispanoamericanos, Santiago Muñoz Machado, desgranó la historia de la relación antigua del idioma común, el ministro de Asuntos Exteriores, José Luis Albares, puso subrayados a la virtud política que supone el cuidado universal del idioma, pero fue el rey el más didáctico, el más periodístico y el más preciso.

Pónganse a trabajar, dijo, para hacer del siglo XXI “el siglo del español”. Es “la hora del español”. No leyó casi, miraba fijo al auditorio académico. Es una lección que ya tiene aprendida, por lo menos desde 1992, cuando estos congresos empezaron a decir con el diverso acento español de todas partes que la lengua junta, y libera.    

El discurso de Sergio Ramírez

'LA LENGUA QUE ES MI PATRIA'

A la memoria de Jorge Edwards, premio Cervantes de literatura

Cerca del lago Xolotlán en Nicaragua, pueden verse unas huellas que quedaron impresas en el lodo hace dos mil años. Pies de adultos y de niños, que atestiguan la huida de una erupción volcánica, ríos de lava, cielos encendidos, la tierra que se estremece.

Desde entonces siempre hemos estado huyendo de algo, terremotos y huracanes, guerras civiles y tiranos agarrados al poder, el primero Pedrarias Dávila, el Furor Domini, muerto a los 91 años, y quien se hacía cantar cada año una misa de difuntos, yacente en un catafalco en el altar mayor de la catedral de León, del que se levantaba para ordenar que perrearan a los indios insumisos; y quinientos años después, el tirano que es el mismo y es otro sigue envejeciendo en su cama y en su trono, y desvaría en sus mandamientos y arbitrariedades, dueño de vidas y haciendas sigue imponiendo el silencio, llena las cárceles, condena al destierro, un rostro superpuesto sobre el viejo rostro en la fantasmagoría de los siglos.

Los letrados escribieron las constituciones y las leyes de los tiranos iletrados, y las repúblicas de papel encubrieron el aparato siniestro del despotismo que nunca fue ilustrado. Y las armas han cobrado siempre su precio a las letras que pugnan por la libertad, porque el oficio de escribir es libre por naturaleza, y el poder, cuando quiere ser absoluto, mal disimula su inquina contra la imaginación, que es libre, y es crítica del poder, y contradictoria, y rebelde a las servidumbres por naturaleza.

Porque no tienen sentido del humor alguno, las tiranías castigan las burlas y ficciones de las novelas mandando prohibirlas, y quien las escribe debe pagar con el destierro, y enfrentar la pretensión de que te quieran quitar tu país, borrar tu fecha y lugar de nacimiento, tu memoria y tu pasado y tus palabras, porque, en el delirio de las arbitrariedades caprichosas que se adueñan de la cabeza de los tiranos, creen suya la facultad de hacerte desaparecer, como en uno de aquellos conjuros de la Camacha de Mantilla, la hechicera de El coloquio de los perros, que “congelaba las nubes cuando quería, cubriendo con ellas la faz del sol y, cuando se le antojaba, volvía sereno el más turbado cielo”.

Pero las palabras de los libros quedarán siempre allí, duras y luminosas, aceradas y punzantes, y siempre volverán a los ojos cada vez que abramos un libro que un día fue prohibido, para decirnos otra vez lo que los tiranos, desde sus sueños maléficos de grandeza y de poder, no quisieron oír, o quisieron prohibir.

“Pequeño libro, irás, sin que te lo prohíba ni te acompañe, a Roma, donde, ¡ay de mí!, no puede penetrar tu autor. Parte sin ornato, como conviene al hijo de un desterrado…”, canta Ovidio en Las tristes, desde su exilio en el Ponto Euxino.

“Los libreros nos rechazarán. Las tropas de asalto de las SS romperán los escaparates… la palabra ha muerto, los hombres ladran como perros”, escribe Joseph Roth en una carta a Stefan Zweig en octubre de 1933, con poder más que adivinatorio de la catástrofe nazi que se acercaba, para cercar y cercenar vidas y hacer arder en hogueras las palabras.

"Lengua mía fiel, / te he servido. / [...] Has sido mi patria, porque me faltaba cualquier otra…”, escribía Czesław Miłosz, condenado a la inexistencia en Polonia, porque todos sus libros habían sido prohibidos, y él condenado al destierro.

Pero es imposible borrar las palabras. “La literatura es la única forma de seguridad moral que tiene la sociedad…aunque sólo sea porque trata de principio a fin sobre la diversidad humana y esta es su razón de ser”, viene a recordarnos otro proscrito, Joseph Brodsky.

En América Latina, que es mi patria, y en España, que es así mismo mi patria, sus escritores han fraguado su vida alguna vez en el fuego del exilio, que ha moldeados sus soledades, y sus esperanzas, y ese vislumbre del regreso a la tierra perdida, no cesa en la memoria, ni cesa en la lengua, siempre despierta en la boca.

“País de la memoria donde nací/ morí/ tuve sustancia/huesitos que junté para encender/tierra que me enterraba para siempre”, dice Juan Gelman, exiliado de su patria por otra dictadura, al fin y al cabo, cada quién ha tenido la suya, su pedazo de pan amargo en la lengua estragada.

Y desde aquel lado, de otro lado del vasto territorio de La Mancha océano mediante, adonde tantos españoles fueron a hacer la América en su exilio, Luis Cernuda escribe: “Si yo soy español, lo soy/A la manera de aquellos que no pueden/ Ser otra cosa: y entre todas las cargas/ Que, al nacer yo, el destino pusiera/Sobre mí, ha sido ésa la más dura".

Si yo soy nicaragüense, lo soy a la manera de quien no puede ser otra cosa. Nicaragüense de mi lengua, que es la lengua en boca de todos, desde la que no hay exilio posible, porque la lengua me lleva a todas partes, me quita cárceles y destierros, y me libera. La lengua que nadie puede quitarme, de la que nadie puede desterrarme.

La lengua, que es mi patria.