CRÍTICA DE ÓPERA

Un divertido lío de narices en el Real

'La nariz', primera ópera de Shostakóvich, brilla a nivel musical y escénico en el coliseo madrileño, aunque algunos espectadores abandonaran en su estreno de este lunes ante lo rompedor de su planteamiento

El tenor Dmitry Ivanchey (a la izda.) y el bajo barítono Martin Winkler (un desnarigado Kovaliov protagonista de la obra) en un momento de 'La nariz' de Shostakóvich.

El tenor Dmitry Ivanchey (a la izda.) y el bajo barítono Martin Winkler (un desnarigado Kovaliov protagonista de la obra) en un momento de 'La nariz' de Shostakóvich. / Javier del Real | Teatro Real

Esto no es serio. El vanidoso mayor Platón Kuzmitch Kovaliov ha amanecido desnapiado. Se dice que la mujer de Iván Yákovlevich ha encontrado el repugnante apéndice en su masa de pan: situación sospechosa en la casa de un barbero. Mejor tirarla al río. Kovaliov corre a la comandancia más cercana, hay que denunciar una desaparición."Cada día se pierden cosas", le responde el oficial y se encoge de hombros. Qué gran calamidad: ¿con qué cara se presentará ahora en las casas nobles de la ciudad? ¿Cómo paseará por los parques y las avenidas su rostro mutilado?

Sobre esta absurda premisa (inspirada en un cuento de Gógol), Dmitri Shostakóvich compuso su primera ópera. No hay grandes historias de amor, ninfas chapoteando entre el oro del Rin, héroes dispuestos a matar dragones ni bohemios palmando de tuberculosis. Un burócrata ha perdido la nariz y el gremio de periodistas se burla de él ofreciéndole rapé. Esnifa, esnifa. Con elementos tan escasos, el joven compositor armó dos horas de música frenética, absurda, vagamente romántica, circense y grotesca. Hay, ¡incluso!, pasajes interpretados por un coro de carraspeadores y escupitajos perfectamente sincronizados y cada uno en su nota: un portento.

No solo las solemnes epopeyas merecen un gran despliegue escénico: La nariz involucra a una treintena de solistas (que pueden cuadriplicar sus roles para encarnar a los setenta y ocho personajes que aparecen a lo largo de la obra), además del coro, bailarines y una orquesta salpicada de instrumentos tradicionales rusos (domras, balalaikas) e instrumentos de percusión de naturaleza variopinta. Fíjense: hay un pasaje rítmico ejecutado con tijeretazos a periódicos.

El planteamiento es bastante elocuente. Cosas de la vanguardia, ya me entienden. El buen Shostakóvich no llegaba a la treintena y aún no se había dado de bruces con la Asociación de Músicos Proletarios de Rusia, que lo terminaron acusando de modernete filoccidental y de abstracto contrarrevolucionario. Tampoco con el artículo que Stalin le dedicó en el Pravda (la tiranía genocida no es incompatible con la crítica de ópera) a propósito de Lady Macbeth de Mtsensk, titulado Caos en vez de música.

Para interpretar con éxito esta complicadísima bufonada, el Teatro Real cuenta con la formidable dirección de Mark Wigglesworth, que logra sostener el endiablado rigor rítmico y melódico de la partitura con una eficacia pasmosa. Cerca del final, hay un cuarteto en que dos parejas leen al mismo tiempo las idas y venidas de su correspondencia, cada cual a su aire, encabalgándose como si fuese un motete escrito en contrapunto. Virtuosismo al servicio de la nada, ejecutado con una limpieza admirable. Añadamos, para redondear la velada, la propuesta escénica de Barrie Kosky, a quien la parroquia del Real ya conoce por su Flauta Mágica a lo Buster Keaton. Es una chifladura maravillosa, construido sobre elementos circulares, como si toda la función fuese un gran corro de la patata.

A los alocados elementos escénicos (mesas-bicicleta que deambulan por aquí y allá, muchos tapetes fileteados con encajes) se les une la caracterización nariguda de toda la concurrencia, para desgracia de nuestro chato protagonista. Mujeres barbudas con el pelo crepado, ciudadanos con el pantalón subido hasta las axilas, gendarmes con mostachos desproporcionados y señoronas vestidas como tartas de fresa. Bailan, corren y se abalanzan sobre el desdichado Kovailov, cuya pomposidad y gallardía siempre está en duda: ¿dónde queda la elegancia y la virilidad cuando no se tiene nariz?

Kosky acentúa la sensación de esperpento añadiendo episodios coreográficos cada vez más escandalosos. Mención especial al número de narices con patas que bailan claqué, que consiguió el único aplauso de la noche (es una música sin pausas, conste: no hay donde meter las palmas). Para engrandecer la función, el personaje principal está interpretado por un Martin Winkler (¡siempre he querido escribir esto!) en estado de gracia. El tipo es un portento, y logra encajar sus habilidades vocales con una extraordinaria vis cómica, entre el clown y el caricato, entusiasmando a un auditorio ya conocido (se ha subido a las tablas capitalinas durante el ciclo wagneriano y en la recientísima Arabella) y arrancándole alguna carcajada no disimulada.

El aplaudido número de las narices que bailan claqué.

El aplaudido número de las narices que bailan claqué. / Javier del Real | Teatro Real

Tras dos horas chistosas y agónicas (no es una música fácil y Shostakóvich nos va zarandeando con acelerones, frenazos y falsos finales; interpela al público, al director de la orquesta y a la posteridad), nuestro desnarigado amigo se reencuentra con su anhelada prolongación y, entre dimes y diretes, recupera la tan ansiada normalidad. En ese momento, como si la cosa no fuese suficientemente disparatada, sale a escena Anne Igartiburu con un vestido de lentejuelas rojas y se pregunta qué demonios estamos haciendo allí, perdiendo la tarde en semejante despropósito. Un poco de razón tiene, la verdad. Yo mismo estaba intentando averiguar si aquella pérdida nasal era una metáfora sobre la impotencia, alguna epidemia de sífilis o una fábula psicoanalítica. Pareciera que el arte debe ocuparse continuamente de las grandes cosas de este mundo, sean ellas cuales sean. ¿Es que un hombre al que se le ha caído un trozo de la cara merece menos atención que un botarate nórdico que se ha construido un adosado en el Walhalla?

La noche en que Stalin fue al Bolshói a cabrearse con Dmitri, se cuenta que el compositor lo veía retorcerse en la silla y que se largó antes de terminar el tercer acto. Aunque el distinguido público abonado a los estrenos del Real no peque de bolchevismo, algunos hicieron lo propio. Unos con discreción, otros con afán de protagonismo. No hubo entreacto en el fugarse discretamente. Lástima. ¿A quién se le ocurre programar una ópera de hace noventa años? Qué manía con las moderneces.