EVOCACIÓN LORQUIANA

García Lorca apura la noche habanera gracias a Víctor Amela

El periodista y escritor ha evocado los tres meses de 1930 que el poeta pasó en Cuba en su novela 'Si yo me pierdo'

El periodista y escritor Víctor Amela, con una máscara de Federico García Lorca.

El periodista y escritor Víctor Amela, con una máscara de Federico García Lorca. / PEPE TORRES | EFE

De todas las manifestaciones lorquianas del 2022 -y mira que ha habido- la novela Si yo me pierdo de Víctor Amela (Destino) ocupa un lugar especial, por lo poco explorado de lo que cuenta: la visita del Federico García Lorca a Cuba en 1930. No hay sufrimiento aquí. De hecho, es el reverso luminoso de otra ficción que el periodista barcelonés dedicó al poeta granadino, Yo pude salvar a Lorca, pintado con los tonos siniestros de su trágica muerte y la emoción de los recuerdos familiares del propio Amela. Si yo me pierdo, el envés de aquello, relata uno de los momentos más exuberantes del autor del Romancero gitano. Ha pasando ocho meses en Nueva York y a punto de regresar a España recibe la invitación para impartir tres conferencias, que se convertirían en nueve, en La Habana y otras ciudades cubanas. Tres meses de felicidad.

“En ese entorno propicio -sostiene Amela-, Lorca descubre una nueva libertad interior. Allí están los mulatos, la belleza femenina que tanto admiraba, los olores, la música. Además, le cuidan como a un príncipe. Se vuelve loco”. Su amigo el musicólogo Adolfo Salazar cuenta que cuando se topaba con grupos de músicos, habitualmente negros, que tocaban en la calle, les pedía permiso para tocar la clave y se arrancaba a cantar. El lector, sin embargo, conocedor del final de esa historia, lee esa felicidad con una enorme inquietud.

Una Habana fantasmal

Inquietud también sintió la familia de Amela cuando nada más levantarse el confinamiento de la pandemia, en diciembre de 2020 y todavía sin vacunas, el periodista decidió hacer por fin el postergado viaje a Cuba que necesitaba para escribir este libro. En las calles desiertas de turismo de La Habana, con el Floridita o La bodeguita de enmedio cerrados, el autor se pasea en el libro por una ciudad paralizada por el covid. “Estaba buscando un fantasma en una ciudad fantasma, un espectro del lugar rutilante, esplendoroso y casi obsceno que fue cuando la visitó Lorca”, explica.

La experiencia cubana es decisiva para un Lorca que se sabe homosexual, aunque no pueda expresarlo directamente, y que ya se ha identificado con los más desfavorecidos: los gitanos y las mujeres. “Lorca venía de Nueva York, donde había empatizado con los negros de Harlem que consideraba, como escribió, carne robada al paraíso y le dolió que muchos negros entonces persiguieran la felicidad imitando a los blancos. Cuando llegó a La Habana se encontró con algo nuevo, “negritos sin drama” que no rechazan lo que son y cantan y bailan por las calles”. El siguiente paso para Amela es inferir que el ejemplo de pasarse por el forro la supuesta lacra de su identidad por parte de los negros revierte en el poeta. “Yo me voy a perdonar, dice, me voy a reconocer cómo un hombre que ama a otros hombres y voy a escribirlo”. De ahí surge El público, su obra maldita, oscura y a la vez explícitamente gay, que escribió en las cuartillas amarillas del Hotel Unión, donde se alojaba y que tuvo que esperar 53 años a ser estrenada.

La voz perdida

El Lorca de Amela ama a los mulatos; viaja a Santiago mientras fuma –“coral en la tiniebla”, como escribió-; guarda en su bolsillo rodajas de mortadela; visita la mansión de los Loinaz, la Casa Encantada, donde comparte juergas nocturnas con su buena amiga Flor, hermana de la premio Cervantes Dulce María y del inestable Carlos Manuel, quien llegó a quemar un manuscrito de El público en un ataque de locura. A Flor, lesbiana, le dice: “tú eres a tu sexo, lo que yo al mío”. También le vemos hablando en Radio Caibarién, donde 90 años después Amela buscó una grabación de la voz de Lorca, “una posibilidad entre un millón”, sin encontrarla. A día de hoy, no existe ese registro. La voz magnética de cambiantes inflexiones del poeta fue definida por Lezama Lima, que le conoció entonces como, “bronce y arena”. “Visité a Pepín Bello ya centenario -explica el periodista-, se jactaba de ser la única persona que podía verificar la voz de Lorca, pero no es cierto. Hoy la única que podría hacerlo es Tica, la sobrina, a quien he dedicado la novela y a la que Lorca tuvo en sus rodillas. Todavía hoy a sus 92 años si le preguntas es capaz de entonar El papagallo verde, la misma canción que le cantaba su tío. Conocerla ha sido una de las cosas más emocionantes que me han pasado”.

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