PUERTAS A OTRA PERCEPCIÓN

Woodstock 99, el festival Burning Man y un encuentro 'ecosexual': tres formas de alucinar que nos cuentan series y libros

Rock, sexo y fuego se cruzan en estas historias que acaban de aterrizar en España y, aunque sucedan en Estados Unidos, ayudan a mostrar tres modelos de celebración excéntrica que proponen un cambio moral… con muy diferente resultado 

'Fiasco total: Woodstock 99'

'Fiasco total: Woodstock 99'

Gabi Martínez

En el último capítulo de la miniserie de Netflix Trainwreck. Woodstock 99 un grupo de chavales airados y probablemente colocados hasta las cejas trepan por las patas de la torre de telecomunicaciones que acaban de derribar y empiezan a gritar y saltar rodeados por las llamas. Así concluyó el festival de tres días celebrado en Rome, Nueva York, que pretendía recoger el testigo del mítico Woodstock celebrado treinta años antes bajo la consigna Paz y Música.

Treinta años de finales del siglo XX dan para muchos cambios. Así que, en lugar de en los verdes campos de una granja, el festival se celebró en unas instalaciones militares, sobre suelo de asfalto y entre hangares. El rock del 69 se sustituyó por, sobre todo, bandas de rock duro (durísimo) que, aparte de algunas reivindicaciones, a menudo cantaban temas alentando a destruir tanto el “sistema” como el tenderete de refrescos más cercano. Una propuesta que podías empezar a considerar en serio al darte cuenta de que los del chiringuito te estaban vendiendo una botella de agua por cuatro dólares -piénsalo: en 1999, cuatro dólares- después de que en la entrada te obligaran a dejar tus propias reservas de agua fuera del recinto “por cuestiones de seguridad”.

Una seguridad que por cierto no era profesional. Algunos de los reclutados, chavales más o menos corpulentos de incluso 18 años, explican a la cámara cómo un día un hombre les propuso ganar quinientos dólares si se apuntaban al cuerpo de controladores. Les hizo firmar un papel y andando. Además, como la cosa iba de amor (y beneficios), el número de vigilantes resultó ínfimo en proporción a los alrededor de 400.000 asistentes.

Los promotores tenían claro que había que amortizar el evento, de modo que también racanearon al subcontratar el servicio de limpieza de retretes y de recogida de basuras. Después del primer día, aquello era un estercolero recalentado por el sol rutilante que multiplicaba las insolaciones y los golpes de calor, sin sombras para refugiarse. Las incomodidades azuzaron la hostilidad. Y las letras incitadoramente agresivas y el consumo creciente de drogas -las pastillas y los polvos son más difíciles de controlar que las botellas- desmadraron al respetable. Violencia, abusos, colapsos de todo tipo. Impresiona cuando el público comienza a lanzar cientos o miles de botellas vacías al escenario. Luego, esa acción se normaliza y la lluvia de plástico pasa a formar parte de la escenografía habitual en cada actuación.

Pese a las múltiples crisis, la organización no intervino y la cosa acabó en llamas. El documental mantiene la tensión pivotando desde el foco, hipnótico foco, de la marea humana que cobra infinitas formas, siempre con alguien llevado en volandas, a veces desnudo, a veces sin consentimiento. A veces la masa se abre de pronto dejando un gran hueco donde unos cuantos machotes se empujan y atizan bestialmente, a veces el engrudo humano se ilumina en bloque con linternas o móviles como si fuera una intimidante luciérnaga… un organismo policéfalo que expresa sus vibraciones mugiendo al unísono y actúa como un cuerpo impredecible y cada vez más furioso.

Woodstock 99 ofreció un microcosmos útil para resumir cuánto han cambiado algunas cosas en tres décadas. Embriagados por el mito del 69, miles de jóvenes se movilizaron nostálgicamente para pasarlo tan bien como se lo habían pasado sus padres, un propósito tan romántico como peligroso porque el mundo cada vez más frenético en el que esos chicos vivían era una herencia de algunos de aquellos que lo habían pasado tan bien, sí, pero cribado por la trituradora espiritual del neoliberalismo capitaneado por Reagan y Thatcher. Y ese mundo había multiplicado la velocidad de las cosas aumentando sobremanera el ruido, las tensiones, la ira atmosférica, mientras, por otro lado, los organizadores habían adaptado su ambición al ritmo de los tiempos y confiaban en enriquecerse aún más que en el 69.

De manera que aquellos tres días de julio son una cápsula utilísima para explicar lo que la codicia empresarial puede provocar en un grupo joven al límite que, al saberse engañado por quienes tenían por gente de confianza, se desencadena. Útil para contemplar cómo unos cuantos pervertidos del 69 intentaron dar el golpe treinta años después pensando, curiosamente, que los chavales solo habían cambiado porque tenían más dinero en los bolsillos, y hasta podían colarles un Woodstock como cualquier otra marca comercial, en directo por la MTV, accesible en pay per view.

Pero, ¿por qué los chicos reaccionaron de manera tan destructiva al darse cuenta del timo? Porque una cosa es enfadarse y otra lo que ocurrió allí. Una posible respuesta la desliza una asistente al Woodstock original que repitió en el 99 y, al ver cómo la falta de respeto se va enseñoreando del recinto militar y todos los asistentes se muestran ajenos a los principios de paz hippie que a ella la hicieron feliz en su día, dice: “A lo mejor a estos chicos les falta cariño”.

Locura en el desierto

Semejante intuición conecta con la simbólica anécdota que William Atkins recoge en el Burning Man, el festival que se celebra cada año en el desierto de Black Rock, Nevada. Esta es la anécdota: un antropólogo pregunta a un indio hopi por qué tantas canciones de su pueblo hablan del agua. “Pues muy sencillo -dice el indio- porque el agua es muy escasa”. Y entonces le pregunta él al antropólogo: “¿Y por qué tantas de las vuestras hablan de amor?”.

Atkins había acudido al festival para incluir la vivencia en su libro sobre desiertos El mundo inconmensurable, así que durante una semana estuvo desplazándose en bici por la impresionante llanura acordonada que supervisaban varias patrullas de policía, mascando polvo asado por el sol impío, rodeado de personas que exprimían una realidad paralela donde cabían todo tipo de drogas, interacciones personales y creaciones artísticas tan cautivadoras como a menudo gigantescas y disparatadas. Normal, los participantes debían estar a la altura del colosal muñeco de madera que cada año, y desde 1987, se quema para éxtasis colectivo.

Asistentes al festival Burning Man en 2016.

Asistentes al festival Burning Man en 2016. / Jim Urquhart

Atkins se sintió como dentro de un cuadro de El Bosco, pululando por un limbo en el que “no había respiro digno de ese nombre. Solo aceptando el caos podía impedir uno la desesperación”. La diferencia entre este caos y el de Woodstock 99 fue que la gente lo deseaba desde el principio. Sabía a lo que venía. Nada de nostalgias ni copias: una fiesta genuina y madura orientada hacia el exceso. La de Black Rock era una vorágine perfectamente organizada, hasta incluía un cartel de advertencia a la entrada de aquella ciudad temporal: “Riesgo de lesiones graves e incluso de muerte”, porque el festival suma varios cadáveres en su haber.

Por eso, en la inmensa playa seca auspiciada por la enorme figura del Man había agua suficiente, la limpieza necesaria, enfermeros próximos y competentes, y uno podía disfrazarse de bisonte o ir en lo alto de un vehículo rodante impulsado por velas blancas mientras lanzaba polos a la peña antes de danzar tribalmente a la hora del crepúsculo a la espera de que, el último día, el Man ardiera de forma (más o menos) controlada. Ninguna chaladura hacía sentir demasiado inseguro, porque lo raro allí es normal, bastaba asumir el trastorno como parte del juego. De tal modo que, pese a la abrumadora experiencia, Atkins salió del desierto marcado por algo que guardaba un inexplicable equilibrio y le hizo escribir que Black Rock City es “el lugar más irónico sobre la capa de la tierra”. Y hacia el final de la crónica sentencia: “Deberíamos poner la Biblia en el estante durante veinte años y prestar oídos a nuestra naturaleza. La soledad es el horno de la transformación”.

Como los alucinógenos son un factor clave de estos festivales, ambos me proyectaron a mi reciente viaje a Colombia, donde varios taitas (chamanes) indígenas explicaron sus experiencias con el yagé (ayahuasca). Este psicotrópico, como la coca, es considerado una puerta al conocimiento. Su consumo está cada vez más extendido en el país, las personas que hacen tomas hablan de cuánto les ha ayudado lo que consideran una sustancia medicinal, y aprecian el valor de los taitas que suelen acompañarles en las tomas para cerciorarse de que no tengan un mal viaje.

Los colombianos con los que hablé, indígenas o no, coincidieron en señalar que el yagé les aporta visión y paz. Que en el alucinógeno buscan “saber”. Lo asocian a imágenes extraordinarias que les llevan a conversar consigo mismos, y siempre agradecen la vigilancia del taita. El remanso espiritual del que hablaba aquella gente conectaba de algún modo con el Woodstock del 69 y con los alegres flipados del Burning Man, pero estaba en las antípodas de la furia desbocada que irradia el documental sobre el primero de estos festivales. Y entonces fue sencillo preguntarse de nuevo: ¿por qué allí la droga desencadenó tanta violencia?

¿Triunfo o sexo?

Ya está dicho. Dos décadas de neoliberalismo recalcitrante puede ser la respuesta. Chavales acumulando una presión sideral, golpeados por nuevas avalanchas de estímulos tecnológicos que les incitan a comer más, gustar más, ganar más, correr más, triunfar, triunfar, triunfar, incrustados en una tensión constante que trasciende el ámbito familiar porque ahí afuera todo es exigencia y ojos juzgando. Esos chavales, ésos, habían pagado una pasta por desconectar un fin de semana como años ha habían desconectado sus viejos, y resulta que el gurú Michael Lang, el mismo que organizó el Woodstock original, se había aliado con una panda de empresarios básicamente dispuestos a desplumarles. ¿Paz y música?

La sensación de engaño los enrabietó. Y el cartel de músicos -a fin de cuentas, chavales igual de cabreados-, contribuyó a caldear aún más a la masa adrenalínica hiperestimulada por las sustancias que surcaban miles de anchos torrentes sanguíneos, provocando que aquel ente se sacudiera e inflamara hasta mutar en la BESTIA aniquiladora que, más que nada, decidió que los responsables de la estafa debían pagar. Una estafa más entre tantas, es verdad, con la salvedad de que los estafados estaban allí, juntos, eran miles, jóvenes, y, por muy agotados que se sintieran, sobre todo estaban lo bastante colocados para olvidar el cansancio y dejar que la furia almacenada durante años desbordara cualquier disminución física y se expresara de un modo total.

Destrucción

Ante semejante apocalipsis, la incursión que Joana Pocock realizó en el Cuarto Encuentro de Ecosexo 'Rendición' asoma como una oxigenante ventana. También excéntrica, sí, porque habla del grupo que se reunió en un bosque cercano al micropueblo de Wahkiacus, estado de Washington, prefiriendo alucinar con sexo más que con música o drogas. Pero exenta de violencia.

Pocock acude al evento sin saber qué encontrará. Antes de salir de casa, pregunta a su marido, que no viaja con ella, si debe llevar preservativos. A él no le hace mucha gracia, aunque sabe que su pareja ya no es la promiscua desatada a la que llegaron a llamar ninfómana antes de tener una hija y ver insólitamente amortiguada su avidez sexual.

El caso es que, en la sistemática exploración del Oeste americano que daría lugar al libro precisamente llamado Rendición, la canadiense se planta en Wahkiacus y descubre que la ecosexualidad difiere del ecofeminismo al considerar a la tierra como amante y no como una figura materna. La relación física es aún más estrecha, de piel contra piel. Al planeta y a los seres humanos se les puede querer igual, y abrazar troncos o acariciar ramas y pétalos puede ser tan sensual como besar cuellos o nalgas. Antiguamente, dicen los ecosexuales, los humanos se relacionaban más o menos así con el entorno. Los antepasados escuchaban a las plantas. Pero el alud de monoteísmos, monocultivos y monogamia de las últimas centurias ha asfixiado el instinto de millones de personas. El Encuentro solo era un espacio donde recuperar esas antiguas sensaciones y dejarse fluir hasta donde el cuerpo deseara. Y Pocock detecta que el cuerpo de sus colegas a menudo desea practicar sexo con alguien de por allá.

Aunque no evita la ironía, Pocock es profundamente respetuosa con las descripciones de rituales y personas, y, si bien algunas situaciones la perturban, subraya la lógica de todo aquello y la evidencia de que la gente se expresa sinceramente feliz. El sosiego y el respeto tienden un velo sensual sobre un campamento donde a menudo se escuchan jadeos y murmullos gozosos creando una atmósfera que evoca a Wilhelm Reich, el psicoanalista austrohúngaro que señaló el poder de la sexualidad para acabar con el fascismo, y contó con apologetas como Salinger, Kerouac o Sean Connery.

Lo más impresionante ocurre cuando Pocock está a punto de marcharse. Reconoce que su escepticismo se ha visto aplacado por mucho de lo vivido con los ecosexuales pero, sobre todo, le impresiona un hermoso cambio físico que se da en ella misma, y que solo se explica por la sugestión fruto de haber compartido durante varios días una frecuencia que provoca verdaderos cambios físicos en las personas bajo su influencia.

La saludable calma de los innovadores ecosexuales contrasta con la fiereza de los nostálgicos replicantes de Woodstock (no ser original también irrita) y con el cuelgue sideral, la creativa desconexión absoluta, de Black Rock. Desde luego que no es una alternativa de masas pero es la más reciente de las tres, y desliza la posibilidad de que, después del desbarajuste y los excesos cometidos hasta 2008, las crisis de todo tipo están promoviendo formas de celebrar que como mínimo mitiguen la violencia. Formas de alucinar más tranquilas. En cualquier caso, estas tres “celebraciones” revelan hasta qué punto nos afectan no solo espiritual sino también físicamente las vibraciones de las personas que nos rodean. Da que pensar.