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Godard: Adiós a un lenguaje

Con Jean-Luc Godard desaparece, sin discusión, el cineasta más influyente de la historia del cine. Teórico y crítico antes que director, autor total, revolucionario (re)inventor del cine y pensador sobre y a través de las imágenes. Ha muerto el padre, ahora somos huérfanos

Jean-Luc Godard, en un fotograma de su película 'Adiós al lenguaje'.

Jean-Luc Godard, en un fotograma de su película 'Adiós al lenguaje'.

Jean-Luc Godard ha fallecido y, como le sucedía al Serge Daney cronista de la muerte de Buñuel, dan ganas de empezar con una cifra: 1930, el año, precisamente, de La edad de oro, pero también de El ángel azul, La sangre de un poeta, La tierra, Madame Satán, El pan nuestro de cada día o La patrulla del amanecer. Hay un no-sé-qué de premonitorio en esa fecha, la de su nacimiento, que –¿por qué concederle tal poder al azar?– coincide con la Sinfonía del Dombás de Vertov, cineasta sin el cual sería difícil entender la obra de JLG. Como él, Godard sabía que el cine –la cursiva no es una errata, la mayor parte de la producción audiovisual es otra cosa– se halla a una distancia respetuosa tanto del orden como del desorden y que las películas las cierra la mirada. Del que las hace, pero sobre todo de quien las ve. Ese año murieron Mabel Normand y Lon Chaney, y nacieron Silvana Manganò, Steve McQueen, Gena Rowlands y Clint Eastwood, a quien Godard dedicó su película Detective.

En otra época, Godard, que más allá de cineasta fue un pensador libre sobre y a través del cine, un eterno caballero andante en busca de la “imagen justa” –por usar su propia expresión– y de una ética en la representación, hubiese podido ser –mitad filósofo, mitad polemista– un Montaigne o un Erasmo, reflexionando y argumentando sobre la existencia y el ser, la imagen, la belleza, el arte, la política, el lenguaje, etc. En plena era cinematográfica, en cambio, su suerte estaba echada y todo ello lo hizo a través de una extensa filmografía que resulta mucho menos heterogénea de lo que algunos querrían.

La mort... Godard

La mort... Godard /

Quizá la mayor de las grandezas de JLG sea la de haber desarrollado una retórica –tan robusta como compleja, tan propia como rigurosa, tan iluminadora como a menudo paradójica– que no entiende de disciplinas ni formatos, y menos aún de reglas. Que salta ágilmente de un medio a otro, orbita juguetonamente sobre la(s) obra(s) de otros muchos artistas –dando forma a una cosmología personalísima sublimada en sus Historia(s) del cine– y convierte al instante en legítimamente suyo todo lo que toca. Quizá el mejor ejemplo de esa capacidad sean sus celebérrimos aforismos, al tiempo brillantes, divertidos, provocadores, certeros e inagotables. Baste uno, elegido casi al azar, para glosarla: "El que salta al vacío no le debe ninguna explicación a los que se paran a mirar".

Godard fue un visionario y un “cineurgo”, un autor total que encarnó esa revolución a menudo sangrienta donde se enfrentaba una forma nueva de cine que empleó los medios propios del cinematógrafo y que se servía de la cámara y del montaje para crear una realidad nueva, con el “cine de papá”, filmes que, basados en los recursos propios del teatro, trataban simplemente de imitar la realidad existente. Él fue el jefe de esa tribu del porvenir, de esa raza “de jóvenes que filmarán invirtiendo hasta su último centavo sin dejarse atrapar por las rutinas materiales del oficio”. De ahí que su obra resulte decisiva desde cualquier punto de vista desde el que se quiera contemplar.

Un flot... Godard

Un flot... Godard /

Sobre esta obra, reconocidas de inmediato su novedad, su rigor y su carácter rupturista, se ha tenido todo el tiempo del mundo para decirlo todo. Algo que, sin embargo, a buen seguro no intimidará a futuros exégetas: ¡harán bien! Nuestra intención, hoy, no va por ahí. ¿Qué es lo que muere con Godard? En uno de los números de la revista Lumière, el crítico y director de cine Serge Bozon escribía una frase que ha regresado sin previo aviso: "No hay un nuevo Tourneur, un nuevo Matarazzo, un nuevo Raoul Walsh, un nuevo Allan Dwan". No los hay; no los habrá. Pues bien, tampoco habrá un nuevo JLG, aunque con el viejo nos baste. Sus imágenes serán las del porvenir. Ahora somos nosotros los responsables de ellas.

Parafraseando a Pascal Bonitzer, durante todos estos años, tanto en temporadas de exaltación cinéfila como en otras más descorazonadoras, mientras JLG ha seguido haciendo cuando y como podía pequeñas-grandes películas como Elogio del amor, Nuestra música, Film socialisme, Adiós al lenguaje o El libro de imágenes, el hecho de no soltar el hilo rojo que él tendía con ellas nos ha permitido seguir en contacto con el cine, ese verdadero lenguaje que, combinando palabras e imágenes, se empeña en revelarnos algo indecible de nuestra vida. Los créditos recitados de una de sus películas más icónicas, El desprecio, concluyen con una frase de Bazin: “El cine sustituye nuestra mirada por un mundo en mayor armonía con nuestros deseos”. Éste bien podría ser su epitafio, o el de cualquiera de nosotros. El rey ha muerto, larga vida al rey.

Cartel de 'fin' de 'Todo va bien' (Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, 1972).

Cartel de 'fin' de 'Todo va bien' (Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, 1972). / ARCHIVO