LIMÓN & VINAGRE

Javier Mariscal: la vitalidad irrompible

Pasaron los fastos, algunos nefastos, de los treinta años de las Olimpiadas que llenaron la boca de España, y sobre todo la de la Barcelona del 92

Javier Mariscal: La vitalidad irrompible

Javier Mariscal: La vitalidad irrompible

Juan Cruz

Juan Cruz

Pasaron los fastos, algunos nefastos, de los treinta años de las Olimpiadas que llenaron la boca de España, y sobre todo la de la Barcelona del 92, entonces un vaso genial e invencible. Aquella ciudad del empalago que siempre producen los éxitos.

Un símbolo mayor de aquel tiempo, Pasqual Maragall, se mantiene en el silencio al que lleva la enfermedad del olvido. Otro símbolo de aquel tiempo, creador de un personaje inolvidable, el Cobi, el artista Javier Mariscal, regresó fugazmente a los telediarios que recordaron la época. Se subió unos segundos al pódium del recuerdo nacional. Pero lo cierto es quien creó ese dibujo no tuvo en estas fechas el reconocimiento al que entonces refrescó todo lo que tocaba. Una potencia mayor de la cultura de los ochenta. Como si de esa época sólo quedara la figura, extraordinaria por otra parte, de Pedro Almodóvar.

Después de que Cobi (¡y antes del Covid!, lo que es la vida) hubiera abierto el portal de Belén que fueron las Olimpiadas de Maragall, las crisis que siguieron a los Juegos, de dinero, y también de identidad, le dio a él por entero en la cara. Tuvo que ir abandonando aquel estudio que parecía inglés en una zona especialmente feliz de Barcelona, y aunque siguió allí, en un ámbito más pequeño pero igualmente alegre, lo cierto es que hubo de reinventarse en un país que no es generoso con sus artistas, ni siquiera con aquellos que les sacan las castañas del fuego.

Siguió pintando, hizo películas memorables, de dibujos animados, con su amigo Fernando Trueba, hizo cuadros que prolongaban la alegría de sus obras de los ochenta y, en definitiva, utilizó los dibujos animados “de manera muy adulta” en un país envejecido en el que él siguió siendo como un niño…

Pensaba que el dibujo animado, al que aplicó la sabiduría de una nueva lentitud, era “una manera de explicar las cosas mucho mejor”. Por ejemplo, decía, se explica mucho mejor una operación a corazón abierto gracias a esas líneas claras que en la imagen real… Lo que le fue pasando, con el dinero, con el estudio, con la vida en general, no le impidió esa felicidad que parecía una ducha que lo protegía también de lo que luego le pasó a su tierra de adopción, Cataluña, donde el temporal del procès se posó como una nube negra que también constriñó sus años más creativos.

Al día siguiente de aquel fiasco con el que acabó el sueño indepe lo fui a ver a la ciudad. Barcelona estaba como sonámbula, parecía recuperarse con pena de una enfermedad que era como el viento de poniente que entontece a los habitantes del sur de España. Pero él estaba como si hubiera nacido otra vez, buscando el futuro que habían querido enterrar bajo una piedra que parecía un homenaje a la estupidez.

A la ciudad, en la que se quedó, aunque su inclinación era irse al campo, “a pintar pajaritos”, le pagó tributos, pero cada día Barcelona le hurtó más su mano, aunque hubiera sido el centro nervioso de sus éxitos. Por aquel entonces parecía que había desparramado sobre una mesa a un personaje y estaba viendo cómo juntaba los pedazos. El resultado era un Mariscal reflexivo cuyo objetivo era explicarse lo más difícil de entender, la Creación.

Él me dijo que en el colegio se dormía cuando le pedían que iniciara una reflexión. Era como un niño, al que le cuesta mucho pensar, aunque a la vez era “como un señor mayor”. Siempre aplicó alegría a su pintura, y un día que le dijeron que lo suyo, como el Cobi, era frescura, dijo que quizá con ese espíritu tendría que montar una heladería…

La vida después de Cobi fue otra, como un relámpago de noche que le fue cayendo, siendo a la vez un hombre de suerte al que no le asustaran los fracasos. Hasta que el hombre sensato que lo acompaña se dijo a sí mismo, y así me lo contó en una terraza de Madrid en el verano de 2015, que “reinventarse” era su futuro. Hay una ducha de humildad, me dijo, “que me va muy bien cuando el ego te crece mucho y te crees que eres la bomba. Las cosas te ponen en tu sitio”.

En ese momento parecía dispuesto a cambiar de oficio, a ponerse a buscar a otro Mariscal, hasta que se dio cuenta de que ese personaje que lleva dentro, que está entre Cobi y él mismo, será siempre el Javier Mariscal que ahora, cuando celebran la primera vejez de los Juegos Olímpicos, parece haber pasado de lado como si su frescura no fuera capital para darle a Maragall la naturaleza de su sueño.

Olvidarse de que Mariscal le dio frescura, y genio, a aquel suceso olímpico, es una olímpica manera de olvidar sin sentido lo mejor que ha tenido la Barcelona a la que él nunca le regateó homenaje.