AVANCE DE LA 'RENTRÉE' LITERARIA

El encuentro de Oriana Fallaci y Pier Paolo Pasolini en Nueva York

En 1966, Pier Paolo Pasolini pasó diez días en Nueva York invitado por su festival de cine. Era la primera vez que visitaba la Gran Manzana, y allí fue entrevistado por la célebre periodista, italiana como él, Oriana Fallaci, instalada por entonces en la gran metrópolis estadounidense. Aquella conversación se recoge ahora, en pleno centenario del autor, en 'La poesía no se consume', un volumen de la editorial Altamarea del que adelantamos este fragmento de la entrevista/crónica de Fallaci, que se publicó en la revista 'L' Europeo' el 13 de octubre de 1966 con el título 'Un marxista en Nueva York'

La entrevista que Fallaci le hizo a Pasolini en Nueva York, publicada en la revista 'L' Europeo'.

La entrevista que Fallaci le hizo a Pasolini en Nueva York, publicada en la revista 'L' Europeo'.

Oriana Fallaci

Aquí viene: pequeño, frágil, consumido por sus miles de deseos, por sus miles de desilusiones y amarguras, y vestido como un chaval recién salido del college. Ya sabes, esos tipos esbeltos, deportistas, que juegan al béisbol y hacen el amor en el coche. Jersey avellana, con bolsillo de cuero a la altura del corazón, pantalones de pana avellana, un poco ajustados, zapatos de gamuza con suela de goma. En realidad, no aparenta los 44 años que tiene. Para encontrar los 44 años, será necesario que se acerque a la ventana y que la luz se abata, despiadada, sobre el rostro y le abofetee los ojos lúcidos, dolorosos, las mejillas secas, descarnadas, la piel tersa en los pómulos que le delinean el cráneo; será por el cansancio, supongo. Cuando llega la noche, rehúye las invitaciones y acude, solo, a las calles más oscuras de Harlem, de Greenwich Village, de Brooklyn, o al puerto, a los bares en los que no entra ni la policía. Busca el Estados Unidos sucio, infeliz, violento, que concuerda con los problemas que tiene, con sus gustos, y vuelve al alba al hotel en Manhattan: párpados hinchados y el cuerpo dolorido por la sorpresa de estar vivo. Somos muchos los que pensamos que, si sigue así, nos los encontraremos con una bala en el corazón o degollado: ¿está loco? ¿Cómo se atreve a ir así por Nueva York? Lleva diez días en la ciudad. Ha venido al festival de cine, que ha proyectado películas suyas. Tengo mucha curiosidad por saber si a este marxista convencido, si a este cristiano airado (a Pasolini, en definitiva) le gusta Estados Unidos.

Diez días son pocos para emitir un juicio, no hay duda, pero, una vez, Orson Welles me dijo que para entender un país hacen falta diez días o diez años: al undécimo día te acostumbras y ya no ves nada. Abandona Nueva York cuando se cumple el decimoprimer día. Por eso le he rogado que viniera a verme y a tomar una copa. "¿Whisky?", pregunto. "¿Cerveza, coñac?". "Coca-cola", responde. La ventana ofrece la vista de una calle llena de rascacielos, uno al lado del otro, uno tras otro, del East River al Hudson. Te mareas solo de verlos, te sientes atrapada como un animal que tuviera sed de verde, o de silencio. Por la ventana entrecerrada entra el infierno: ruido de motores, bocinazos, el martilleo de las perforadoras, sirenas. La ciudad ha encendido la calefacción: un hollín negro se te pega incluso a las pestañas y te ciega. Llueve, es uno de esos días en los que todo te irrita, te quita el entusiasmo, pero él bebe encantado la Coca-cola y, de repente, exclama: "Me gustaría tener dieciocho años para vivir una vida aquí".

P. ¿Aquí? ¿En Nueva York?

R. Es una ciudad mágica, arrebatadora, bellísima. Una de esas ciudades afortunadas que tienen encanto, como algunos poetas que cada vez que escriben un verso crean un bello poema. Lamento no haber venido aquí mucho antes, hace veinte o treinta años, y quedarme. No me había pasado nunca en ninguno de los países que he conocido. Solo en África, quizá. Pero a África quisiera volver y quedarme para no suicidarme. África es como una droga que tomas para no suicidarte, es una evasión. Nueva York no es una evasión: es un compromiso, una guerra. Te dan ganas de ser emprendedor, de afrontar la realidad, de cambiarla: te gusta como las cosas que gustan a los veinte años. Lo vi nada más llegar. Vine desde Montreal, en tren. Me apeé en una estación enorme, llena de gente, oscura, una estación subterránea. No había mozos de cuerda y la maleta pesaba; sin embargo, recorrí la estación como si fuera ligera. Caminaba hacia una luz cegadora, al final del túnel había una luz cegadora; cuando salí a la calle, la ciudad me agredió de improviso. Jerusalén que se le aparece al cruzado. No me sentí extranjero, aprendí enseguida a recorrer las calles como si hubiera nacido aquí, pero no las reconocía. Porque nadie ha representado nunca Nueva York. No la ha representado la literatura, excepto las viñetas de Bringing Up Father, sobre Nueva York existe solo la poesía de Ginsberg. No la ha representado la pintura: no existen cuadros de Nueva York. No la ha representado el cine porque… por qué no lo sé. Quizá no es filmable. Desde lejos es como los Dolomitas, demasiado fotogénica, demasiado maravillosa, y echa para atrás. Desde cerca, desde dentro, no se ve, el objetivo no consigue abarcar el comienzo y el fin de un rascacielos. Pero no es solo la belleza física lo que importa. Es la juventud. Es una ciudad de jóvenes, la ciudad menos crepuscular que haya visto. ¡Qué elegantes son los jóvenes de Nueva York!

P. ¿Elegantes?

R. Tienen un gusto fabuloso: mira cómo visten, de la manera más sencilla, más anticonformista posible. No les importa nada las reglas pequeño-burguesas o populares. Los jerséis vistosos, las chaquetas de cuatro cuartos, todos esos colores increíbles. No se visten, se disfrazan, como cuando eras pequeña y te ponías el vestido de la abuela. Y así disfrazados salen a la calle, orgullosos, conscientes de su elegancia, que no es nunca una elegancia mítica o ingenua. Te entran ganas de imitarlos, y lo haces porque ¿dónde si no puedes vestirte así? ¿En Roma, en Milán, en París? En estas ciudades temo siempre que la gente se vuelva a mirarme. Aquí no tengo ningún complejo, puedo ir vestido como quiera sin que nadie se vuelva a mirarme. Aquí, nadie te molesta por exceso de curiosidad. Ayer, en la calle 45, vi un hombre que parecía morirse. Llevaba un paquete en la mano: lo miró y lo estrelló con tal violencia contra el suelo que el paquete se rompió. Quién sabe lo que había dentro. Luego, se apoyó en la pared, se cubrió la cara con el antebrazo, se escurrió poco a poco hasta sentarse en el suelo y se echó a llorar; mejor dicho, a morir. Y nadie se paró a mirarlo, ni siquiera para ofrecerle un vaso de agua, ayuda. La noche anterior, a dos pasos del Metropolitan, vi un viejo acostado en la acera y cubierto con una manta. A su lado, un joven, guapo, "elegante" como tú dices: perfectos zapatos de piel, calcetines de hilo, pantalones bien cortados, un jersey fabuloso. El viejo apretaba la mano del joven sobre el pecho, tenía la cara blanca, como visitada por la muerte. La gente pasaba por allí y no se paraba, algunos reían. ¿Es malo esto?, ¿no es peor nuestro fisgonear? No es cierto que su silencio sea falta de piedad, quizá es una forma superior de la piedad. La piedad de no acercarse, de no fisgonear…

'La poesía no se consume', de Pier Paolo Pasolini, se publica el 14 de septiembre. Ed. Altamarea. 136 páginas. 11,90 €.