Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Y mañana comeremos mierda

Gabriel García Márquez

Gabriel García Márquez / EFE/Mario Guzmán

Es cierto que de Gabriel García Márquez más o menos lo sabemos todo, porque es sin duda el más publicado, y elogiado, y vituperado, artista del siglo XX en español, acaso después de Picasso y de otros héroes hispanos de entreguerras.

Sus archivos están en Austin, Texas. Ahora forman parte de la gran exposición abierta en

México

hasta octubre, creada y dirigida por el escritor y profesor canario Álvaro Santana, que profesa en Harvard y es autor de Ascent to Glory, una biografía de Cien años de soledad.

Ese universo que ha trabajado Santana tiene ahora forma de libro, publicado en México por El Equilibrista, que dirige Diego García Elío, hijo de dos de los grandes amigos de García Márquez, la poeta María Luisa Elío y el director de cine Jomi García Ascot, hijos de exiliados españoles, benefactores que condujeron a Gabo a acabar esa epopeya que, como dice Santana, terminó proporcionándole, en 1982, el premio Nobel de Literatura.

El libro, Vida, magia y obra de un escritor genial, acaba de presentarse en el Madrid en la Librería Juan Rulfo. Entre las epopeyas del coleccionismo que hace posible Gabo hay una carta minuciosa. Se la envía Gabriel García Márquez desde París a su amigo, el director de El Espectador de Bogotá, a quien yo tuve el honor de visitar en su despacho de la capital de Colombia, que parecía una casa solariega. Ahora que he leído esta carta que le envió su enviado especial me ha emocionado imaginar esa hermosa relación, periodística y humana, que entonces le daba sentido al mejor periodismo escrito de todos los tiempos.

Gabo le explicaba a Cano lo que había hecho para darle en seguida órdenes de cómo tratar tan importante material. En los años cincuenta, cuando era aún un aspirante a todo, se había ido con amigos por la Europa del Este, a “darles a unos y a otros”, es decir, a comunistas y a los que no lo eran, para explicar al público colombiano en qué demonios estaban, sobre todo, los que se refugiaban detrás del Telón de Acero. Ya él tenía otras experiencias de corresponsal o enviado especial, como cuando estuvo, para el mismo periódico, cubriendo la reunión que Eisenhower tuvo en Ginebra con los otros ganadores de la guerra mundial.

Una de esas crónicas de cumbre tan decisiva, y tan aburrida, pasó a la historia del periodismo, y figura como una de las más destacadas del libro en el que la Fundación Gabriel García Márquez de Cartagena de Indias rinde homenaje a su fundador y protagonista. En aquella ocasión García Márquez había sabido que durante horas del día nadie de los periodistas congregados para tan alta cumbre sabía qué demonios pasaba con el paradero del militar y presidente norteamericano. Pero el periodista que contaría la historia del náufrago no se rindió. Encontró la clave. Aquel viejo presidente, abuelo de un chico y una chica, estaba en realidad cumpliendo con su deber… familiar, pues se había pasado esas horas eligiendo juguetes, en una gran juguetería ginebrina, para sus más recientes herederos.

Gabo consiguió todos los detalles, ejerciendo para ello el antiguo arte de preguntar, así que supo que a la niña le llevaría una muñeca y al nieto macho le llevaría un avión militar… de juguete.

El periodista de Aracataca buscaba hasta debajo de las piedras para conseguir lo que luego parecerían metáforas de la realidad, y que le sirvieron para todos y cada uno de sus libros. Había recorrido, en el verano de 1957, la Europa que había detrás del Telón de Acero, y una vez hecho el recorrido e interrogado a los que se encontró durante el peregrinaje, le ofrecía el material a su director. “Ahí te va el mejor trabajo periodístico que he hecho hasta ahora: 14 crónicas sobre mi viaje a la cortina de hierro. Se me ha ido más de un mes en hacerlo, por varias razones: en primer término, lo he escrito en los espacios que me quedan libres de mis compromisos con Venezuela, que me dan para comer; en segundo término, es un trabajo hecho como una obra literaria, pesando cada palabra, vigilando el estilo, y con una cierta vanidad de que sean realmente muy buenas crónicas. Desde hace un mes estoy trabajando casi 10 horas diarias y sin tregua”. Gabo tenía treinta años. Le decía a Cano que de esa carta, que ahora se publica entera en este libro de Álvaro Santana, no se publicara nada, pues “las cartas privadas resultan ridículas cuando se publican”.

En su historia (y en este libro) está una de las anécdotas decisivas que ocurrieron en la infancia y que luego resultarían material para el que sería un narrador incomparable. Aun en Aracataca, su lugar de nacimiento, junto a su abuelo el telegrafista, caminando por el pueblo “a verlo todo”, iba a correos en busca de lo que más necesitaba el ancestro, la pensión que no llegaba. De esa espera sin fin nació la escena con la que concluye El coronel no tiene quien le escriba. La mujer del coronel quiere saber qué pasara si no hay para comer, si el viejo no gana la pelea de gallos.

“Y mientras tanto qué comemos”, preguntó, y agarró al coronel por el cuello de la franela. Lo sacudió con energía.

“--Dime, qué comemos.

“El coronel necesitó setenta y cinco años –los setenta y cinco años de su vida, minuto a minuto—para llegar a ese instante. Se sintió puro, explícito, invencible, en el momento de responder:

--Mierda”.