MÚSICA

Festival 17º Ribeira Sacra: música, vino y paisaje en el hogar de los dioses

En un verano de burbuja festivalera, la cita musical gallega ha vuelto a demostrar que a su apuesta por el pequeño formato y por vincularse con el entorno le queda mucho recorrido

Alice Wonder durante su actuación el jueves en la bodega Vía Romana, dentro del festival 17º Ribeira Sacra.

Alice Wonder durante su actuación el jueves en la bodega Vía Romana, dentro del festival 17º Ribeira Sacra. / Javier Rosa

Jacobo de Arce

Jacobo de Arce

Hasta al más veterano frecuentador de festivales le sorprende llegar a un concierto y encontrárselo casi al borde de una espectacular pendiente de 400 metros de altura en el cañón del Sil, el profundo tajo que hace de frontera entre las provincias de Lugo y Ourense y que recorre el río que le da nombre. El enclave es el conocido como Mirador de Santiorxo, y este sábado por la tarde, en medio de otra jornada de calor sofocante, la sombra de un frondoso pinar y la brisa fresca que proporcionaba la altura daban allí la bienvenida a los asistentes a uno de los conciertos del festival 17º Ribeira Sacra, con las vistas componiendo un decorado que hacía innecesario cualquier tipo de arreglo visual sobre el escenario.

Al micrófono, Glassio, un artista neoyorquino que aquí se presentaba en formato trío y que sin apenas esfuerzo, a base de un destilado de disco-pop desacomplejado y bien ejecutado, conseguía crear un divertido club en medio de ese paraje natural majestuoso. No era todavía ni la hora de la merienda, pero las doscientas personas que asistían al concierto bailaban como si ya hubiera caído la noche, un poco más arrebatadas todavía cuando el músico anunció “vamos a tocar un par de canciones que vais a conocer” y comenzaron a sonar los inconfundibles acordes iniciales de Love Is In The Air.

En los últimos años, y como reacción a las aglomeraciones e incomodidades de las macrocitas musicales veraniegas repletas de grandes artistas, el concepto ‘festival boutique’ se extiende imparable. Asistir a una programa intensivo de buenos conciertos no tiene por qué llevar aparejado pasar por un proceso de torturas digno del Santo Oficio, debió de pensar una mente preclara. Y así fueron naciendo una nueva generación de festivales en los que cuidar el confort del público y hacerle disfrutar de una experiencia única, más allá de lo musical, es tan importante como programar adecuadamente lo que se va a escuchar.

Un festival entre copas.

Un festival entre copas. / Javier Rosa

El 17º Ribeira Sacra es uno de los alumnos aventajados de esa generación. Un festival de pequeño formato que reúne a un total de unos 5.000 asistentes, con picos máximos de 1.500 en el escenario principal durante los conciertos de los artistas más importantes. A esta sexta edición llegaba con un mérito que muy pocos pueden acreditar: el de no haber parado ni en los dos años ‘pandémicos’, en los que el festival redujo aforos, exigió mascarillas e instaló sillas en todos los escenarios, pero el espectáculo pudo continuar.

Este vez, sin embargo, el desafío era el contrario. El de ser engullido por esa célebre 'burbuja festivalera' que está provocando la sobreoferta de música en directo y la sobredemanda de personal y materiales para poder llevarlos a cabo. "Tenemos la suerte de contar con unos proveedores muy fieles con los que llevamos trabajando mucho tiempo, pero está habiendo muchos problemas de sobrecostes y para encontrar personal", aseguraba Carlos Montilla, el veterano promotor que fundó y dirige el festival. "En un evento macro su incidencia es menor, pero en uno como este, un sobrecoste del 30% afecta directamente a tu margen". Al final, el Ribeira Sacra ha conseguido vender todos sus abonos y un buen porcentaje de las entradas de día sin indicencias importantes a la vista, así que la prueba se da por superada.

'Boogaloo' en las bodegas milenarias

La gran baza del festival es la de situarse en ese entorno único que se conoce como la Ribeira Sacra, una zona de intensa y ancestral producción vitícola, con una cada vez más poderosa Denominación de Origen, que se reparte entre el Cañón del Sil y las riberas del río Miño, justo antes de que los dos ríos se fundan en el cauce del segundo. También, la de ofrecer a su público la oportunidad de conocer dicho entorno de una manera activa. Eso se consigue, por ejemplo, montando un animado sarao yeyé y bogaloo como el que despacharon los jienenses Los Mejillones Tigre entre una pulpeira, un puesto de callos y otro de licor café en las Adegas de Vilachá, unas pequeñas bodegas milenarias donde sus propietarios pudieron enseñar al público cómo se trabaja el vino de manera artesanal. Tanto para el concierto como para la ruta organizada antes para conocer la zona, las limitadas plazas disponibles se agotaron.

“Lo importante no es solo ver los conciertos, sino también entender dónde se hacen. Y en Vilachá hay mucha historia que contar”, explicaba Carlos Montilla. “Son de las últimas bodegas en manos de particulares que hacen vino para ellos, y es algo que probablemente se va a perder. Nosotros lo que hacemos es comunicar a un público con un espacio para que le dé valor. Cuando la gente entra allí y le ponen un vino de la casa que hacen para la familia y le cuentan la historia, nosotros desaparecemos, ya no somos necesarios”.

Otros de esos momentos de conexión con el territorio son los conciertos que se organizan en la cubierta de un catamarán que recorre tranquilamente las aguas del Sil, una inmersión total en el paisaje. Este año el del viernes era sorpresa, y al llegar al barco los alrededor de 50 asistentes descubrían que la música iba a correr a cargo de Ángel Carmona, el popular presentador del matinal de Radio 3 Hoy empieza todo, y Toño López, cantante de la banda viguesa The Soul Jacket. Carmona ponía la guitarra y López la voz para versionar entero un álbum clásico e irrefutable, el Harvest de Neil Young.

Entre el público a bordo, unos Teenage Fanclub entusiasmados con el panorama mágico de bosques que descienden hasta el agua y viñedos casi verticales, esos que requieren vendimiar con arnés en una práctica que en la zona denominan ‘viticultura heroica’. “Cerca de Glasgow tenemos algo parecido a este cañón, pero por desgracia no se puede cultivar vino”, comentaba risueño su líder, Norman Blake, que al terminar el trayecto se animaba a cantar con Carmona y López, ya en puerto, otro tema de Young, Cinnamon Girl.

Aquello iba a ser solo un precalentamiento para Blake y los suyos, que esa noche cerraban, como estrellas principales del cartel, los conciertos del escenario grande, el que se ubica en la bodega Regina Viarum, situada en una atalaya con impresionanes vistas sobre los valles y las sierras recortadas del entorno. Antes de tocar tenían previsto pasar a catar los vinos que allí se producen. “No sé qué tal se me dará la guitarra esta noche después de unas cuantas copas”, volvía a bromear el músico. La respuesta era fácil, porque como siempre, Teenage Fanclub no decepcionaron.

El quinteto de Glasgow lleva dando guerra desde finales de los 80, y el efecto de los años en ellos se parece al del vino: los mejora y los consolida como unos clásicos del indie y el powerpop con tanto arte como oficio. Ese oficio fue el que demostraron con un concierto en el que no hicieron falta juegos ni pirotecnias, solo un repertorio de canciones incontestables en el que combinaron sus éxitos más recientes, como ese Home con el que arrancaron o I’m in Love, ambos extraídos de sus dos últimos álbumes, con muchos de sus clásicos: About You, What You Do To Me, Your Love Is the Place Where I Come From, The Concept o Everything Flows. Un repaso a toda su carrera que demostró cuántas emociones se pueden transmitir con dos guitarras distorsionadas y unas buenas armonías vocales.

Teenage Fanclub, envejecidos en barrica y en plena forma.

Teenage Fanclub, envejecidos en barrica y en plena forma. / Javier Rosa

Antes que ellos, la tarde en el recinto principal del festival había arrancado con Glassio animando, en su faceta de dj, la antesala de los conciertos en los jardines de la bodega, de proporciones neoclásicas y jalonados con cipreses como si esto, en lugar de Galicia, fuera un rincón de Toscana con un punto kitsch. El público llegaba en su propio coche o en las rutas de autobuses montadas por la organización, sin duda la mejor forma de disfrutar de un festival en el que una parte importante del plan (aunque en cuál no) consiste en beber. A la hora de hacerlo, los asistentes optaban a partes casi iguales por la cerveza y el vino, este con diferentes variedades y bodegas para elegir. Los promotores del 17º Ribeira Sacra (lo de los 17 grados es por la inclinación media de los bancales en los que crecen las viñas de la Ribeira Sacra) organizan también desde el año pasado el festival Esférica en la Rioja Alavesa, y en octubre estrenan un tercero, Nómade, en las Terres dels Alforins, una zona vitícola de Valencia. Esas sinergias se dejaban ver en la carta de vinos.

La gastronomía es una pata fundamental de esta aventura común conocida como Festivales para un territorio, y aquí corría a cargo de Árbore da Veira, un restaurante coruñés con estrella Michelín que ofrecía un menú de bocadillos y raciones de autor que cumplían lo que prometían, con logros como un mollete de cordero asado con tomate seco, rúcula y salsa de yogur en el que la carne estaba sorprendentemente jugosa a pesar de las deceneas que se despachaban o un fish and chips de merluza de Celeiro con mayonesa de pimientos de padrón que podía presumir de un rebozado excelente y frito al momento. Las colas que se formaron el primer día pusieron a Iria Espinosa, una de las chefs y socia del restaurante, al borde del colapso, pero el segundo todo funcionaba como debía y el parón de la cena ya no obligaba a perderse un concierto entero.

Una sorpresa belga

En la tarde del viernes la música del escenario principal arrancaba al atardecer con los londinenses The Hanging Stars y su combinado de folk, psicodelia y country, vestidos como si estuviéramos en una fiesta con los Beatles en 1969 y con una pedal steel guitar como reina de la fiesta. Una propuesta correcta sin más, pero que permitió el precalentamiento del público para la que sería la gran sorpresa del festival, Sylvie Kreusch. La joven belga, todavía poco conocida en España, desplegaba en el escenario talento y estilo a raudales con un electropop elegante y misterioso aderezado con una propuesta estética digna de su ciudad, Amberes, la capital de la moda de vanguardia. Ni siquiera la actuación de Teenage Fanclub, la propuesta estrella de la jornada, hacía olvidar el concierto perfecto de Kreusch, la artista de la que más se hablaba al final de la noche.

El espectáculo perfecto de Sylvie Kreusch.

El espectáculo perfecto de Sylvie Kreusch. / Javier Rosa

La jornada del sábado en la bodega tuvo un caracter más nacional. Arrancó con Manel, la banda de Barcelona que hace una década parecía a punto de comerse el mundo y que en los últimos años ha tenido que hacer esfuerzos para resonar más allá de Cataluña. Aquí, en cambio, una propuesta que siempre ha estado tan vinculada al territorio y a las tradiciones, aunque fueran otras, encajaba bien con la propuesta del festival, y el público lo demostraba bailando animado en un concierto que parecía lo que tenía que parecer: una verbena de pueblo en un ambiente campestre propicio para ello. El giro electrónico emprendido en los últimos años por el grupo ayuda a dar nuevos aires a su música y a hits como Boomerang, que demostró seguir siendo el favorito del público.

No se entendía bien, en cambio, la propuesta de Maika Makovski, una artista que en su nuevo pelaje punk y rockero, alejado de la canción de autor que practicaba hace solo unos años, renuncia a la música en beneficio de la actitud, y su directo acaba pareciendo más un musical sobre Led Zeppelin, Sparks o Siouxie, teatral e impostado, que un concierto de alguien que en su momento pudo ser nuestra Regina Spektor.

También hubo mucha teatralidad y un exceso de juegos con el público ("ahora subid las manos", "ahora aplaudid", "ahora silvad esto", "ahora cantad lo otro…") durante el concierto de Lola Marsh, nombre grande de la jornada, pero hay que reconocerles que lo que hacen, aunque pasto de fórmulas y clichés, es bonito y lo hacen muy bien. La banda israelí no ha tenido mucho recorrido en España, pero pueden presumir al menos de dos temas archipopulares (Only For A Moment y Wishing Girl) que, si no han puesto ya música a algún anuncio de cerveza o similar, deberían hacerlo. Un pop épico y resultón, con ecos morriconianos y la mirada puesta tanto en Lana del Rey como en Nancy Sinatra, aunque la banda le debe un 90% de su éxito a una cantante, Yael Shoshana Cohen, con un carisma incuestionable.

El cierre de la jornada del sábado (y en cierta manera del festival) con Lola Marsh todavía en el escenario.

El cierre de la jornada del sábado (y en cierta manera del festival) con Lola Marsh todavía en el escenario. / Javier Rosa

Lola Marsh, y de alguna manera el festival, fueron despedidos con fuegos artificales, como terminan las fiestas mayores de los pueblos, aunque todavía quedaban una animada sesión de baile con Ángel Carmona para rematar la noche del sábado y un par de conciertos en una localidad cercana, Chantada, el domingo a mediodía. Unos minutos de estruendo en el cielo para poner fin a una cita musical tranquila, en la que no abundan los excesos y donde lo pequeño prima sobre lo grande. Quizá la apuesta más segura que se puede hacer en unos tiempos en los que cierta avaricia musical parece a punto de romper el saco.

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