Opinión | CRÍTICA DE ÓPERA

'Hadrian', el agradable batiburrillo de Rufus Wainwright

A pesar de la saturación de contenido, la segunda ópera del artista pop entretiene y deja buen sabor de boca

Rufus Wainwright, a la izda., con el director de escena de 'Hadrian', Jorn Weisbrodt, y el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch.

Rufus Wainwright, a la izda., con el director de escena de 'Hadrian', Jorn Weisbrodt, y el director artístico del Teatro Real, Joan Matabosch. / Javier del Real | Teatro Real

Corre el siglo segundo de nuestra era y Adriano disfruta de las mieles de la pederastia con el joven Antínoo. Cosas de la época, oigan. El emperador estaba convencido de las bondades del pensamiento griego y compró el paquete completo. Las crónicas cuentan que el 'favorito' se ahogó en el Nilo y que el emperador, roto de dolor, lo deificó. No se alarmen: en aquella época se hacía dios a cualquiera. Al propio Adriano, por ejemplo.

Con estos mimbres, Rufus Wainwright ha compuesto Hadrian, una ópera sobre la historia de amor de estos dos hombres. Se levanta el telón y vemos al emperador enfermo y desquiciado por la muerte del joven. "¡Antínoo!", grita incesantemente. A su alrededor comparecen la corte y un par de espíritus. Estos le conceden regresar a la noche que conoció al joven y a los momentos en que se urdió su muerte. Así, Adriano descubrirá la conspiración palaciega que logró persuadir al muchacho para que se inmolase por su amado.

¿Solo eso? No. Disquisiciones sobre el sentido de la vida, las bondades del monoteísmo, extraños amoríos que surgen como setas y la exasperante proyección de tres cuartos del catálogo de Robert Mapplethorpe. ¿Que la música insinúa pasión? Un power point de culos en bucle. ¿Que hay asesinatos? Fulanos con dagas a tutiplén. ¿Que el libreto menciona a un perro? Dálmata al canto. Las fotos, que se suceden obstinadamente entre textos que cambian de fuente según el momento de la historia (recalcar siempre es mal negocio), introducen nuevos significados a una trama ya de por sí bien completita. Un ejemplo. Hacia el final del cuarto acto, a vueltas con la divinización del zagal, el coro canta que hay un único dios (hay una subtrama de judíos y palestinos y paganismo contra monoteísmo con la que no quiero aturdirles) y aparece, bien cuadradito sobre la pantalla, un billete de dólar. Finísimo. Sutil.

A efectos dramáticos, la ópera peca de querer tocar demasiados palos, como si los involucrados necesitasen justificar la profundidad de su planteamiento a cada rato. Musicalmente pasa algo parecido. La obra arranca ruidosa, con un soniquete contemporáneo que va dejando paso, a medida que avanza, a grandes melodías de resonancias puccinescas, cuando no puramente cinematográficas. Este revoltijo, si bien tiene momentos musicalmente bellos y agradables, se lleva hasta el extremo. En uno de los muchos finales de la ópera (parece que no acierta a cerrar y cuando uno está por levantarse la cosa sigue) se interpreta un réquiem. ¡Tal cual!

Tras tres horas de función, el público aplaudió entusiasmado. Cierto que no estaban los inquilinos habituales del Real, pero qué importa. El reparto, sumamente coral, encabezado por Thomas Hampson y que ha sufrido tres cancelaciones durante el montaje (la más sonada, la de Ainhoa Arteta), hace un buen trabajo. Hay que reconocerle a Wainwright haber armado un espectáculo que se ve con bastante agrado. No es poca cosa. Cuando por fin cae el telón, el emperador dice a la concurrencia que su mayor mérito es "haber amado". Luego, muere.

En fin, cada cual se consuela como puede.

-- Las fotografías en blanco y negro son dos de las de Robert Mapplethorpe que se muestran en el espectáculo. Cortesía de The Robert Mapplethorpe Foundation, Inc. All rights reserved.