LA CRÓNICA DEL ARTE

Cuando la España imperial y franquista destapan sus vergüenzas en el museo contemporáneo

Una reflexión en torno a la relación entre arte, arquitectura y poder en nuestro pasado a raíz de una visita a la exposición 'Espejo y Reino / Ornamento y Estado' de Álvaro Perdices en el CA2M

Una imagen de la exposición de CA2M 'Espejo y Reino/ Ornamento y Estado', de Álvaro Perdices.

Una imagen de la exposición de CA2M 'Espejo y Reino/ Ornamento y Estado', de Álvaro Perdices. / Patri Nieto.

Ya ha llovido. Ramsés II hizo esculpir en Abu Simbel su aplastante triunfo sobre los ejércitos hititas. Soldados egipcios asaetando los carros enemigos y un faraón agarrando por los pelos a una multitud vencida. ¡Viva! La realidad es, sin embargo, menos complaciente: la batalla se resolvió con un empate que beneficiaba al enemigo.

La propaganda es tan vieja como la humanidad, y el arte siempre ha estado al lado de los poderosos para recrear sus grandezas. En las cortes europeas se amontonaban galerías con la cartografía del imperio, suntuosas salas recubiertas con escenas de batallas y alegorías sobre las virtudes del que calentaba el trono. El Salón de Reinos (una de las dependencias del Palacio del Buen Retiro), se levantó para este menester. Entre otras cosas, estaba engalanado con los trabajos de Hércules de Zurbarán y los retratos que Velázquez hizo de la familia de Felipe IV y de su padre. A buen entendedor, pocas palabras bastan.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, visita con el arquitecto Norman Foster (a su dcha.) y otras autoridades el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, durante las obras de ampliación del Museo del Prado en 2019.

El presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, visita con el arquitecto Norman Foster (a su dcha.) y otras autoridades el Salón de Reinos del Palacio del Buen Retiro, durante las obras de ampliación del Museo del Prado en 2019. / José Luis Roca

Con la invasión francesa, el palacio quedó seriamente dañado y, tras sucesivas demoliciones, solo quedó en pie el Casón y el mencionado Salón, que, tras la Guerra Civil, fue empleado como sede del Museo del Ejército. El interiorismo franquista es una de las horteradas más grandes que han visto los siglos: una mezcla cutre entre El Escorial, la fantasía antiguorromana de un señor de Ferrol y materiales de poca calidad (artesonados hechos de escayola, vidrieras pintadas, cuero repujado en vez de bronce, etcétera).

Álvaro Perdices (Madrid, 1971) tuvo ocasión de adentrarse en las ruinas de ese artefacto propagandístico del régimen para sí mismo. Espejo y Reino / Ornamento y Estado, exposición comisariada por María Virginia Jaua que puede verse hasta finales de agosto en el Centro de Arte Dos de Mayo (CA2M) nos muestra tres estratos de la vida del edificio. El primero, hipotético, recrea las siluetas de los cuadros de batallas una vez descolgados: la huella ennegrecida de marcos y cordeles. El segundo se compone con imágenes tomadas tras el traslado de los enseres del Museo del Ejército, que cambió su sede al Alcázar de Toledo en 2010: panoplias vacías, restos heráldicos, pasillos amarillentos, solería de terrazo, vitrinas vacías (donde se refleja el artista, innecesariamente desnudo mientras toma las fotos) y muros agujereados y descascarillados. El tercero, la iluminación roja y las plantas que el Prado colocó para la cena en homenaje al artista Cai Guo-Qiang.

La exposición se completa con dos vídeos (Carlos, que recrea el vuelo de una mosca por el lugar donde se exponía la tienda de campaña del emperador, y Ausencia y Panfleto, donde se filma la ruina del edificio) y un artefacto diseñado por los arquitectos de estudio Herreros (con paneles translúcidos, opacos y espejados, donde el espectador se ve a sí mismo, afortunadamente vestido) que contiene muebles de estilo remordimiento (esos arcones con cabezas de soldado y santos) fabricados por presos durante la dictadura.

Llámenme suspicaz, pero desconfío de la crítica institucional pronunciada desde la institución. Espejo y Reino es una muestra muy interesante porque registra la ruina de ese parque temático de la reconquista, los tercios de Flandes, la gloriosa defensa de Cartagena de Indias y don Pelayo en Covadonga. Sin embargo, ese relato colapsó hace mucho y, aunque no lo hubiera hecho, no encontraría partidarios entre los visitantes de un centro de arte contemporáneo. Así, la exposición pronuncia un sonoro reproche que sus espectadores acogen con sumo gusto y disfruta de dos padrinos (el Prado y el CA2M) que, a efectos de la construcción de una narrativa y un canon, son homólogos al museo de las alabardas y los mosquetes.

Admito que, más que reaccionar a la moralina propagandística y a la sordidez de esos despachos con airecillo de brigada político social, me sentí muy atraído por esas estampas ruinosas de una grandeza fingida. Quizás no llega a la veneración romántica de la ruina, pero sospecho que, donde quisiera haber una crítica a los fundamentos del estado, a la constitución de la identidad nacional, etcétera, lo que encontramos es una verdadera fetichización de todo ello, una nueva fábula escrita sobre la antigua.

Hace unos días, a propósito de los premios FAD, me hice con El Escorial: imperio y estómago, un libro del artista David Bestué (Barcelona, 1980) editado maravillosamente por Caniche. El texto repasa la agitada historia del monasterio, sus distintos momentos de esplendor y decaimiento y, cómo no, las reivindicaciones del mamotreto de las esencias hispánicas (no en balde, al terminar la guerra, el meapilas de Franco fue corriendo a clavar la rodilla). El libro, compuesto por textos breves y enjundiosos, se acerca a aquello que sea el Escorial desde muchos frentes: la personalidad de Felipe II, el pudridero, el asombroso relicario que reunió allí, el empleo que hicieron de aquel sitio los advenedizos borbones, las andanzas de los monjes, etcétera.

Nada tritura los mitos mejor que un relato literal. Un ejemplo: hacia la mitad del libro se mencionan los distintos incendios que afectaron al lugar. En junio de 1671 el interior ardió durante quince días y los religiosos intentaron apagarlo con sus mejores armas: "El vicario tomó en sus manos el santísimo sacramento y se presentó delante de las llamas. También se sacaron algunas reliquias, como el lignum crucis y el brazo de san Lorenzo. En un momento dado, que puede identificarse como una de las primeras grietas del aparato simbólico del edificio, alguien mostró el velo de santa Águeda, que se decía que en otro tiempo había contenido la lava ardiente del Etna. En esta ocasión, sin embargo, no sucedió nada. Me imagino a esa persona zarandeando el velo ante el fuego, esperando el milagro, como un desfase muy fuerte, una gran decepción colectiva".

En una de las bancarrotas de su reinado, el piadoso rey Felipe II llamó a unos alquimistas para ver si transformaban el plomo en oro y así cuadraba las cuentas. En Herreros y alquimistas, Mircea Eliade cuenta que sus practicantes consideraban que el oro era el destino natural de todos los metales. "Por eso debemos considerar el nacimiento de los metales imperfectos lo mismo que el de los Monstruos y los Abortos, que solo llega porque la naturaleza es desviada de sus actos y encuentra una resistencia que le ata las manos". En el contexto de PHotoEspaña, el Museo Helga de Alvear está exponiendo (entre otras) las fotografías que Cristina Lucas (Jaén, 1973) hizo de las reservas de oro del Banco de España. Como saben, tras la derogación del patrón oro, los bancos no están obligados a respaldar su moneda con su equivalente en metal, de modo que las reservas, más allá de una inversión, operan como un activo simbólico. Por si no fuera suficiente mitificación, nuestra cámara acorazada está provista de un foso que, en caso de atraco, se inunda con el agua que fluye en la Cibeles. Falta el dragón y un hechicero que interrogue al visitante con tres enigmas.

Cristina Lucas. ‘La cámara del tesoro. Perspectiva I’ (2014)

Cristina Lucas. ‘La cámara del tesoro. Perspectiva I’ (2014) / Cortesía Colección Banco de España, Madrid

Tras tanta seguridad, lo que encontró la artista fueron unas estanterías grises con cristaleras corredizas; dentro, los lingotes tediosamente amontonados. Viendo la pieza, que está impresa en un gran formato e impresiona al primer vistazo, uno siente un molesto desencanto funcionarial: la cámara del tesoro parece el almacén de papelería de cualquier ministerio.

Ya ven, si no se alimenta al mito, se muere de hambre (pero entonces, ¿de qué viviríamos?).

TEMAS