CRÍTICA

El regreso de un 'Nabucco' que brilla en lo musical pero desluce en lo escénico

Siglo y medio después, la célebre ópera de Verdi vuelve al Real para subrayar la enorme calidad del coro del coliseo madrileño, que se sobrepone a una puesta en escena caótica y un tanto delirante

El coro del Real, verdadero protagonista del 'Nabucco' de Verdi.

El coro del Real, verdadero protagonista del 'Nabucco' de Verdi. / Javier del Real | Teatro Real

Joaquín Jesús Sánchez

A finales de la década de 1830, Giuseppe Verdi estaba fatal de lo suyo. En apenas dos años se le habían muerto sus dos hijos y su esposa. Entre duelo y duelo, había escrito la ópera Un giorno di regno, que se estrelló de tal manera en el estreno que la Scala suspendió el resto de las funciones. En fin, Verdi tenía 28 años y estaba decidido a dejar la música cuando cayó en sus manos el libreto de Nabucco. En su correspondencia, Verdi cuenta que recibió el libreto de mala gana y que lo tiró al suelo. "El libro se había abierto en su caída y me quedé mirando la página que tenía delante de mí; leí este verso: Va, pensiero, sull’ali dorate". Créaselo si quiere.

La verdad es que la frasecita (y el coro que la canta) convirtieron al compositor en un padre de la patria. Hay que atender al contexto: los austríacos habían invadido Italia y a los asediados les vino al dedillo esta fábula sobre el pueblo elegido. La ópera cuenta las andanzas de Nabucodonosor, el caudillo babilonio que invadió Jerusalén, destruyó el tempo y deportó a los hebreos. Bueno, en realidad cuenta (como es molestamente habitual en las óperas decimonónicas) una historieta de amor entre capuletos y montescos, en la que uno y otra traicionan vilmente a los suyos porque el adversario le ha puesto ojitos. Aunque consiguiera despertar el ardor guerrero del respetable, el argumento es flojucho: las dos hijas del rey invasor (Fenena y Abigaille) beben los vientos por Ismaele. Tras las convenientes deserciones, Abigaille decide acabar con su hermana (regente de su padre, que ha perdido el juicio) y asaltar el poder. En cuanto uno se despista, nada de esto importa y todos terminan cantando loas a Javéh Altísimo, dios de los ejércitos, que infunde en sus fieles el valor para vencer a sus enemigos.

Anoche volvió a representarse Nabucco en el Teatro Real. Habían pasado 151 años desde la última vez. En el foso, Nicola Luisotti, director asiduo a la plaza madrileña cuya habilidad verdiana ya conocemos. Oigan, la partitura tiene su aquel. Vista en perspectiva, encontramos en ella el germen de muchos de los recursos que Verdi utilizará en sus grandes óperas posteriores: el modo de introducir las arias, sus famosas arias paternales (¿se han fijado en que todos los padres de Verdi cantan igual?) o el habilidoso empleo de los coros. Luisotti consigue que todo avance armoniosamente, a pesar de tener que lidiar con bandas militares, acompañamientos delicadísimos encargados a solistas, el protagonismo sorprendente de los metales, la percusión y una ajetreadísima sección de flautas, clarinetes, fagotes y oboes. Lo hace, además, con una cuidada expresión dramática, que bien podría desdibujarse entre tanto alboroto.

Andreas Homoki es el artífice del montaje. El programa de mano dice que la acción se sitúa en tiempos de Verdi, lo que, en mi opinión, es una afirmación temeraria. Los babilonios salen con levita y sombrero de copa, las babilonias con miriñaque y pelucón: los invasores juegan de verde. Los hebreos de color sepia, vestidos como extras de El secreto de Puente Viejo. El único recurso escénico es un muro (¿mármol verde?, ¿criptonita?) que gira sobre su eje. ¡Sapristi! Con estos mimbres se arma un cesto colosal: un tirano que, vestido con un gabán con charreteras y una corona de todo a cien, somete a un pueblo entero sin necesidad de tropas; la caricatura de una princesa malvada que no para de hacer aspavientos para que quede claro que es lo peor, dos niñas con tirabuzones y vestido de infanta que parecen sacadas de El resplandor y gente que se desploma treinta veces en el escenario, pero que no se muere nunca, son algunas de las perlas con las que disfrutará el público que pase por taquilla.

Anna Pirozzi (izda.), en el papel de Abigaille, y Silvia Tro Santafé, que interpreta a Fenena.

Anna Pirozzi (izda.), en el papel de Abigaille, y Silvia Tro Santafé, que interpreta a Fenena. / Javier del Real | Teatro Real

Hablemos de las voces, porque, entre una cosilla y otra, aquí hay gente cantando. Anna Pirozzi encarna a la pérfida Abigaille, un papel para soprano dramática. Es un rol endiablado y de una enorme exigencia vocal que solventa bien, aunque se resienta en los graves y haya algún momento torpe en la coloratura. Luca Salsi hace un Nabucco destacable, a pesar la absurda y confusa dirección de escena. Michael Fabiano regresa al Real para hacer un Ismaele soso y Dmitry Belosselskiy interpreta a un Zaccaria sufrido y con la voz estrangulada. Fue el coro quien hizo el desempeño más brillante de la velada. Al finalizar el Va pensiero, el público aplaudió durante varios minutos y algún espontáneo se atrevió a pedir el bis. Finalmente, un sonriente Luisotti se aprestó a complacer al auditorio. Es la primera vez, desde la reapertura del teatro, que se bisa una actuación del coro y ya estábamos tardando, porque es, sin ningún género de dudas, uno de los grandes activos del Real.

Al caer el telón, el público aplaudió enfervorecido a Pirozzi, Salsi, al maestro, la orquesta y el coro. Se escucharon algunos pitidos al recibir a los responsables de la dirección de escena y luego abandonamos ordenadamente el recinto. Hasta aquí la temporada, en septiembre más.

¡Ah! El Teatro Real retransmitirá las funciones del 14 y 15 de julio a través de pantallas que se instalarán en la plaza de Isabel II. El día 15 también se podrá seguir desde distintos museos, centros culturales, plazas o auditorios repartidos por todo el país; además, se podrá escuchar en streaming a través de la aplicación MyOperaPlayer.