Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Noche cerrada y la luz de Saramago

Saramago, en la biblioteca de su casa, hoy museo, en Lanzarote.

Saramago, en la biblioteca de su casa, hoy museo, en Lanzarote. / Martínez de Ciprán - EFE

Era noche cerrada cuando llegué a mi casa y en el momento preciso en que iba a continuar la lectura del manuscrito que iba leyendo desde que salí de Lanzarote y llegué a Madrid se apagó la luz de todo el barrio.

En aquel tiempo (1995) ya no había sino viejas palmatorias y no había ni fósforos. Accidentalmente, pues, fui ciego, agarrado a un libro en fase de manuscrito que no podía seguir leyendo. Saramago había terminado Ensayo sobre la ceguera, su deslumbrante obra maestra, y a sus editores les cabía el honor de leerlo antes, después de que ya lo hubiera leído su mujer, su lectora, su traductora, la periodista Pilar del Río, con la que vivió una vida plena, un regalo común.

Era un manuscrito extraordinario que tuve la suerte de recibir de las manos de su autor, José Saramago, al que entonces yo celebraba haber traído a Alfaguara, y a la que tuve la fortuna de atraer a aquel hombre silencioso y pausado, que sería de los escritores más queridos del mundo y, finalmente, premio Nobel de Literatura.

Ensayo sobre la ceguera. En aquel momento esa novela era una de las historias ejemplares de un mundo sin norte, escrita para ofrecer con sus paradojas un modo de navegar contra la corriente de las ansiedades contemporáneas, una obra de arte que sirvió, como tal, para convertirse en metáfora de la falta de luz. Y así hasta hoy.

Cuando volvió la luz en aquella noche de Madrid, cualquiera hubiera sabido que esa iba a ser de las más celebradas novelas de José Saramago, pues incluía todos los elementos de lo magistral en literatura: personajes convincentes, estilo inconfundible de un escritor que ya había dado a la estampa obras como El evangelio según Jesucristo y La balsa de piedra, pero, sobre todo, alguien que, escribiendo un libro de ficción, es capaz de proponer a los lectores un compromiso tan grande para interpretar un avatar posible: que el mundo se queda a ciegas y son los ciegos los protagonistas del porvenir y de las ideas, de las ciudades y del ruido, se va la luz de los ojos, el más apreciado material de un ser humano, distinguir lo que pasa a simple vista. Y a mi se me va la luz mientras lo leía, parecía una broma más de las que era capaz aquel hombre circunspecto e irónico, el ciudadano del Alentejo que eligió el amor y Lanzarote para el resto de su vida con Pilar del Río.

Esa novela tan singular fue un gran éxito de Saramago, en todos los idiomas por las que transitó, y me parece que fue también la que más satisfacciones le dio como escritor de metáforas contemporáneas, siendo esta, la de la ceguera, como la prolongación de Homero u otros grandes clásicos, que de la vida al revés hicieron lúcidas interpretaciones de la vida presente. Ya él vivía entonces en Lanzarote con Pilar del Río que, desde hace veinte años, los que hace que nos falta José, es la intérprete apasionada de la vida y de las metáforas del hombre al que ayudó a ser una persona feliz, siendo además un escritor fuera de escala. Allí escribía con lentitud firme, encerrado como ante un piano, en una casa, que ellos bautizaron A Casa, en la que ahora una biblioteca cuidadísima le rinde culto, igual que pervive en Lisboa la fundación que prolonga actividades que no cejan en el recuerdo al Nobel.

Conocí a Saramago como periodista, cuando el gran incendio de Lisboa. Lo llamé al teléfono de su casa. Él me respondió parsimonioso, como lo fue siempre, en las grandes manifestaciones que presidió contra las guerras, contra las dictaduras, contra la vida al revés, y me dijo que se estaba acercando a la ventana de su casa para irme diciendo qué pasaba en la ciudad en la que había sido un trabajador manual y finalmente un periodista y un escritor. Y como un cronista me fue diciendo cómo era el fuego, qué pasaba en ese preciso instante en que él transmitía el pavor de la tragedia. Luego lo vi en España algunas veces, hasta que un día lo encontré en un avión que lo devolvía a Lanzarote, ya habían emplazado allí la decisión de vivir juntos en la isla que fue, hasta su muerte en 1992, de César Manrique, el artista que modeló la isla para convertirla en una obra de arte natural. En el avión, era 1993, me dijo Saramago que estaba disgustado porque su editorial en España le había comunicado que no iba a publicarle su colección de cuentos Objeto quase (Casi un objeto) por la simple razón de que en aquel entonces las grandes editoriales españolas preferían no publicar libros de cuentos.

En ese momento yo estaba al frente de Alfaguara, y precisamente había decidido con mis compañeros hispanoamericanos, de Argentina, de Colombia y de México, publicar grandes antologías de cuentos, que habíamos comenzado con los de Julio Cortázar y los de Juan Carlos Onetti. En esa colección y en esa editorial, pues, entraba un libro de cuentos como este de Saramago. Contenía una impresionante metáfora sobre la caída del dictador portugués, Oliveira Salazar, representado por una silla carcomida que luego serviría para la simbología de la portada dibujada por el extraordinario pintor español José Hernández. Saramago nos dio el libro, y ese sería el primero de muchos. Nos dio, por ejemplo, Viaje a Portugal, su impresionante excursión humana por el paisaje portugués, que es quizá el mejor retrato que su país haya hecho nunca este portugués de raíz que fue el autor de Ensayo sobre la ceguera.

Fue una fructífera relación editorial, una amistad hermosa, que no tuvo desmayo y que ahora prolonga Pilar del Río con su minuciosa atención no sólo a la figura literaria del escritor sino con el cultivo de lo que fue para la vida política y cultural contemporánea, comprometido con lo que pasaba en todos los continentes, protagonista de opiniones contundentes, atento sobre todo a aquella América Latina que, como en un célebre título primitivo suyo, trataba de levantarse del suelo.

Este año, el 16 de noviembre, se cumple un siglo de su vida y ahora es el veinte aniversario de su muerte. Fue el 18 de junio de 2010, en Lanzarote. Lo habíamos acompañado con sus editores de Alfaguara. Se fue haciendo la noche sobre Lanzarote, y el maestro estaba cansado, por la enfermedad y por el tiempo, y en un momento determinado de la vigilia dijo Até amanhá… Ya no hubo mañana para él; la mañana luminosa en que su cadáver fue trasladado a Lisboa me pidieron que fuera en la cabina. Ese escalofrío me acompaña hasta ahora, aliviado porque, en la ciudad de la que fue el poeta del Alentejo, la vida, el sol y el aire lo despidieron con toda la luz que él cultivó en su literatura, sobre todo en aquel inmenso Ensayo sobre la ceguera que yo leía cuando Madrid se quedó a oscuras una noche de 1995

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