ADIÓS A UN GRANDE DEL CINE

Trintignant, el último actor que jamás necesitó caracterización

A pesar de sus dotes excepcionales, el desaparecido intérprete francés despreciaba el propio lucimiento para enrolarse en el talento de otros, los cineastas con los que trabajaba

Jean Louis Trintignant en 'Trans-Europ-Express', de Alain Robbe-Grillet

Jean Louis Trintignant en 'Trans-Europ-Express', de Alain Robbe-Grillet / ARCHIVO

Andrés Rubín de Celis | Santiago Rubín de Celis

Como en cualquier otra profesión, hay actores y actores. Los hay que, más allá de la calidad y solidez de los filmes en los que actúan, se preocupan sobre todo por construir e interpretar sus personajes con brillantez en busca de aplausos tan merecidos como, en el mejor de los casos, efímeros. Necesitan (de)mostrar el talento que poseen, verdadero genio. Frente a ellos están aquellos otros que parten de la aceptación absoluta de que jamás brillarán verdaderamente en la oscura noche de una mala película. Se trata de 'actores-medium' que buscan afinarse con lo que les rodea: compañeros de reparto, tono del relato, etc.

A lo largo del millar de entrevistas que concedió a lo largo de su carrera, Jean-Louis Trintignant no se cansó de repetir que durante años no leyó uno solo de los guiones que le llegaban, sino que, al elegir, pensaba en la fabulosa colección de directores -y trabajó a las órdenes de, cronológicamente, Zurlini, Franju, Gance, Chabrol, Clouzot, Costa-Gavras, Rohmer, Bertolucci, Aldrich, Comencini, Truffaut o Techiné, por elegir solo unos pocos- que quería reunir en una filmografía tan excesiva como apabullante. Del mismo modo, confesaba considerarse a sí mismo un actor deficiente, e insistía en que su carrera, mediocre e irrelevante para él, le producía hastío.

Sin duda, no dejará de haber quienes piensen que detrás de esas palabras no había sino una pose, falsamente humilde o, por el contrario, obstinada en un perfeccionismo siempre inaccesible. Y, en cambio, la posibilidad menos remota es que esas palabras glosen precisamente su transformación, con el paso de los años, del intérprete que se exhibe en aquel que se exprime. Algo que él mismo sintetizó en una máxima personal: “Los mejores actores son aquellos capaces de sentir más y mostrar menos”.

Trintignat y Gassman en 'La escapada' (1962)

Trintignat y Gassman en 'La escapada' (1962) / ARCHIVO

Una película generacional de enorme éxito bien podría marcar simbólicamente la frontera entre esas dos concepciones. Se trata del film de Dino Risi La escapada (Il sorpasso, 1962), y su revelador título original -ese adelantamiento al que alude- expresa dejar atrás algo; mucho para Jean-Louis Trintignant. En ella, el actor interpretaba el papel en el que se había especializado hasta entonces, el del joven burgués de buena familia, mitad apocado, mitad ambicioso, al que aguardan los laureles de un futuro sin duda exitoso. Su relación con Bruno Cortona (al que da vida Vittorio Gassmann), un fanfarrón desaforado, cambiará su vida durante las horas inmediatamente posteriores a su breve encuentro. A lo largo de la cinta los dos personajes no hacen, a fin de cuentas, nada más importante que conversar el uno con el otro. Nada hay más seguro para Roberto Mariani (Trintignant) que su admiración por la audacia y la despreocupación de Cortona. Y nada tan indudable para éste como la tutela afectuosa con la que acoge al ‘hijo’ que todo padre desearía.

A lo largo de ese itinerario iniciático, mezcla de bildungsroman y de relato picaresco, los dos personajes intercambian sus roles, tomando (nueva) consciencia de ellos mismos. Desde entonces la carrera de Trintignant, que no abandonaría ni el prestigio del cine de “calidad” ni la facilidad de los papeles sin demasiado fondo, se abrió a propuestas mucho más arriesgadas. Y así es como pasó de rostro habitual en las películas de Roger Vadim o Claude Lelouch -lamentablemente, Un hombre y una mujer (Un homme et une femme, 1966) seguirá siendo para siempre su film más icónico- a convertirse en actor fetiche -y “fetiche” es una palabra realmente significante al hablar de él- de un experimentador como Alain Robbe-Grillet, con quien trabajó en cuatro disruptivas ocasiones entre 1966 y 1975: Trans Europe Express, L'homme qui ment (que le valió el Oso de oro a la Mejor interpretación en Berlín), Deslizamientos progresivos de placer y Le jei avec le feu.

El actor, con Emmanuelle Riva en 'Amour' de Haneke (2012), el papel tardío que tantos premios le regaló.

El actor, con Emmanuelle Riva en 'Amour' de Haneke (2012), el papel tardío que tantos premios le regaló. / ARCHIVO

Aparte de su colaboración -y amistad- con Robbe-Grillet, el actor siempre mostró una gran afinidad por Ettore Scola -coguionista de La escapada, con el que rodaría La terraza (La terraza, 1980), Entre el amor y la muerte (Passione d’amore, 1981) y La noche de Varennes (La nuit de Varennes, 1982)- y, más recientemente, con Michael Haneke, al que no dudó en calificar de “el director más grande del mundo”. De hecho, Trintignant, que se había retirado del cine en 2003 para centrarse en proyectos teatrales, aceptó interpretar el papel principal en Amor (Amour, 2012), que Haneke había escrito expresamente para él, por su enorme admiración por la obra del cineasta alemán.

En 'El gran silencio', de Sergio Corbucci (1968)

En 'El gran silencio', de Sergio Corbucci (1968) / ARCHIVO

Ahondando es sus propias predilecciones dentro de su filmografía, el actor expresó en reiteradas ocasiones, no sin cierta intención provocativa, su inclinación por El gran silencio (Il grande silenzo, 1968), un spaghetti-western en el que da vida a un pistolero mudo al que apodan precisamente “Silencio”. “El público no se daba cuenta de que era mudo -recordaba el actor- porque durante los dos primeros tercios de la película el personaje no tiene motivo alguno para hablar. Me gusta porque. en la mayor parte de los westerns. los personajes hablan y hablan sin decir nada”. En nuestro país, aunque es muy posible que Trintignant ni siquiera se acordase de ello, se hizo cargo del papel protagonista de la semi-antonioniana Las secretas intenciones (1970), de Antonio Eceiza, con guión de Azcona, un film muy importante en su momento para el “nuevo cine español”.

“El problema del hombre no es nacer en el lenguaje sino morir en él” escribió Louis Aragon en La valse des adieux, un monólogo que Trintignant interpretó memorablemente recién estrenado el milenio en el Teatro de la Abadía madrileño. Valga una paráfrasis de esa afirmación para despedir a un comediante inmenso: el problema del actor no es nacer a la interpretación sino morir en ella. Telón.