CRÍTICA DE ÓPERA
La solvente Juana de Arco de Cotillard
El Teatro Real estrena su tan comentado oratorio de Honneger sobre la heroína y mártir francesa, que demuestra los recursos dramáticos de toda una estrella del cine como Marion Cotillard, y que se complementa con una cantata de Debussy
Joaquín Jesús Sánchez
El Teatro Real estrenó anoche una obra extraña. No es habitual que, para programar una ópera, haya que juntar una cantata y un oratorio. Tampoco, que el papel protagonista lo interprete una actriz en vez de una cantante. Pero no cunda el pánico: quienes se acerquen a ver Juana de Arco en la hoguera no se encontrarán con un "programa doble", sino con un solo espectáculo dirigido por Àlex Ollé (uno de los integrantes de La Fura dels Baus). El plato fuerte es la singular pieza de Arthur Honegger Jeanne d’Arc au bûcher, que apenas dura hora y poco. Para darle empaque, se le ha sumado La damoiselle élue de Claude Debussy a modo de prólogo.
Se levanta el telón y aparece la bruma. Una mujer, desde el cielo, llora a su amante viva: la situación es rocambolesca. El espíritu le pide a María Santísima que la ayude a reunirse cuanto antes con su amada. La música delicada y, por momentos, empalagosa de Debussy avanza sobre un texto realmente cursi. Apenas hay acción dramática, solo lamentos. De repente, un coro ominoso invade la escena. Están mugrientos y caminan requeantes. Por si fuera poco, los hombres airean sus genitales. Cantan pisándose los unos a los otros, llamando a Juana, aquella doncella que comandó los ejércitos de Francia.
Desde la estaca donde morirá abrasada, Juana recuerda algunas escenas de su peripecia: el pueblo que la jaleaba, el chapucero proceso inquisitorial, cómo la traicionó el rey de Francia. Honegger combina admirablemente lo cómico con lo trágico, lo patético con lo infantil. Así, el juicio del Santo Oficio está representado por animales: el obispo que lo preside es un cerdo, el fiscal es un asno y el jurado está formado por corderos. La escena es acompañada por una música cómica: en unos momentos gruñe, en otros rebuzna. Sin embargo, el despliegue instrumental no es ninguna broma: dos pianos, una sección agigantada de cuerdas, carracas, harpas, cinco fagotes y un numeroso grupo de metales.
Àlex Ollé construye una escena doble. La inferior, como hemos dicho, es sucia, llena de quincallas y de trastos herrumbrosos. Sobre ella, un reino de plata y oro se asienta sobre un suelo de cristal. Allí, flotantes y parsimoniosas, aparecen las santas cuyas voces escucha Juana. La doncella, atada, asciende y desciende de un plano al otro.
Marion Cotillard será entregada las llamas: a eso hemos venido. Vestida con una camiseta blanca, unos vaqueros y un pelucón calamitoso, tendrá que afrontar la crueldad de los hombres y la desidia de Dios. Su Juana muestra hábilmente esa determinación juvenil que es, al mismo tiempo, rocosa y frágil. Habla con un tono inflamado, místico y alucinado que resulta muy conveniente. Lamentablemente (imagino que por las dimensiones y el poderío de la orquesta), los actores están microfonados, lo que causa una sensación rara en un teatro acostumbrado a oír las voces sin intermediarios. En el foso, dirige brillantemente Juanjo Mena, que también debuta en esta plaza. Su interpretación dota de una enorme vitalidad a los momentos más histriónicos de la partitura y alivia, con bastante solvencia, las partes más melifluas. La partitura del oratorio es muy desigual y posee una orquestación cambiante que no debe ser fácil de manejar (en un momento, la turba enfurecida se calma y empieza a cantar gregoriano, imagínense). La escena también avanza sin trompicones, sobre todo si aceptamos el sello personal de su director de escena: los paisajes postapocalípticos y grotescos, su amor por el óxido, etcétera. No termino de entender el asuntillo de las prótesis fálicas de los cantantes del coro que, imagino, tanto darán que hablar. Supongo que es por recato, pero si quieres romper la baraja, mejor sin simulacros: las marquesas se van a sofocar igual.
Como saben, el libreto de esta pieza lo escribió Paul Claudel. Tiene momentos verdaderamente hermosos, multitud de referencias bíblicas y una irritante querencia a gravitar en torno a las mismas ideas. No alivia esta sensación los toscos paralelismos que, en ocasiones, se establecen en el escenario. Si hay dos turbas que se enfrentan obstinadamente, vistámoslos de hinchas de algún equipo de fútbol. ¿Que sale una referencia autocrática? Pretzels y desfiles.
La hagiografía de Juana de Arco ha servido, repetidamente, para ejemplificar toda clase de injusticias. Nada funciona tan bien como una inocente, traicionada y ajusticiada cruelmente ante los berridos del pueblo que, unos momentos antes, la adoraba. Esta versión del Real nos ofrece, felizmente, una lectura del mito más compleja de lo habitual y logra conjugar piezas muy distintas en una función sólida y atractiva. El coro, créanme, hace un papel formidable que, por sí solo, merecería sentarse en la butaca.
En el estreno, el público aplaudió contento. Sondear el espíritu del respetable es una tarea complicadísima, más cuando sale a recibir los aplausos una estrella cinematográfica. Yo diría que les gustó.
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