Festival cinematográfico

Y con Cronenberg no llegó el escándalo a Cannes

Como mera estrategia comercial cabe entender las palabras del cineasta de que 'Crimes of the future', su nueva película, provocará espantadas masivas de los cines

Viggo Mortensen y Léa Seydoux, en un fotograma de ’Crimes of the future’.

Viggo Mortensen y Léa Seydoux, en un fotograma de ’Crimes of the future’.

Nando Salvá

David Cronenberg es uno de los cineastas más extremos y perturbadores que existen, vivos o muertos; al menos lo era hasta que, después de estrenar eXistenZ (1999), decidió atemperarse con el fin de recibir a cambio cierta respetabilidad autoral y tal vez, por qué no, el primer premio en algún festival como el de Cannes. De asegurarle ese transgresor estatus se encargaron títulos como Cromosoma 3 (1979), sobre una mujer cuyo odio se materializa en una horda de niños asesinos; o como Scanners (1981), inmortalizada gracias a sus escenas de cabezas humanas que explotan en mil pedazos; o como el remake La mosca (1986), sin duda una de las películas más fascinantemente repugnantes de la historia.

Y al poner a su nuevo trabajo el mismo título que el de un mediometraje que dirigió en 1970 -que por lo demás, eso sí, cuenta una historia del todo distinta-, el canadiense lanza un mensaje inequívoco: el Cronenberg salvaje, el de los viejos tiempos, ha vuelto. Él mismo se ha encargado de avivar las expectativas declarando estar seguro de que Crimes of the Future provocará espantadas masivas de espectadores del cine. Visto lo visto, sin embargo, la advertencia no debe tomarse como más que una estrategia comercial para llamar la atención sobre una película que no anda sobrada de otros instrumentos con los que hacerlo.

Órganos nuevos

Sexto largometraje gracias al que Cronenberg aspira a la Palma de Oro, Crimes of the Future se ambienta en un mañana en el que la humanidad está situada en un estadio evolutivo diferente al nuestro. Las infecciones y el dolor físico han sido erradicados, y en el interior de los cuerpos de ciertas personas brotan órganos nuevos, considerados por algunos como una forma de arte. El protagonista de la película es un performancer, encarnado por Viggo Mortensen, que convierte la extirpación de esas protuberancias en un espectáculo; en una de las primeras escenas de la película, un par de brazos mecánicos cartilaginosos rajan de arriba abajo el pecho del actor, que permanece tumbado dentro de un sarcófago de textura similar a la del monstruo de Alien: el octavo pasajero (1979), y empiezan a hurgar dentro de su cuerpo mientras él se relame de placer. “La cirugía es el nuevo sexo’, afirma alguien poco después.

La transformación del organismo por vía clínica y sus vínculos con la sexualidad es un asunto que Cronenberg lleva toda su carrera explorando. En su primer largometraje, Vinieron de dentro de... (1975), un doctor inserta en un grupo de personas un parásito que las dota de un insaciable instinto sexual y asesino; en Rabia (1977), una mujer moribunda es sometida a una cirugía experimental que la convierte a ella en algo parecido a una vampira dotada de un apéndice fálico bajo la axila, y a sus víctimas en bestias homicidas; en Inseparables (1988), un ginecólogo diseña e intenta utilizar unos instrumentos quirúrgicos aberrantes sobre mujeres cuyos sistemas reproductivos considera mutantes.

Crimes of the Future no dice sobre el asunto nada que no dijera ya con más tino cualquiera de esas películas previas; en cambio, prefiere sumergir a su protagonista en una intriga no particularmente intrigante que involucra a un grupúsculo en la sombra cuyos miembros fabrican barras alimentarias de plástico, y en torno al que la película articula con vaguedad sus inquietudes sobre el cambio climático, las grandes corporaciones y la inmoralidad que aqueja el mundo del arte.

Mejor a la fuente

Entretanto, es cierto, Cronenberg utiliza Crimes of the Future para exhibir de forma esporádica imágenes que traen a la memoria momentos célebres de algunas de sus películas esenciales, como Videodrome (1983) -James Woods sacándose una pistola del abdomen- y Crash (1996) -James Spader copulando con la pierna de Rosanna Arquette a través de una cicatriz con forma de vulva-, pero en ningún momento logra replicar las atmósferas sórdidas y enfermizas de esos y otros títulos previos de su filmografía. Que haya querido rememorar sus viejos tiempos no tiene nada de malo pero, para el espectador que quiera hacerlo, mejor será que acuda a la fuente.

Misterio y romance

También Park Chan-wook es un cineasta habitual de este festival. El coreano causó sensación aquí hace casi dos décadas gracias a Oldboy (2004), hiperviolento drama sobre una venganza que acabó obteniendo el Gran Premio del Jurado y nos dejó imágenes -la de un hombre que engulle un pulpo vivo, por ejemplo- impresas en la retina para siempre; regresó al certamen para presentar Thirst (2009), película de vampiros sobre un sacerdote lascivo, y volvió a hacerlo con motivo del estreno de La doncella (2016), a la vez un suntuoso drama de época, un tórrido romance lésbico, una absorbente intriga de espionaje y una muestra perversa de terror psicológico. Y la ficción con la que Park compite en Cannes también este año, Decision to Leave, confirma su habilidad singular a la hora de combinar y reconfigurar géneros.

La película cuenta la historia de un detective disciplinado y metódico que, al empezar a investigar una misteriosa muerte, se enamora de forma obsesiva de la viuda del fallecido, que de hecho es sospechosa de haberlo matado; un año después, ambos vuelven a encontrarse cuando el nuevo esposo de ella aparece ahogado. Lo que explicado así puede parecer una relectura de Instinto básico (1992) -en la que, eso sí, solo hay una escena de sexo, y de lo más discreta-, en realidad es una extraña mezcla de misterio policial y melodrama romántico que, de hecho, cuando mejor funciona es mientras permanece centrada en los vaivenes amorosos de dos almas gemelas cuya relación se ve saboteada tanto por los problemas de comunicación -en sus conversaciones a menudo media el traductor de Google- como por la posibilidad de que ella sea una asesina.

Mientras los contempla, Park da muestras de una tendencia al exceso argumental -la historia incluye demasiadas subtramas, demasiados saltos geográficos, demasiados teléfonos móviles llenos de secretos y respuestas- que perjudica el ritmo y la claridad narrativos, pero la compensa envolviendo el relato con su habitual estilización visual y dotándolo de una ternura y una hondura emocional hasta ahora inéditas en su cine.