Opinión | ESPEJO DE PAPEL

Contra el desierto de la periferia

El periodista y crítico literario Javier Goñi.

El periodista y crítico literario Javier Goñi.

Javier Goñi entraba a los sitios como si no estuviera nunca seguro de por dónde debía tirar para llegar al lugar en el que le esperaban conocidos, amigos o entrevistados. De hecho, aunque en su cara estaba la sonrisa que predicen los buenos encuentros, parecía dudar de si él era aquel al que los otros aguardaban.

Acoplaba ese carácter a su manera de andar, así que usaba un pie y el otro para expresar la duda existencial que, sin embargo, se desvanecía una vez que se sentaba y repartía risas o consideraciones que hacían su conversación tan animada, por ejemplo, como la que podía esperarse de un discípulo bueno, no impostado, de don Miguel Delibes.

Ahora que murió Goñi (a los 69 años, tras amargos dolores de una enfermedad maldita) sus muchos amigos lo han recordado en persona y en la prensa (El Norte de Castilla, donde empezó junto al autor de La sombra del ciprés es alargada, Heraldo de Aragón, el diario de donde nació, o El País, donde escribió reseñas en Babelia a lo largo de treinta años) como alguien que salvó la literatura que no hacía ruido, es decir, que estaba en la periferia de la fama, cerca del olvido o de la inanición.

Sus trabajos literarios propios giraron en torno a Delibes, por cierto, y a Pío Baroja, y esa misma adicción de su persona a tales personajes me lleva a decir que ese carácter huidizo, como de alguien que huye del ruido para no conocer la furia de los egos, fue también el modo de ser de aquellos a los que admiraba.

"Cabe preguntarse quién será capaz de generar ese interés que en el caso de Goñi tenía el rango de un sacerdocio"

A esas personalidades a las que dedicó libros se podría añadir una de las más importantes de sus mejores amistades, Manuel Longares, el autor de Romanticismo, que este mismo viernes me hablaba de la pasión de Goñi por aquello a lo que, siendo bueno o apreciable, no tenía en los medios críticos otra reseña que la suya. Las editoriales modestas, que ahora además proliferan lo tenían a él como valedor, me decía Longares, y ahora cabe preguntarse quién será capaz de generar ese interés que en el caso de Goñi tenía el rango de un sacerdocio.

Esas reseñas estaban marcadas por la voluntad de trasladar interés por la lectura; no estaba señalada para destrozar al narrador, sino para destacar aquello que el lector no debería perderse. Era un lector que, además, conocía lo difícil que es dar con la tecla precisa para que los libros tengan la sustancia exigida, y él sabía de qué naturaleza debía ser esa sustancia. Como en la vida cotidiana, con sus numerosos amigos, era generoso y sutil. Le costaba situarse en lo alto de las conversaciones, pues no era pedante, sino sencillo. Esperaba que la conversación lo precisara, y en eso también era buen discípulo de Delibes, pues el famoso vallisoletano odiaba la cháchara, también en los libros, y así era Goñi.

Un amigo “cojonudo”, me decía también Longares, sobre el que todo el mundo que lo quiere dice lo mismo, por cierto. Para todos los que se le acercaban tenía una buena noticia, o un juicio que mejoraba las incertidumbres ajenas. Sus críticas tenían también ese noble efecto, pues salían de ellas los escritores como si alguien le diera la mano y ésta no llevara un puñal dentro.

Era, decía Javier Rodríguez Marcos en El País, en cuyo Babelia duró Goñi tres décadas, que era “el altavoz de la periferia”. Parecía siempre que venía, en efecto, de la periferia, de donde extrajo la materia de su actividad crítica, sobre todo, pero en realidad era de todas partes e iba a todas partes, en busca de lo que sería el más preciado don de la literatura: que ésta dijera algo mejor que la vida misma.

A él la vida le fue muy esquiva, dolió mucho la vida en sus últimos años, así que quienes le lloran, le lloramos, saben, sabemos, que gente así no hay sino de vez en cuando. Y ya no está Goñi, se nota, y se notará.