Opinión | Espejo de Papel

Joan Manuel Serrat, el artista civil

El artista catalán recibió este último miércoles la condecoración cultural más alta de la nación española, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio

El cantante Joan Manuel Serrat, interviene tras recibir la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, en La Moncloa.

El cantante Joan Manuel Serrat, interviene tras recibir la Gran Cruz de la Orden Civil de Alfonso X el Sabio, en La Moncloa. / EP

El premio. Joan Manuel Serrat, artista nacido en Barcelona hace 78 años, recibió este último miércoles la condecoración cultural más alta de la nación española, la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio. En su discurso de gratitud se mostró con el humor con el que le quita caspa a la gloria. Citó a su mujer, Yuta, a la que atribuye el sentido común que a ella le ha permitido ser Yuta y no tan solo la mujer de Serrat.

Al final del acto dijo algo que es habitual en su ejercicio personal de su propio sentido común. Explicó que aquello debía acabar, “pues estos señores tendrán que gobernar”, pues el acto de homenaje ocurría en La Moncloa con la presencia del presidente Pedro Sánchez, ocupado entonces en algo distinto que la guerra de Putin contra Ucrania, que estalló más tarde. La guerra entonces en curso era la que libró Ayuso contra Casado. Una tristeza más en el decurso político nacional. 

El hombre. La primera vez que lo vi era en torno a 1973, él estaba entrando por la puerta del Hotel Brujas de Santa Cruz de Tenerife, ya era pieza codiciada por la maldad nacional, pues había desafiado al régimen negándose a cantar en español una canción que iba a representar a este país en Europa y que él quiso interpretar en otra lengua española, el catalán. El tópico nacionalista de entonces mordía a quien osara, en Barcelona o en cualquier parte de Cataluña, desafiar la lengua que la dictadura quiso única y suya.

En ese momento en que lo vi él ensayaba el principio de un exilio que se prolongaría en América y que lo convertiría para siempre en un latinoamericano. Las heridas que sufrió luego el continente, Argentina, Uruguay, Chile, fueron las suyas propias, pues se hizo de todas esas patrias, a las que quiere como si ellas mismas hubieran moldeado sus pasos de artista civil, comprometido con lo que pasa dentro y fuera de su historia nacional. En aquella ocasión tinerfeña, cuando lo encontramos en el Brujas, él llevaba una mochila al hombro. Jamás he pensado en él, nunca, sin imaginarlo con esa metáfora de su viaje.

El viaje. Su viaje por el mundo latinoamericano lo hizo, probablemente, con lo que había dentro de esa mochila, en la que entonces quizá cabían sobre todo libros, que constituyen el equipaje civil que acompaña a sus canciones. Ningún género le es ajeno, nutre su modo de ser de ensayo, poesía y novela, busca ávidamente novedades que se superpongan a los clásicos a los que dedicó gran parte de su talento.

Entre esos viejos amigos que hizo revivir con el afecto radical de su música, exiliados o perseguidos por los ganadores de la guerra, habita ahora su ejemplo civil de artista que no dejó nunca que su arte abrigara la demagogia o el tópico. En todas partes, en América también, puso su guitarra y su voz a disposición del entendimiento en los periodos difíciles de los países de los que es hijo o hermano, y ahora reinicia un viaje que hace con una mochila en la que caben el corazón y la memoria. Su presencia civil en nuestros propios sentimientos lo ha hecho, cada día, acreedor a una resonancia que no es de papel ni de aire ni de otra cosa que se pueda gastar con el tiempo o el tópico, pues si algo hay en él es que pesa sobre el suelo, no es aéreo ni frívolo ni perecedero nada de lo que hace o dice con la canción y hasta con el silencio. El premio que ha recibido es tan unánime que parece el aplauso que le debe el mundo a aquel muchacho con mochila.