LIBROS

De Ida Vitale a Ana Blandiana: oficio de permanencia

De los líricos griegos a las nuevas generaciones, la poesía perpetúa el rumor emocional de la vida

Imagen que recuerda a la lírica griega

Imagen que recuerda a la lírica griega / Archivo

J. C. Iglesias

Vayamos a los orígenes. Fue cuando el ser humano percibió que su aliento semántico iba más allá de la exactitud verbal y que las palabras atesoraban el rumor emocional para hacer más llevaderos los días. Hablo de la poesía, esa ánfora que guarda "el vino de la vida y el espíritu de los héroes", como escribió Hölderlin, para que no olvidásemos que "lo que permanece lo fundan los poetas". A ese oficio de permanencia voy, ahora que toca hacer balance editorial de un año, otro más, dominado por las incertidumbres.

En los líricos griegos y en los siglos VII y VI a. de C. está la semilla de casi todo. De ello da cuenta con acierto ejemplar en Las rosas de Pieria (Impronta) la joven clasicista gijonesa Dalia Alonso, que en 140 páginas concentra el decir perpetuo que legó entre otros Estesícoro de Himera: "Musa, tú que conmigo has compartido/ tantas guerras, y me has querido, danza". Es la misma danza de Guido Cavalcanti (¿1258?-1300) y que el esmerado trabajo del italianista Rossend Arqués y del poeta y traductor Luis Martínez de Merlo nos permite disfrutar con la Poesía completa (Cátedra) de aquel florentino que despejó los horizontes de la lírica stilnovista, con sus camaradas Dante Alighieri y Petrarca, y perpetuó su legado en el tiempo.

A esa escuela acudieron Basil Bunting y Saint-John Perse, poetas ambos que desde las tradiciones sondearon nuevas y arriesgadas formas de dicción poética. Los profesores asturianos Emiliano Fernández Prado y Faustino Álvarez han logrado una nueva y relevante edición del Briggflatts (Impronta), uno de los poemas más importantes del modernismo angloamericano, en el que Bunting entrelaza historia y biografía. La Obra poética (1904-1974) (Galaxia Gutenberg) de Perse, reunida y traducida con esmero por la pintora Alexandra Domínguez y el poeta Juan Carlos Mestre, recupera una dicción que rechazó ser únicamente el espejo de un yo y optó con su largos versículos épicos por ejecutar una crónica del mundo y descifrar ciertos absolutos.

La uruguaya Ida Vitale (1923) echa por tierra el tóxico vínculo de poesía y juventud. Ya nonagenaria, tras recibir el Premio Cervantes, ha demostrado con Tiempo sin claves (Tusquets) la fortaleza de una escritura lúcida y luminosa, leal a la tradición desde su ahora personal, en el duelo por la pérdida de su esposo. El mismo duelo del que da cuenta la rumana Ana Blandiana (1942) con su Variaciones sobre un tema dado (Visor), título que se suma a Un arcángel manchado de hollín (Galaxia Gutenberg) en el que se reúnen tres libros esenciales de una autora capaz de reafirmar la vocación ética y resistente de la poesía, gracias a las versiones de Viorica Patea y Natalia Carbajosa. También el sufrimiento articula la escritura doliente de Marta Agudo (1971) con Sacrificio (Bartleby), un largo monólogo que se enfrenta al abismo de la enfermedad: "Anota que te sangra la boca con la palabra 'muerte' aunque te asusta más una longevidad enferma".

En este tiempo de pérdidas excesivas, tres poetas han entregado su legado póstumo. Francisco Brines (1933-2021) se fue con Donde muere la muerte (Tusquets), cierre de la extensa elegía que es toda su obra. También Joan Margarit (1938-2021) mantiene en Animal de bosque (Visor) un cara a cara con la muerte, la suya propia, pero también la de sus seres queridos, siempre fiel a su línea clara y bilingüismo poético y con un epitafio esperanzado: "Me iré amándoos./ Y algo mío intentará volver". Xosé Bolado (1946-2021) nos dejó cuando su antología bilingüe, Un pájaro tan ligero (Bartleby), estaba en imprenta, gracias al cuidado de la mierense Esther Muntañola. La publicación en castellano de uno de los nombres propios del primer Surdimientu ha permitido dar a conocer fuera del dominio astur una poesía nacida en la fraternidad de emoción y pensamiento.

El libro de Bolado no podría recibir el Premio Nacional por estar escrito en un idioma excluido por la intolerancia. Afortunadamente para los que no sabemos vasco si lo obtuvo Miren Agur Meabe (1962), la poeta euskaldún galardonada por Como guardar ceniza en el pecho (Bartleby). Su escritura a corazón abierto, donde el coloquialismo no reniega de los clásicos, es ejemplo de la dignidad y la fortaleza intelectual de todas las lenguas hispánicas. De México llega David Huerta, con El Desprendimiento (Galaxia Gutenberg), de la mano del gijonés Jordi Doce, medio siglo de poesía exuberante, plural y conmovedora siempre. Un descubrimiento.

Y también cuatro poetas asturianos esenciales: José Carlos Díaz (1962), con Aire de lugar y gente (Trea), da voz a la devastación de su tierra y al dolor de sus mayores con la gramática de la señardá; José María Castrillón (1966), con Formas de saber que sigues vivo (La Garúa), ha ejecutado un libro con viejos y nuevos materiales donde llanto y canto sustentan un decir pleno de emoción vivida, también de emoción pensada; Pablo Antón Marín Estrada (1966) ha reunido en Pozu sin fondu (Impronta) su obra poética, que conforma uno de los pilares de la segunda generación del Surdimientu, escrita desde la sentimentalidad de lo afayaízo en una llingua tan hermosa como acorralada por los enterradores de la verdad y la belleza, y Rodrigo Olay (1989), el joven sabio que suma en este 2021 de desasosiego un nuevo título, Vieja escuela (Rialp), galardonado con el accésit del Adonáis, continúa con su labor de desentrañar las palabras llamadas a perdurar en el ánfora de la vida y de los héroes.