Inés en un aula de París

La novelista Almudena Grandes.

La novelista Almudena Grandes. / EFE

A Almudena Grandes la he disfrutado como lector, como escritor y como profesor. Como lector, leyendo novelas que impresionaban como Las edades de Lulú. Empezar una carrera, en el año 89, con una novela tan desinhibida como esta, es ya una demostración de valentía extraordinaria. Su capacidad inventiva y fabuladora me siguió haciendo compañía con sus episodios de una guerra interminable (un proyecto incontestable en el que libro a libro se superaba a sí misma, cada vez más segura, tan poderosa), novelas en las que acertadamente supo combinar la emoción con las ideas (Inés y la Alegría, Los pacientes del Doctor García, etc.) y con las que daba forma a historias torrenciales. No sólo ha dado voz a los perdedores. Porque igual que Marsé dio voz al charnego, ella lo hizo con el represaliado, y su manera de dignificar la derrota a través de la ficción quedará para siempre por escrito en esos libros negros de Tusquets que imponen un brochazo de luz en tantas bibliotecas.

La he disfrutado como escritor las veces en que con su complicidad ha presentado alguna de mis novelas, o hablando de literatura con ella en nuestros encuentros. Sin ser un amigo de los íntimos, he tenido la suerte de compartir momentos preciosos con ella y con la gente interesante, festiva y vital, que la rodeaba, ya fuera en la Feria del Libro, en la Kontiki, en la calle Larra, o en Granada, a donde Luis me llevó con ellos por primera vez una noche, en una semana santa, cuando yo era un niño y los miraba a ambos como se mira a los poetas que sin presunción bajan de los libros a la calle; y he tenido la suerte, también, de recibir sus mensajes de apoyo después de haber leído cada nueva novela, insistiendo ella, sincera, en lo que le había gustado más y en lo que le había menos. Porque eso Almudena lo ha hecho con muchos, de todas las edades, pienso en Manuel Longares, Marta Sanz, Carlos Pardo o Aroa Moreno.

Pero en cualquier caso, creo que como más he disfrutado de Almudena Grandes ha sido como profesor. De entre todos los mensajes que recibía ayer los más sentidos para mi eran los de mis exalumnos de Sciences Po, en París. Desde hace ochos años, en mi curso sobre el exilio y el desexilio, una de las novelas de lectura obligatoria es Inés y la Alegría. Aunque tengan buen nivel de español, sé que es un esfuerzo descomunal para chicas y chicos en su mayoría franceses de 19 a 23 años leer una novela de 700 páginas, pero no he recibido ninguna queja más allá del primer día, porque mientras avanzaban y comprobaban que podían con ella, los he visto cada vez más emocionados con Inés. Sí, querían vivir como ella y sentir lo que ella sentía, enamorarse como ella, envejecer como ella o cocinar las croquetas como ella en ese Toulouse tan real como el exilio. La satisfacción que he sentido explicando y comentando la dimensión histórica de esa ficción es de las cosas más emocionantes que he podido vivir gracias a la literatura, que como sabemos, cala más hondo que un manual de historia. Además, me ha permitido leer luego brillantes disertaciones del alumnado, papeles que en el avión, en casa o en el aeropuerto me conmovían tanto o más que la propia novela y me daban el placer de constatar con alivio que no había aburrido a la clase.

Compromiso con el oficio

Se habla mucho del compromiso ético, político, social de Almudena, lo cual es obvio, pero también me gustaría destacar su compromiso con el oficio: Almudena Grandes no podía vivir sin escribir, era una escritora fiel a sí misma, de método, que desconfiaba de la inspiración y creía en el esfuerzo y en la constancia del día a día. Partido a partido. Una tarde, en la librería Alberti, en la presentación de la poesía completa de Manuel Vilas, le anuncié que iba a ser padre y que temía que me quitara tiempo para escribir, y respondió con los ojos abiertos completamente contrariada: "Pero qué dices Use, nada de eso, en absoluto, se puede seguir escribiendo igual, yo escribí Los aires difíciles mientras daba de mamar a Elisa”. La escritura y los hijos: la vida. Más allá de eso, Almudena ha mostrado también un compromiso con sus editores, publicando toda su producción narrativa en la misma editorial, demostrando su devoción por Toni López y por Juan Cerezo. Pienso también en Natalia Gil.

Cuando éramos vecinos en Madrid, nos encontrábamos cada dos por tres por Tribunal (en esos cien metros a la redonda de la Glorieta de Bilbao que tanto le gustaban). Y cada vez que recibía la traducción al francés de sus novelas me hacía subir a casa para darme un ejemplar dedicado a mi suegra, cuyo nombre, con el tiempo, llegó a aprenderse. Almudena escribía las dedicatorias en francés (siempre ponía primero el lugar y la fecha) y yo llevaba luego el libro a Lyon sintiéndome importante gracias ella, y lo entregaba contento, orgulloso. Gracias, Almudena. Descansa en paz.