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'Los optimistas': En los inicios del sida, ellas fueron las primeras en estar cerca de sus amigos enfermos

La alabada nueva novela de Rebecca Makkai recorre las historias de amistad y empatía que unieron a muchas mujeres con sus amigos contagiados a los que la sociedad despreciaba, y cómo se convirtieron en activistas frente a una enfermedad que, en un primer momento, les afectaba menos.

Protesta de ACT UP en Nueva York en los años 80.

Protesta de ACT UP en Nueva York en los años 80. / TL LITT

Carmen López

No hay demasiado peligro de spoilers al desgranar con cierto detalle la trama de Los optimistas, la novela de Rebecca Makkai que la editorial Sexto Piso acaba de publicar en España traducida por Aurora Echevarría, y que fue finalista de los grandes premios y figuró en todas las listas de los mejores libros de EEUU en 2018. Se sabe de sobra que, a mediados de los años 80, dar positivo en la prueba de VIH significaba una pena de muerte casi segura, y los hombres homosexuales eran los más afectados. O, al menos, los que más visibilidad tenían en aquel momento. Precisamente, el libro comienza con el funeral de Nico, fallecido por sida, que más que una ceremonia es una fiesta de amigos. Justo lo que en realidad él habría querido, y no el sepelio que organizó la familia que le repudió cuando se enteró de su orientación sexual.

Los dos protagonistas principales ya aparecen en ese evento cargado de alcohol y sentimientos encontrados. Yale, un treintañero con un trabajo estable y una relación monógama con el director de un periódico dirigido a la comunidad homosexual y Fiona, la hermana veinteañera del muerto. El virus –al que los sectores más conservadores llaman despectivamente ‘el cáncer gay’– ya empezaba a cebarse con los integrantes de su grupo pese a que aún hubiese escépticos.

La novela está estructurada en dos momentos temporales. Una parte transcurre en Chicago en 1985 y la otra en París en el año 2005. Allí es a donde viaja Fiona, dispuesta a encontrar a su hija con la que nunca tuvo una buena relación y que lleva mucho tiempo desaparecida para sus padres. Así, por una parte cuenta cómo fue la realidad de los inicios del sida en el mundo occidental –en 2021 se cumplen 40 años desde los primeros diagnósticos– y por otra, cómo afectó psicológicamente a quienes lo vivieron de cerca.

Homofobia y desprecio

En los inicios de esta pandemia que aún no se ha erradicado, los recursos para los pacientes eran escasos, por no decir inexistentes. No había medicamentos más allá del AZT, que más bien funcionaba como paliativo, y la administración pública no tenía demasiado interés en invertir para solucionar esa enfermedad mayoritariamente letal. Al fin y al cabo parecía afectar solo a un colectivo que a Reagan, presidente de Estados Unidos en aquel momento, no le sugería más que desprecio. Si los homosexuales desaparecían, tampoco era un problema

Sarah Schulman, escritora y experta en la historia del SIDA en Estados Unidos, acaba de publicar en inglés Let the Record Show. A Political History of ACT UP, New York, 1987-1993, un libro sobre el ACT UP (AIDS Coalition to Unleash Power). Aquel movimiento político de acción directa nació en Nueva York en 1987 con el objetivo de reclamar mejores condiciones sanitarias e inversión en investigación para acabar con el virus. Ella fue parte de la asociación y, además, ha llevado a cabo más de 200 entrevistas para su nuevo libro, así que sabe bastante de cuáles fueron los agentes esenciales del apoyo a los enfermos.

Explica a El Periódico de España que “debido a la virulenta homofobia institucional –la sodomía no fue legal a nivel federal hasta 2003, sin protección laboral o de vivienda, sin representación precisa en los medios, etc.– algunas personas se vieron obligadas a regresar a sus pequeños pueblos a morir porque no tenían otro apoyo. Y así tuvieron que padecer además a familias homofóbicas o poco empáticas que los acogieron de mala gana y con vergüenza y hostilidad”.

Algunas personas se vieron obligadas a regresar a sus pequeños pueblos a morir, y así padecieron a familias homofóbicas o poco empáticas que los acogieron de mala gana y con vergüenza”.

Por esa razón, los amigos y amigas de los enfermos asumieron el papel de cuidadores. Un perfil como el de Fiona, aunque Makkai no construyó al personaje con la intención de reivindicar algún reconocimiento. “Para mí, escribir un personaje con un propósito determinado crearía algo increíblemente tenso y bidimensional”, cuenta a este periódico. “Surgió de forma orgánica. Primero, ella era solo una persona más en la fiesta en esa primera escena. Luego emergió un poco más en escenas posteriores, después se convirtió en un personaje bastante central, y finalmente decidí repasar lo que tenía (unas 100 páginas) y agregar capítulos desde su punto de vista. Me sirvió para que la historia pudiese avanzar treinta años y tratar mucho más el tema de la supervivencia y el largo brazo del dolor”.

Una manifestación de ACT UP.

Una manifestación de ACT UP. / Dona Ann McAdams

Muchas mujeres se encargaron de la asistencia a los enfermos, pero no todas fueron las ‘amigas heterosexuales’, a las que a veces se les ha dado más relevancia que a otros colectivos. “Las mujeres eran una parte importante de la atención temprana del sida y la lucha por los derechos relacionados con el VIH. Aunque a diferencia de Fiona –pero como la amiga de Yale, Gloria–, muchas de esas mujeres eran lesbianas”, dice Makkai. También matiza que “las comunidades de gays y lesbianas de ciudades como Chicago, históricamente, han estado en desacuerdo a menudo. No había tanta interacción social como ahora, y ocasionalmente había misoginia por parte de algunos hombres homosexuales”.

No solo ellas. Pero ellas, siempre

"En mi libro hablo de que el cuidado de los hombres homosexuales con sida no se basa en el género –afirma Schulman–. Por supuesto, algunas mujeres heterosexuales se ocuparon de amigos varones homosexuales. Pero gran parte del cuidado también lo realizaron otros hombres homosexuales". Al igual que Makkai, señala que “no se puede subestimar el papel que tuvieron las lesbianas en todo esto y cómo se sentían los hombres homosexuales acerca de las lesbianas que estaban en el movimiento del sida. Y, además, también había lesbianas que habían contraído el sida por compartir agujas”.

Makkai reproduce en la novela una escena basada en una manifestación convocada por ACT UP, ya que uno de los personajes es miembro activo de la organización. En ella refleja cómo eran sus protestas, como las sentadas frente a instituciones responsables de la sanidad y que solían terminar con la represión violenta de la policía. Y también cómo las mujeres se unieron al activismo: Fiona acompaña a Yale a la protesta como amiga pero también como integrante de ese movimiento.

La escritora comenta que para documentarse antes de escribir el libro entrevistó a un gran número de personas, muchas de ellas mujeres: “Hubo lesbianas que lucharon en ACT UP, trabajadoras sanitarias que se comprometieron desde el principio a trabajar en las salas de sida, cuidadoras que perdieron amigos cercanos y un par de mujeres que se transformaron en activistas por la crisis y lo han sido durante casi cuarenta años”.

De hecho, Fiona está basada en una persona real. “Está inspirada más que nada por una foto que una amiga publicó una vez en Facebook de ella misma riendo con algunos amigos en la década de 1980. La foto no estaba relacionada con el sida, y no conocía la historia que había detrás de ella; simplemente me sugirió un personaje. Pero las conversaciones que tuve a lo largo de la escritura ciertamente fueron conformando la vida de Fiona, sus decisiones y las formas en que los traumas de los veinte la perseguirán durante décadas”, dice Makkai, que remata su testimonio con una afirmación contundente: “La historia no se ha portado muy bien a la hora de recordarlas en su papel de activistas y agitadoras políticas. Quizás, para algunas personas sea más fácil imaginarlas como cuidadoras”.

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