CATALUÑA

La lucha diaria en la Barcelona de las infravivendas: "Quiero otra vida para mi hija"

Un incendio acabó matando una familia entera que vivía en una antigua oficina de un banco. El 30 de noviembre, Violeta, sus dos hijos y su pareja murieron abatidos por las llamas. Pero Barcelona está repleta de otras Violetas. Madres que crían solas a sus hijos en espacios insalubres, que rezan para evitar una tragedia y que confían en un futuro distinto.

Diamata Gheorghe arropa a su hija Raisa, en la antigua oficina de un banco ocupada donde vive con el resto de su familia.

Diamata Gheorghe arropa a su hija Raisa, en la antigua oficina de un banco ocupada donde vive con el resto de su familia. / Ferran Nadeu

Elisenda Colell

Allá por el año 2008 había sido un cajero de la Caixa Laietana. Ahora los cristales están llenos de pintura y grafitis. La puerta, abierta de par en par, muestra luces de Navidad, unos cuantos Papá Noel colgados en la pared y a Diamata Gheorghe abrazando a Raisa, su hija de 11 meses. También hay vida en una gasolinera abandonada. Solo abrir el alambre y la lona que la delimita de la calle sale pitando Lionela, una niña que muestra con los deditos que ya ha cumplido los 3 años.

En un banco abandonado en la zona alta de la ciudad, dos adolescentes que se bañan con cazos de agua caliente asisten a las escuelas más selectas de la ciudad. Algunas de estas madres conocían a Violeta, la madre que murió la semana pasada en una oficina abandonada en la plaza de Tetuan con sus dos hijos. Y temen que les toque vivir lo mismo. "No nos gusta tener que criar a nuestros hijos así, pero no tenemos otra opción. Solo espero que tengan otra vida distinta a la nuestra", cuentan.

Los 656 adultos y 209 niños que viven en espacios sin cédula de habitabilidad en Barcelona no pueden acceder a los pisos de alquiler social. Solo tienen derecho a vivir en pensiones y de forma temporal. La apisonadora de la exclusión es implacable.

Los viajes a Rumanía son como pequeños paréntesis. Su casa, dice, está en Barcelona. Aunque sea una antigua oficina bancaria abandonada, con la luz pinchada y sin agua corriente. Diamata Gheorghe llegó a Cataluña hace nueve años, entonces tenía 10. "Vivíamos en L'Hospitalet de Llobregat con mis padres, y los niños de la escuela siempre se reían de nosotros", recuerda. "No era fácil, íbamos de un lugar a otro, siempre nos echaban de casa", insiste.

Por ello, explica, cuando cumplió 14 años, dejó de asistir a clase. "Ahora me arrepiento, pero entonces no quería ni levantarme por la mañana". Regresó a Rumanía y a los 16 ya estaba casada. Con 19, el 8 de enero de 2020, parió a su hija. "Me di cuenta de que teníamos que volver. En Rumanía el parto fue muy malo... y aquí no se paga ni la sanidad ni la escuela, sabía que mi hija tendría más oportunidades", asegura.

Regalos de prestado

Ahora vive en un banco que ocupó su abuela, de 52 años, y su tía, que cría un bebé de 7 meses y otra niña de 14. Una niña que, según Diamata Gheorghe, también tiene problemas en clase. "Amigos no tiene, se ríen de ella, le llaman fea, rumana..." cuenta. En este lugar, hombres no hay. "Los maridos siempre se acaban yendo", asegura. 

Las seis viven de la abuela. Es la única que tiene papeles y cobra una prestación de 600 euros al mes. También es quien vende chatarra, mientras los servicios sociales les dan 200 euros al mes para alimentarse. "Entre los pañales, la comida, los potitos... tenemos suerte de que los vecinos nos dan cosas para los niños". Por ejemplo, la trona donde se sienta el bebé. O los juguetes usados de otros niños que serán regalos de Navidad.

A Raisa, el bebé, le han detectado una enfermedad rara. Tiene una mano más grande que la otra y cada semana acude a los especialistas del Hospital del Mar. "Los médicos me dicen que no puede pasar frío... y nosotros no tenemos ni agua caliente", lamenta la madre. Una decena de garrafas de agua demuestran cómo se asea la familia.

"Calentamos agua en el butano y nos la echamos encima con cubos en el lavabo", explica la madre. Cuando mira atrás, no quiere que su hija repita su vida. "Quiero que pueda estudiar, y que se case si quiere, y cuando sea mayor", dice. La madre sueña con trabajar. "De lo que sea". Pero no tiene papeles.

Ocupar una gasolinera abandonada

Quien ya tiene claro qué quiere ser de mayor es Lionela. Con tan solo 3 años habla mejor español que sus padres, analfabetos. "Quiero ser doctora, para curarlos a todos", sonríe. Va despeinada y viste un pijama. "Hoy es fiesta, no tenemos escuela", comenta mientras juega con unas sillas en la calle. Dice al menos cinco nombres de sus amigas de la escuela. Pero no puede encontrarse con ellas fuera de clase. 

"Nosotros no tenemos casa, no somos como ellos", zanjan sus padres. La miran, y sonríen. "Es muy inteligente", aplauden. Ninguno tiene permiso de residencia en España. Incluso la menor, que nació en Barcelona.

La familia explica que llevan dos años viviendo en una gasolinera abandonada, y que al menos están empadronados. Pagaron 3.500 euros por vivir allí. "Si quieres techo hay que pagar si o si". Llevan más de diez años merodeando en solares, naves o locales comerciales ocupados. El padre mendiga por el centro de la ciudad y vende chatarra. Dice que logró el dinero para estar en la gasolinera reclamando el que les habían cobrado antes. Los que les habían metido en lugares ocupados donde, a los pocos días, fueron desahuciados.

También en la zona alta

"Todos pensamos lo mismo, que aunque estos sitios no son buenos para nuestros hijos, es mejor que Rumanía. Allí hay días que puedes darles algo para comer, pero otros no hay nada", explica una madre soltera de cinco hijos que ocupa un banco en el distrito con más renta de la ciudad. "Claro que me enteré de lo de la familia de la plaza de Tetuan, vinieron de los servicios sociales a insistirnos que fuéramos cautelosos", añade. En una habitación guarda la chatarra y los electrodomésticos para revender. En otra está el butano para cocinar y calentar el agua. Y prohíbe, dice, expresamente a sus hijos de tocarlo.

Sus dos hijas menores van a una escuela privada, con uniforme. El hermano mayor ha desistido y se dedica a la chatarra. El menor, con 19, quiere retomar los estudios para hacer bachillerato. La tercera hija, de 18, dejó las clases cuando se casó. Ahora tiene una niña de 1 año. Lo explica la madre desde el portal de la antigua sede bancaria, temerosa de de al hablar con la prensa (no quiere fotografías) tenga problemas con los servicios sociales o los vecinos.

Hay familias que, tras pedir soluciones en el barrio, tienen que soportar insultos en el vecindario. "Yo quiero una vida mejor para ellos", insiste la madre. Hace apenas un mes que ha empezado un curso para aprender a leer y a escribir. Porque jamás fue a la escuela. Lo dice cabizbaja. Consciente de que su hija está repitiendo la misma rueda que ella sueña con romper.