Saltar al contenido principalSaltar al pie de página

Opinión | PENSAMIENTO PERIFÉRICO

¿Para qué sirven hoy los sindicatos?

Cuando la acción simbólica prevalece sobre la acción material, el sindicato corre el riesgo de alejarse de las realidades que justifican su existencia

Decenas de personas durante una marcha con motivo de la huelga general convocada en apoyo a Palestina, a 15 de octubre de 2025, en Madrid

Decenas de personas durante una marcha con motivo de la huelga general convocada en apoyo a Palestina, a 15 de octubre de 2025, en Madrid / Jesús Hellín / EP

La huelga en solidaridad con el pueblo palestino, convocada para el pasado 15 de octubre por diversos sindicatos con el apoyo parcial de las organizaciones mayoritarias, invita a reflexionar sobre el papel que desempeñan estas entidades en el sistema político español. Los sindicatos, actores esenciales en toda democracia, son instrumentos de representación colectiva que permiten a los trabajadores defender sus intereses frente a los empleadores y al Estado. Su función tradicional abarca la negociación de salarios y condiciones laborales, la protección jurídica de los derechos de los trabajadores, la movilización ante situaciones de injusticia y la promoción de políticas públicas orientadas a la equidad y al bienestar social lo que los convierte en grupos de presión con capacidad para influir en la agenda política y en las reformas económicas y sociales. No obstante, esa influencia solo puede sostenerse si los sindicatos preservan su independencia respecto al poder político y mantienen una conexión efectiva con las necesidades reales de su base social.

En este marco, tanto el motivo de la huelga como el escaso seguimiento de la convocatoria, pese al éxito relativo de las manifestaciones, permiten cuestionar la capacidad real del sindicalismo contemporáneo para movilizar a los trabajadores y ejercer sus funciones. Y aunque la solidaridad internacional constituya un valor legítimo dentro de una ética universal de los derechos humanos, coherente con la tradicional vocación internacionalista del movimiento obrero resulta necesario preguntarse hasta qué punto este tipo de movilizaciones de contenido moral responden a las prioridades efectivas de los trabajadores o, si por el contrario, desplazan las demandas laborales más urgentes evidenciando una tendencia creciente a sustituir la acción sindical orientada a la mejora de las condiciones laborales por gestos de naturaleza política.

No en vano se percibe una renuncia cada vez más evidente de los sindicatos a movilizarse por los problemas que afectan directamente a los trabajadores. La inflación acumulada que ha erosionado de manera significativa el poder adquisitivo de asalariados y pensionistas no ha merecido movilizaciones sindicales para exigir medidas compensatorias, como la deflactación del IRPF, que evitaría que el aumento de precios se traduzca en una mayor carga fiscal. Una actitud similar a la que se observa ante la propuesta de subida de las cuotas de los trabajadores autónomos —anunciada por el Gobierno esta misma semana— o ante la falta de avances en la negociación salarial del sector público, donde los empleados acumulan años de pérdida real de poder adquisitivo. Una falta de respuestas frente a problemas de naturaleza estrictamente laboral que resulta muy difícil de justificar desde la perspectiva de la defensa de los derechos de los trabajadores y que contribuye a reforzar la percepción de un sindicalismo cada vez más alejado de las preocupaciones materiales de quienes debe representar.

Pero es que además, esta inacción selectiva ha acentuado la impresión de que los sindicatos mayoritarios tienden a evitar la confrontación con el Gobierno si este es de signo progresista. En el caso de la huelga, la movilización se percibió más como un gesto alineado con la narrativa gubernamental que como una expresión autónoma del movimiento sindical. En lugar de proyectarse como una crítica al poder, funcionó como una reafirmación de posiciones frente a la oposición, reforzando la imagen de unos sindicatos más cercanos al papel de aliados institucionales que al de contrapesos democráticos.

Esta suma de comportamientos -falta de crítica, ausencia de movilizaciones y alineamientos políticos- se pueden interpretar como una estrategia adaptativa tendente a mantener una oposición limitada cuando el poder político está en manos de fuerzas ideológicamente afines, con el fin de preservar los canales de interlocución y su espacio dentro de la arquitectura institucional. Pero esta aparente e interesada prudencia implica la pérdida de capacidad de representación y de impulso reivindicativo.

Todo ello plantea un serio problema de legitimidad para el sindicalismo contemporáneo. La solidaridad internacional puede y debe formar parte de su horizonte ético, pero no puede sustituir su función primordial que es la defensa de los intereses laborales inmediatos. Cuando la acción simbólica prevalece sobre la acción material, el sindicato corre el riesgo de alejarse de las realidades que justifican su existencia. Su fortaleza no reside tanto en la adhesión a causas universales como en su capacidad para traducir las demandas sociales en mejoras concretas de las condiciones de vida de los trabajadores. En última instancia, la huelga del 15 de octubre no interpela únicamente la posición de los sindicatos ante cuestiones internacionales, sino también su papel dentro del sistema democrático. La creciente institucionalización, la afinidad con el poder político y la pérdida de vínculo con las bases han transformado su naturaleza y debilitado su función representativa. Por ello, si aspiran a mantener su relevancia los sindicatos deberán recuperar su autonomía, reconstruir la conexión con unos trabajadores cada vez más diversos y devolver al conflicto laboral su centralidad como motor de cambio. Solo así podrán reafirmar su legitimidad como verdaderos representantes de los trabajadores y no como piezas subordinadas al poder político.