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Opinión | PENSAMIENTO PERIFÉRICO

La responsabilidad como coartada

En Francia, la lógica de la supervivencia desplaza a la coherencia programática, y las cesiones se justifican en nombre de lo que se considera un bien superior: contener a la extrema derecha

Macron ordena endurecer la lucha contra el antisemitismo antes de reconocer Palestina

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La crisis política por la que atraviesa Francia resulta muy ilustrativa de un fenómeno cada vez más extendido en las democracias europeas: la creciente dificultad para formar gobiernos estables y para aprobar presupuestos en contextos de fragmentación parlamentaria y de polarización ideológica. Un complejo escenario en el que el poder trata de retenerse a base de concesiones que, a menudo, obligan a los líderes a cambios de posición e incluso a desdecirse de sus compromisos electorales.

La lógica de la supervivencia desplaza a la coherencia programática, y las cesiones se justifican en nombre de lo que se considera un bien superior: contener a la extrema derecha. Sin embargo, este pragmatismo tensiona los límites del mandato representativo y acaba erosionando la confianza de los ciudadanos en la política.

En Francia, Emmanuel Macron afronta una crisis institucional que ha puesto al descubierto las limitaciones del modelo semi-presidencialista de la Quinta República. Diseñado por Charles de Gaulle para garantizar la estabilidad mediante mayorías sólidas, el sistema se encuentra hoy atrapado en un bloqueo persistente. La disolución de la Asamblea Nacional tras el avance de la extrema derecha en las elecciones europeas de 2024 dio lugar a una cámara sin mayorías claras, lo que ha dificultado la aprobación de los presupuestos y ha erosionado la autoridad presidencial.

El poder del Elíseo, tradicionalmente sustentado en la figura del presidente, se ha visto debilitado por una fragmentación que convierte cada votación en una prueba de fuego. Tras la renuncia de François Bayrou, cuyo plan de austeridad fracasó y provocó la pérdida de una cuestión de confianza, Macron nombró primer ministro a Sébastien Lecornu. Sin embargo, la demora en la formación de su gabinete, percibido como continuista y sin apoyos suficientes, ha desembocado esta semana en su rápida dimisión.

Desde el punto de vista institucional hay tres posibles salidas: una nueva disolución de la Asamblea Nacional, la dimisión del presidente de la República, que daría paso a elecciones a las que Macron ya no podría concurrir, o la designación de un nuevo primer ministro capaz de articular una mayoría suficiente. Las dos primeras opciones han sido descartadas, al menos por ahora, con el argumento de evitar que la derecha radical alcance el poder. Por ello, Macron ha optado por intentar la tercera, aunque con escasas perspectivas de éxito, recurriendo a una política de concesiones calculadas que ha delegado en el dimisionario Lecornu.

Un plan que contempla un amplio abanico de medidas dirigidas a seducir a una oposición heterogénea: la renuncia al uso del artículo 49.3 de la Constitución –que permite aprobar leyes sin votación parlamentaria–, el abandono del proyecto para eliminar dos días festivos, la supresión de privilegios de los ex primeros ministros como gesto simbólico de austeridad, la moderación del ajuste fiscal limitando el déficit al 5% del PIB en 2026, la creación de un impuesto del 2% a las grandes fortunas para atraer al Partido Socialista y la revisión parcial de la reforma de pensiones de 2023, que elevó la edad de jubilación de 62 a 64 años. Medidas todas ellas concebidas para sumar apoyos y preservar la estabilidad, aunque su eficacia política resulta, por ahora, tan incierta como frágil.

La situación que está viviendo Francia encuentra un claro paralelismo con lo que sucede en un sistema parlamentario como el de España, donde Pedro Sánchez afronta desafíos similares. Desde 2019, el Gobierno español ha recurrido a pactos de geometría variable con nacionalistas, independentistas y fuerzas de izquierda radical, con el fin de garantizar la continuidad del Ejecutivo y aprobar presupuestos. Las cesiones, y en particular la ley de amnistía a los líderes del procés, que permitió a Sánchez una nueva investidura a pesar de haber quedado en segunda posición por detrás del PP, se han justificado por la necesidad de impedir que la derecha y la extrema derecha accedan al poder y en nombre de la responsabilidad institucional.

En ambos países, por tanto, el argumento de fondo es el mismo: conservar el poder cediendo programáticamente para evitar un mal mayor. Macron y Sánchez se presentan como diques de contención frente a la derecha radical y como garantes de la estabilidad democrática. Sin embargo, ese pragmatismo, que se invoca en nombre de la responsabilidad institucional, acaba diluyendo la coherencia programática y vaciando de contenido sustantivo el mandato representativo. La consecuencia más visible es la erosión de la confianza ciudadana, síntoma de una profunda crisis de representación que afecta, con distinta intensidad, al conjunto de las democracias europeas. Así, cuando la necesidad de frenar a la extrema derecha se convierte en argumento recurrente para justificar cualquier cesión o contradicción, la política se transforma en un mecanismo de preservación del statu quo. Y lo paradójico es que esa dinámica, que pretende contener el populismo, acaba alimentando su caldo de cultivo: el desencanto, la desafección y el voto antisistema.

Gobernar en tiempos de fragmentación y polarización exige equilibrar el pragmatismo con la integridad, entendiendo el compromiso no como una renuncia, sino como ejercicio de responsabilidad. Sin embargo, cuando se invoca la responsabilidad de manera reiterada para justificar concesiones, esta se vacía de contenido ético en términos weberianos y, lejos de ser la conciencia de las consecuencias, se convierte en un mero instrumento de supervivencia y autopreservación. Y quizás ni eso.