Opinión

Quiero ser funcionario

Existe dualidad entre un sector público ineficiente y mastodóntico, que impide disfrutar de los beneficios de la competencia, y un sector privado forzado a transferir riqueza para sostener tal mole

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Fachada del Ministerio de Asuntos Exteriores.

Fachada del Ministerio de Asuntos Exteriores. / EFE/J.J. Guillén

Se dice que la raíz de nuestros males económicos es nuestra baja productividad. Según datos de Conference Board, en 2022, la productividad por trabajador español (esto es, el valor añadido total de la economía dividido por el número de personas empleadas) es aproximadamente de 100.000 dólares, medidos en dólares constantes de 2021 y ajustados por inflación. Nuestra productividad es un 6,5% más baja que la alemana, un 7,7% más baja que la italiana, pero un 21% más alta que la japonesa. Depende de cómo se mire, estas cifras no son tan malas.

El problema de analizar medidas tan agregadas es que no dejan distinguir el bosque de los árboles. Porque es necesario hacer dos matizaciones a la cifra anterior. La primera es que en España es muy importante distinguir entre sector público y sector privado. El Servicio de Estudios del BBVA ha mostrado que entre 1996 (año en el que la productividad española y la alemana eran prácticamente iguales) y 2017, la productividad del sector público subió un 5% en promedio, mientras que la del sector privado aumentó un 8%. En realidad, el problema es un sector público gigante e improductivo, no la falta de productividad de la economía. Cierto es que para ser justos hay que hacer distinciones dentro del sector público (las médicas y enfermeros generan muchísimo valor; los funcionarios de la Consejería de Desarrollo Sostenible de Castilla-La Mancha muy poco).

El segundo matiz es que pareciera ser que el bajo nivel salarial español se debe a esta supuesta baja productividad. Sin embargo, y relativamente a otros países, en España se da una creciente diferencia entre la productividad misma y el nivel de salarios, un fenómeno que Eurostat ha documentado en el caso español y que la pandemia ha moderado en gran medida. Esta brecha es un argumento para justificar impuestos de sociedades altos e impuestos extraordinarios sobre beneficios empresariales. La lógica es que si el empleado no recibe lo que genera, es porque naturalmente acaba en las manos del empleador. Esto es parcialmente falaz en nuestra economía, puesto que la diferencia entre productividad y salarios es mayormente absorbida por las cargas fiscales al trabajo, y especialmente las contribuciones a la seguridad social.

Así que la situación de la economía española es muy clara. Existe una dualidad entre el sector público y el sector privado. El sector público es al mismo tiempo ineficiente y mastodóntico. En el ránking de Competitividad Mundial de 2022 de IMD nuestro país figura en el puesto 50 de 63 países en eficiencia del gobierno. Alemania en el 21. Además, es sorprendente observar desde fuera que en España hay demasiados ciudadanos cuya cuenta bancaria depende del Estado. Y no me refiero solamente a los funcionarios, sino también a los pensionistas y a los empleados estatales que no son funcionarios (ministras, presentadores de TVE, directivas de Red Eléctrica…).

Hay que añadir todas las profesiones reguladas, subsidiadas o en empresas en monopolio natural. Las taxistas y camioneras son funcionarias; los directores, actores y actrices de cine son funcionarios; las pilotas de Iberia son funcionarias. Los agricultores son funcionarios. El depender del estado impide disfrutar de los beneficios económicos de la competencia. Cuando nuestro talento opera en un mercado competitivo, somos excelentes: véase los casos de Inditex y Mercadona, que operan en mercados abiertos a la competencia extranjera y no regulados. 

El sector privado, por su parte, es forzado a transferir riqueza para sostener tal mole. Dicha transferencia se hace, como he explicado, de dos maneras: a través de impuestos directos excesivos, y a través de cargas impositivas al trabajo que hacen que el empleado no reciba el producto de su esfuerzo. Pero existe una dinámica perversa añadida y es que, en este contexto, también existe un trasvase de talento puesto que es más cómodo (y más beneficioso) trabajar para el Estado que para la empresa privada, con lo cual existe una presión para continuar engordando el elefante.

Si esto es tan evidente, ¿por qué sucede? Vivir fuera del país tanto tiempo te hace posible comparar tu país con otros. Y mi opinión es que las políticas erradas de los últimos años no son culpa de los que se sientan en el Parlamento, sino de los que los eligen. Y seguimos empeñados en mantener un sistema que no funciona por dos razones.

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La primera es nuestro principal defecto como nación: la inconsecuencia. Inconsecuencia: la falta de relación lógica entre lo que se hace y lo que se dice. Nunca confíes en un japonés indicándote cómo llegar a un sitio porque son tan amables que nunca te dirán que no tienen ni idea de cómo ir. La cultura japonesa es excesivamente formal porque los hechos -y no las palabras- hablan por sí mismas. En el otro extremo, los estadounidenses prostituyen el lenguaje para adecuarlo a lo que quieren decir, sin preocuparse del significado de las palabras (liberal, football, America, small espresso). En España basta decir que no eres racista para dejar de serlo. Y el creerse siempre lo que nos dicen, y no prestar atención a los actos, hace posible que los políticos nos mientan en nuestra cara pero les sigamos votando.

Nuestro segundo problema es nuestra tendencia histórica a creernos con derecho a todo sin contrapartidas. La frase «dame más, que más me merezco» lo resume muy bien. Por eso sería impensable que, como en Suiza, los españoles votaran alguna vez a favor de tener menos vacaciones o pagar más impuestos. Llegará un momento en que, al no ser sostenible este sistema de transferencias tanto entre generaciones como entre ciudadanos de la misma generación, unos u otros se rebelen y elijan las políticas (y las políticas) adecuadas.