Opinión | DAME UNA NOCHE
El compromiso literario
Si admitimos que abarca mucho más que la defensa de una visión ética, social o ideológica, quizá podamos experimentar algo muy distinto a la apatía

Javier Cercas y Kenzaburo Oé, en Tokio en 2010. / Everett Kennedy Brown
En un restaurante vacío de Madrid, el mismo día en que caían las Torres Gemelas en Nueva York, Javier Cercas y Mario Vargas Llosa se conocieron en persona. En un momento dado afloró a la conversación la literatura comprometida. El sintagma «literatura comprometida» produce a veces una pereza automática, radical y justificada. Pero si admitimos que el compromiso de un escritor con su escritura abarca mucho más que la defensa o afirmación de una visión ética, social o ideológica, quizás podamos experimentar algo muy distinto a la apatía.
Aquel encuentro estuvo precedido por una tribuna en prensa del premio Nobel en la que elogiaba con generosidad Soldados de Salamina, publicada unos meses antes. El artículo contribuyó en cierta medida a que la novela se convirtiese en un fenómeno literario. De pasar a vender quizás unos pocos de miles de ejemplares (Cercas cuenta en Secreto y pasión de la literatura, de Juan Cruz, que la editora Beatriz de Moura le dijo antes de su publicación: «Mira, Javier, está muy bien el libro, vamos a sacar 5.000 ejemplares, pero estos solo lo van a leer personas de más se 60, 60 años porque la Guerra Civil como tema literario está acabado») a vender cientos y cientos de miles («¿Esto quiere decir que Beatriz de Moura se equivocó? En absoluto, para nada, ella acertó, la que se equivocó es la realidad», puntualizaría el autor). El texto de Vargas Llosa finalizaba diciendo que «quienes creían que la llamada literatura comprometida había muerto deben leerlo para saber qué viva está, qué original y enriquecedora es en manos de un novelista como Javier Cercas».
Curiosamente, para la generación de Cercas, y para él en concreto, «ser un escritor comprometido era lo peor, la escritura comprometida era la escritura pedagógica». Cuando se lo trasladó a Vargas Llosa, este se echó a reír. «A ver, Mario, hablemos en serio, ¿a qué llamas tu literatura comprometida», le preguntó esa noche. La respuesta del peruano fue: «En realidad, no hay gran literatura que no sea literatura comprometida, es aquella que no es solo juego o que es un juego en el que uno se lo juega todo». Y le puso los ejemplos de J. M. Coetzee y Kenzaburo Oé.
Tiempo después, cuando Soldados de Salamina se tradujo al japonés, el autor tuvo la oportunidad de dialogar precisamente con Oé en el Instituto Cervantes de Tokio. Lo que ocurrió resultó fascinante. Cercas le preguntó qué era para él la literatura comprometida, en cuanto que introductor en Asia de Jean-Paul Sartre y de su idea del compromiso del escritor, y Oé le dijo: «Es muy fácil. Acabo de leer su libro y en él hay un soldado que baila una canción, un pasodoble con un fusil. Yo me pregunté qué es eso, qué baile es este. Fui a hablar con mi hijo Hikari, él no lo sabía porque solo le interesa la música clásica, la música seria. Hasta que finalmente descubrimos el pasodoble en Carmen, lo teníamos en casa, lo pusimos, cogí a mi mujer y bailamos el pasodoble porque quise sentir qué es lo que sentía ese soldado al bailar un pasodoble, quería vivirlo. Eso es la literatura comprometida».
En virtud de esa forma de compromiso, recuerdo cómo António Lobo Antunes contaba que en su época de pediatra, trabajando con niños en fase terminal, se hizo amigo de José Francisco, una criatura de 4 años que al poco moriría de cáncer. El día de su fallecimiento, un celador lo envolvió en una sábana blanca y lo tomó en brazos. Lobo Antunes estaba allí y vio cómo su compañero se alejaba con el cuerpo, al que se le descolgó un pie de la sabana. El escritor portugués ya nunca pudo quitarse esa imagen de la cabeza. Un día comprendió que todo lo que había hecho en literatura nacía de su compromiso con el pie balanceante de un niño de 4 años muerto de cáncer.
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