Opinión | MIRADAS
La evolución de las portadas de libros
Las cubiertas son las puertas por las que escogemos si entramos o no, así que el nombre del traductor es trascendente

El diseñador Enric Satué. / EPE
Si nos remontamos a la época del tardofranquismo y primeros meses de la democracia, debo recalcar lo que significó la Alfaguara de Jaime Salinas. Con ella se produjeron dos cambios sustanciales en la edición española: el primero, un diseño de portadas sencillo y reconocible en el que el nombre del autor era de primera importancia, y el segundo, el hecho de sacar a la portada los nombres de los traductores reconociendo su relevancia, todo ello de la mano del diseñador Enric Satué.
Existía, pero con menos títulos, una bella colección de Rosa Regás en La Gaya Ciencia, donde publicaba a Juan Benet, Manuel Vázquez Montalbán y otros escritores en lengua española. También era bella, de tacto inigualable, y toda ella tipográfica.
Tenemos ya dos sellos que se desmarcaron de las portadas al uso de las grandes editoriales: Plaza & Janés, Bruguera, Seix Barral... todas con imágenes en la portada, bien ilustraciones o bien fotografías. No debemos olvidar tampoco las colecciones –que ahora vuelven– de Tusquets, Marginales, y de Anagrama, Argumentos. Tipo libro de bolsillo, con pocas páginas pero con un diseño muy marcado y reconocible.
Ya bien entrados los años 80, Alfaguara cambia totalmente el rumbo de sus portadas para resaltar la fotografía y, obviamente nombrando al autor y el título, volver a esconder al traductor dentro del libro. Desde entonces siempre me he preguntado, sin llegar a resolverlo, si esa actitud editorial era una influencia comercial dudosa o una especie de orgullo despreciativo con el que se quería señalar que todos los libros de Alfaguara eran, indudablemente, excelentes traducciones. Con la duda me quedo. Pero pienso que si el diseño original de Satué se hubiera mantenido contra viento y marea, tendríamos hoy una editorial mucho mejor posicionada en la mente de los lectores, que no necesariamente de los compradores.
Ese cambio radical influyó en casi todas las portadas de todo tipo de ediciones, tanto literarias como para todos los públicos. La edición española, de repente, se transformó en una especie de gigantesco álbum de fotos. Las mesas de las librerías relucieron y el batiburrillo de portadas llegó a excesos excesivos.
Una vez quebrado el trasatlántico que fue Bruguera, sus autores y títulos quedaron en manos de editores jóvenes con un sentido diferencial de las portadas. Querían marcar territorio, pero no regresar a Salinas y Satué. La fórmula de Tusquets y Anagrama, representantes ambas de la democracia política recién estrenada, era sencilla y práctica al mismo tiempo: foto enmarcada en un cuadrado con un color distintivo de fondo. Negro, en Andanzas de Tusquets, y amarillo crema, en Panorama de narrativas de Anagrama. Es decir, se apuntaban al drástico cambio comenzado por la nueva Alfaguara, pero con su personal aportación. Mantenían ambas, y en general toda la edición española, encerrados en las páginas interiores, los nombres de los traductores.
Y eso nunca me ha gustado. Creo firmemente que leemos las palabras escritas por el traductor, que con más o menos talento intenta trasladar el sentido de la obra original a la lengua española. Esto es pertinente porque las portadas son precisamente eso: puertas por donde escogemos si entramos o no, y esa información es muy trascendente.
Con este artículo abro un espacio para, en números posteriores, seguir hablando de este tema que tan importante es a mi modo de ver.
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