CRÍTICA

'Minimosca', de Gustavo Faverón Patriau: en el cuadrilátero

Este libro es un panóptico, la cárcel que contiene todas las historias de un artista

El escritor Gustavo Faverón Patriau, autor de 'Minimosca'.

El escritor Gustavo Faverón Patriau, autor de 'Minimosca'. / EPE

Ricardo Baixeras

Un texto desbocado, demente «porque, una vez que alguien se vuelve loco, nunca se recobra, porque la locura es un laberinto con muchas puertas de entrada y ninguna de salida». Un libro (no una novela) por cuyas páginas discurre un boxeo literario que se despliega en forma de intertexto infinito como si fuera el doble de una vida por vivir que siempre espera el siguiente paso que no se cumple si no en la historia recurrente de un sótano intertextual que arriesga la concepción de un mundo absoluto y demoníaco configurado por un mar irascible de relatos interconectados.

Si un novelista sirve para algo sirve entonces para decir lo que el mundo ya no puede oír, para arriesgar (y arriesgarse) en aquello que el lector ya no puede leer. Y ambas imposibilidades erigidas desde una sinestesia que sea capaz de conectar cosas no conectables, de mostrar hasta qué punto se debe –y puede– «usar el alma como una reserva para el eros, y convertirla en cuerpo, porque el eros era el motor de la vida, que era el motor de la muerte, que era el motor de la revolución».

Así funciona Minimosca, que es, Gustavo Faverón Patriau (Lima, 1966) dixit, «la historia de un boxeador, un muchacho joven que ha migrado a Lima tras una historia traumática en su infancia, que está tratando de reconstruir sus defensas. Lo hace por dos caminos: la literatura y, sorpresivamente incluso para él, el boxeo».

Faverón tiene una visión del mundo alocada, dislocada, redundante y comparativa

En este ring, con algo de ilegible, la nómina de personajes explícitos no acaba: Herman Melville, Marcel Duchamp, César Vallejo, Allen Ginsberg, Stephen King… Los implícitos, tampoco: Jorge Luis Borges primus inter pares, William Faulkner, James Joyce, Roberto Bolaño, William Gaddis, Thomas Pynchon… Y en el interregno: Hugo Lino, Raimunda Walsh, George Bennett, Washington Gombrowicz, Henriette Maisse, Virgilio Luces, Angus White, Mónica Buchenwald…

¿De qué va?

Y entonces surge, de nuevo, la pregunta, el centro nuclear de lo narrativo, esa pregunta que no sirve para nada y que todo el mundo se formula, vaya uno a saber por qué: ¿de qué va? Sí, pero no: de qué va la novela y, sobre todo, de qué va Faverón. La novela no va de nada porque lo quiere contar todo y desplegarlo encima de la mesa de cualquier modo (es decir, desordenadamente) para que sea el lector el que se apañe y como no se apaña decide que Minimosca es un panóptico, la cárcel que contiene todas las historias de un artista «que produce su arte bajo el control de la muerte, el artista que es una criatura de la muerte» y de cuyos barrotes saldrá un cúmulo de historias gobernadas por el azar de los que quedaron en el margen de la historia, de los que perdieron la partida sin saber que sus vidas se convertirían en un huracán catastrófico y paranoico.

Y entonces, otra vez, lo que parece una novela muy seria (la vida violenta de unos padres sometiendo a sus hijos) es también una novela muy cómica como si se quisiera decir que el peso sombrío de vivir abajo solo puede amortiguarse a través del sentido del humor de querer vivir muy arriba.

Faverón tiene una visión del mundo alocada, dislocada, redundante y comparativa. Lo que leemos aquí es el modo en que una conciencia se despliega a sí misma como la Hamlet. Cuando les vean leyendo Minimosca y les pregunten qué leen, ya saben lo que pueden contestar: «Palabras, palabras, palabras».

Minimosca

Gustavo Faverón Patriau 

Candaya

720 páginas

25 euros